Alguien de Melbourne
El escritor Gerald Murnane es uno de los principales favoritos al Nobel de este año


Si fuera un influencer con una legión de seguidores, me divertiría ahora perderlos a todos de golpe al recomendarles la escritura literaria de Gerald Murnane en Ultima carta a un lector (Gris Tormenta, 2025). Disfruto imaginando el inmediato odio fulminante de todos hacia mí. Aunque tal vez no de todos, quién sabe si entre ellos, de ser yo un influencer, no habría una “minoría inteligente” que tendría en cuenta que Gerald Murnane (Melbourne, 1939) es uno de los principales favoritos al Nobel de este año y, además, según The New York Times, “el mejor escritor en lengua inglesa del que la mayoría nunca ha oído hablar”.
Recuerdo una vez haber oído que “en toda minoría inteligente hay una mayoría de imbéciles”. Qué problema, pienso, ser influencer en tiempos como estos en los que cualquiera se arroga el oficio de escritor que no es propio de tantos. ¿O no advertía ya esto Petrarca hace siete siglos: “Cada día hay más escritores y cada día escriben peor, porque es más fácil seguir que superar”?
Por suerte no soy un influencer y nada me condiciona a la hora de leer y estudiar a Murnane, y ya no digamos de buscar el contagio de la modalidad de autopasión (que no autoficción) que practica y que describe así su traductor Adalber Salas Hernández: “Una subjetividad que se enuncia del modo que le resulta más propio, más natural, sin preocuparse por hacer concesiones al buen estilo”.
Lo suyo es una prosa subjetiva, “húngara” para ser más exactos. No conozco otro australiano que domine tanto esa lengua centroeuropea que aprendió para poder leer a Krasznahorkai. La suya es una prosa partidaria de la oración larga porque le deleita “descubrir conexiones entre cosas que antes parecían inconexas”. Le deleita vivir de asociaciones casuales, que son su forma esencial de “crear”, por mucho que nunca le haya dado a ese verbo el significado que solemos darle.
Aun siendo magistral su locuacidad tan subjetiva, fatiga a veces el olor a encierro de su sacristía literaria y su insistencia en coronarse del sueño de sí mismo. Pero se puede soportar, porque es alguien al mismo tiempo capaz de escribir, por ejemplo, que Última carta a un lector —su intento de comprender el significado del millón de palabras que ha publicado en su vida— puede sintetizarse en la imagen de un paisaje vasto y abigarrado, con preferencia llano. Leemos esto, y le amamos y le perdonamos su virtuosa autofagia. Le amamos a distancia en coherencia con su condición de paisano que nunca salió de su isla. Le amamos, mientras nos remontamos a su obra maestra Las llanuras (Minúscula, 2015), el libro por el que le conocimos y que nos impresionó. En él podía percibirse que las auténticas llanuras eran los pliegues del cerebro que contenían la materia volátil de las imágenes que le sugería su escritura de otros días.
Recuerdo una vez, hallándome en compañía de otros lectores de Murnane, haberles preguntado a estos en voz alta y alarmada, si sabían qué era, o qué creían que acabaría siendo, por dios, qué monstruosa temeridad podría llegar a ser un día la escritura literaria.
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