Guía para leer a María Victoria Atencia, la poeta premio Nacional de las Letras
La malagueña pertenece a la estirpe de autores que se imponen sin levantar la voz. Serena y luminosa, sus textos han ido despojándose de la carcasa de lo prescindible

María Victoria Atencia pertenece a la estirpe de poetas que se imponen sin levantar la voz. Serena y luminosa, su poesía ha ido despojándose de la carcasa de lo prescindible hasta convertirse en una escritura —son palabras de María Zambrano— “sin historia, sin angustia, sin sombra de duda”. Formada y dada a conocer en el entorno de la revista malagueña Caracola, próxima al grupo cordobés de Cántico, compartía con sus hermanos mayores —Pablo García Baena, Vicente Núñez— refinamiento estético y distancia respecto a las corrientes dominantes. De su personalidad ya da cuenta su primer libro, Tierra mojada (1953), que dejaba entrever una voz clara, contenida y ajena al estrépito. La madurez llegó pronto, con Arte y parte y Cañada de los ingleses, ambos libros de 1961, en los que se reconocen los rasgos que definen su obra de plenitud: armonía musical, invocación simbólica, cotidianidad trascendida.
Vino después un largo silencio, que compartió con tantos otros poetas de su círculo, rarae aves en un contexto cultural dominado por el realismo, la vocación comunicativa y el compromiso explícito. De aquel retiro purgativo, “María Victoria Serenísima”, como la denominó el malagueño de adopción Jorge Guillén, regresó en 1976 con dos libros espléndidos: Marta & María, que aunaba las dos caras evangélicas de la acción y la contemplación, personificadas en las hermanas del Lázaro resucitado, y Los sueños.
Ya en el posfranquismo, su escritura entró en una etapa de asombrosa fertilidad y coherencia, con títulos como El mundo de M. V. (1978), El coleccionista (1979), Compás binario (1984) y Paulina o el libro de las aguas (1984). Su universo poético, ya consolidado, se mostraba en equilibrio estable entre la forma y la emoción, la disciplina y el sueño. El suyo es un onirismo sereno, ni irracional ni caótico, sometido a las pautas del péndulo rítmico, en versos —alejandrinos preferentemente— hieráticos sin envaramiento, densos pero sin grumos. La poesía de su madurez se ordena en dos espacios complementarios, que se corresponden con las dos hermanas de Lázaro antedichas —o con las dos almas de La monja gitana de Lorca—: el claustro frente al espacio abierto, el jardín frente a la selva, el eremitorio frente al mundo. En esa tensión se resuelve una mirada pura y purificadora, donde el silencio se vuelve revelación y los objetos usaderos, como en un refectorio de Zurbarán, adquieren una plenitud sagrada.
El yo poético de María Victoria Atencia es una presencia receptiva que espera la llegada del sentido, como una Annunciazione de Fra Angelico. El lenguaje, aunque exacto y transparente, mantiene siempre un halo de misterio: un contorno parnasiano con un nimbo simbolista. La claridad en Atencia no predica ni exige la emoción: se limita a contenerla. En ese orden de cosas, la música actúa como espiración del alma: un hálito que expresa vida y establece un ritmo.
Títulos necesarios
De los títulos posteriores resultan necesarios —lo de imprescindibles es tan pretencioso como ajeno a la sensibilidad de María Victoria— De la llama en que arde (1988) y La pared contigua (1989). Muchas de sus entregas aparecieron en ediciones artesanales y de circulación restringida, y no pocas fueron anticipándose escalonadamente en cuadernos y publicaciones no venales: de ahí la importancia de La señal (1961-1989) (1990), que reunió su obra en un corpus cerrado. Libros posteriores no hicieron sino afianzarse en esta poética del desconocimiento: una deriva de la poesía mística, que propendía a derroteros distintos a los de la “poesía del conocimiento”, que tuvo —tiene— a poetas tan dotados como José Ángel Valente. Entre esos libros, destacan La intrusa (1992), El puente (1992), A orillas del Ems (1997; número 213-214 de Litoral), Las contemplaciones (1997) y Trances de Nuestra Señora (1997).

A partir de El hueco (2003) su dicción cambia ligeramente. Los alejandrinos regulares dejan paso a una métrica más suelta y flexible. Los elementos biográficos, siempre entrevelados, se adelgazan y atenúan aún más. De pérdidas y adioses (2005) podría entenderse como una suerte de despedida elegiaca. No hay tal: si bien el libro está dominado por la desposesión, como un catálogo de despojos de los poverelli, en él apunta un anuncio de revelación.
Hay premiados que premian a los premios que reciben. Así sucede, no me cabe duda, con María Victoria Atencia y el Premio Nacional de las Letras Españolas. Ella, M. V., es —con permiso de Casona— la verdadera dama del alba que, aunque hunde su planta en la sensibilidad romántica, ha rehuido la truculencia y la afectación, y ha enseñado las flores de la naturaleza en el búcaro de la domesticidad, entre la tierra mojada y el espacio que surcan las aves de altanería.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.






























































