Penalti fallado


Es tan fácil marcar un penalti que, si te pones a pensarlo, es imposible. Nadie puede, salvo ese insignificante ochenta por ciento que de media lo marca. En un instante tan frágil, la escala de las cosas se desordena, y las verdades inmutables se reducen a mentiras rotas, como las que atañen al tamaño de la portería, la distancia al punto de lanzamiento, la forma del balón… De pronto, nada es lo que era. Casi parece normal lo que ocurre en el Atlético, donde sus jugadores no convierten un penalti desde hace meses. Qué lejos queda lo que contaba Menotti, cuando en Rosario Central “teníamos prohibido gritar un gol de penalti porque un gol de penalti lo hace cualquiera”. A veces se vuelve difícil el acto mismo de colocar el balón. No menos difícil, al menos, que encontrar la postura perfecta para dormir. Antes hay que dar vueltas en la cama, o levantarse a calentar un cola-cao, o meterse en el baño a leer, hasta que a uno se le adormece una pierna.
Cuando el balón está en su sitio, el futbolista se despide de él con un “perdóname si te amé”, camina hacia atrás, y espera. Se puede ver cómo lo atenaza el miedo, mientras decide que lanzará por la derecha, no, por la izquierda, no, por el centro y raso, no, por el centro y alto, y a romper, no, no, mejor a colocar, y nada de centro, por la escuadra… Ahí es donde pierde la batalla y el portero se impone. Creo que no se puede obligar a un futbolista a que marque sus penaltis, por supuesto, pero sí a que tenga pinta de no haber fallado uno jamás. Es la gran tarea pendiente de los entrenamientos. Igual que hay gente con aspecto de matar rinocerontes, de votar a la izquierda, o de irse sin pagar de los restaurantes, los futbolistas deberían tener aspecto de marcar penaltis.
Blake Edwards, el director de Desayuno con diamantes, en su día le pidió a José Luis de Villalonga que se hiciese con una pitillera de oro para rodar la escena en la que su personaje —un rico brasileño lleno de clase y enamorado— volvía de una fiesta con Holly Golightly, y al llegar a casa esta se enteraba de la muerte de su hermano por un telegrama, y se encerraba en el cuarto de baño a llorar. Plantado al otro lado de la puerta, Villalonga sacó su pitillera para fumar un cigarro. Pero Edwards gritó “Corten”. “¿Qué coño estás haciendo? ¡Guarda esa pitillera en el bolsillo! ¡No quiero verla!”. Villalonga no entendía nada. Pero si el día anterior le había pedido que se hiciese con una. El realizador le explicó que quería que llevase una pitillera de oro pero “en el bolsillo”, porque un hombre con aspecto de llevar una pitillera de tres mil dólares en el bolsillo se comporta de modo distinto a uno que se pasea con un paquete de cigarrillos. La pitillera era imprescindible, pero nadie debía verla. Si la sacaba, el personaje parecería un nuevo rico, justo lo que no era. Los detalles imperceptibles importan. Por eso el futbolista debería ser infalible en su aspecto a la hora de marcar un penalti, aunque después lo falle.
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