Y entonces se acaba el verano
Los llanos en llamas, los montes que arden, la leña que quema. Miles de hectáreas devoradas en un puñado de semanas

Y entonces se acaba el verano. Dejamos de ser ausentes. Volvemos a las ciudades y nos acordamos de todo eso que era hueco, en balde, pero que era libre. Nos acordamos del teléfono que sonaba, de cuando no había nadie para cogerlo, de los mensajes dejados sin abrir en los buzones.
Del sol que se ponía a torear en el cielo, despacio, a fuego lento, con el remate en la otra mano, y el viento poniéndole el peto, citando de rodillas, dándole a la zurda. Nos acordamos de todo eso que ha sido y se ha ido. Tampoco es que nos apetezca la resaca, pero algún que otro pellizco sí se te queda atrapado en la piel, y no puedes dejar de echar una mirada por encima de la barandilla.
Y entonces se acaban los tiempos muertos, de los que se matan callando. Se acaban las horas huecas, vacías, las que esperan en el cuarto, calladas, íntimas, y de ahí ni se mueven. Y así, con desdén, con mantilla, las miramos caer. Y ellas, con culebras en la mirada, se apiñan en los ángulos, y así vamos una hora más, dándole a la cama, apretando la mañana contra el pecho.
Y pasarán los años, volando, vendrá el tiempo rociándolo todo con gasolina, prendiéndole fuego, metiéndole leña, olvido, a todo lo que ha sido, y vendrán más años, y volverán más días. Pasarán los años y los veranos se nos quedarán clavados como navajas abiertas, y un día nos cansaremos por fuera y por dentro.
Pero ese verano, este verano, se quedará en algún lugar donde ni las islas llegan. Los puertos se apagarán, las luces caminarán de vuelta a casa. Pero quedará, este verano quedará. Y tú, hija mía, estarás en él, y nosotros, los dos, hablando de cosas simples, del tiempo que nadie entiende, y me hablas, y me besas, y te ríes, con esa risa de vela, de navío, esa risa de los que aman la vida. Y tú en esa isla, tu primer viaje a solas, tú en esas calles como en una fiesta. Me cuentas el barco sobre la mar, y los peces como ríos, y luego las partidas de ajedrez y los tintos de verano, luego todas esas cosas grandes pequeñas que eran tan bonitas.
Y también nos acordamos de que este verano tuvo algo de inminente, como un sendero en el tiempo que se bifurca. Los llanos en llamas, los montes que arden, la leña que quema. Miles de hectáreas devoradas en un puñado de semanas. Los pueblos, las aldeas que se transforman en combustible. El calor se convierte entonces en un sicario despiadado. Y lo que un día ha sido paraíso, al borde de un lago, se transforma en infierno, en dedales. Los cielos chambuqueados que ni de día hace día, y las noches rojas, nunca vistas.
Unos quejándose por los trenes dejaron de ir como balas a través de los campos, porque el fuego lo para todo, el día, la noche, el tren. Unos pierden poder ir a sus casas y otros a sus chiringuitos, unos se quedan sin hogares y otros sin hoteles. La nostalgia de las playas ya no sirve frente a la de los campos. Unos pierden unas semanas y otros toda una vía, las granjas, los montes. Y esto, este nuevo clima, ha llegado para quedarse.
No se irá de una patada con el otoño, vendrá otro verano y habrá que alicatar las causas. Mientras, los veranos dejarán de ser lo que han sido. Se irán esfumando como los años, pero también en ríos revueltos de cenizas.
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