“¡Mi cuadro favorito es mejor que el tuyo!”: por qué la cultura es un espacio de competencia feroz
El mercado, la distinción o la necesidad de prescripción alientan la competitividad a través de premios, listas, críticas y hasta polémicas sobre si Picasso es mejor que Goya


¿Cuál es la mejor obra de arte español? El pasado 3 de agosto, el escritor Arturo Pérez-Reverte abrió un debate (otra vez) en la red social X al expresar su desacuerdo con el historiador del arte Miguel Ángel Cajigal, conocido como El Barroquista, que había afirmado en un programa de radio que el cuadro más relevante de la pintura española es el Guernica, frente a lo cual Pérez-Reverte opinó: “Picasso nos pintó el Guernica, pero Goya nos pintó el alma”. La polémica se recrudeció y alargó la discusión cuando el escritor señaló específicamente el Duelo a garrotazos del pintor aragonés.
Y, bueno. Relevante no sé, oigan. Doctores tiene el Arte. Pero, en mi opinión, éste es el más representativo. Picasso nos pintó el Guernica, pero Goya nos pintó el alma. pic.twitter.com/XVDKo5ROat
— Arturo Pérez-Reverte (@perezreverte) August 3, 2025
Más allá de la polémica, El Barroquista considera que todo debate es bienvenido. “En general, en España tenemos poco hábito de debatir sobre arte español. En otros países no pasa lo mismo, pero aquí siempre hay bronca. Recuerdo cuando en RTVE hicieron el programa del español más relevante de la historia. Se montó la de Dios, porque siempre falta el que tú quieres”, comenta en conversación telefónica. “Es bueno confrontar ideas. Para Pérez-Reverte el Duelo a garrotazos es la pintura que mejor refleja el alma de España. Bueno, es que hay que tener en cuenta que la percepción del arte siempre es personal. Lo cierto es que, a nivel internacional, Picasso es el más relevante. No el mejor, ni el más importante, pero sí quien más relevancia tiene”, añade.
Es bonito ver que el Guernica se ha convertido en trending topic. Siempre es positivo el debate.
— El Barroquista (@elbarroquista) August 3, 2025
Y más sobre historia del arte.
Al hilo de este debate, sobre la relevancia de este cuadro, me gustaría comentar algunas cosas.
HILO pic.twitter.com/4ESVrWHfFW
En deporte es fácil dictaminar objetivamente quién gana una carrera de 100 metros lisos, pero en el campo de las artes es imposible determinar con certeza cuál es el mejor libro, el mejor disco o la mejor película de la temporada. Premios, críticas pasionales, listas, concursos… es curioso que el mundo de la cultura, que podría disfrutarse apreciando sin juicio la diversidad, sea tan competitivo cuando tiene tanto de subjetivo. Después del cine, en el bar, discutimos, sin muchos matices, si la película era buena o mala. En la apasionada juventud peleamos sobre si mi banda favorita es superior a la tuya o si el primer disco era el mejor. Ya en la antigua Grecia se celebraban concursos de poesía y música, premiados con coronas de oro. Tan celeste y tan terráquea, así funciona la cultura: estrellitas, notas, pulgares arriba, pulgares abajo.
No solo se discute sobre la calidad, sino que se hace un minucioso seguimiento del éxito popular de los libros con más ediciones, las canciones más escuchadas o las películas más taquilleras. Pesa la numerología y el palmarés, aunque a veces las obras que nos cambian la vida no las ha visto casi nadie ni han ganado ningún premio. Y no solo el público compite por defender el gusto propio frente al gusto ajeno: los creadores están sometidos a una lucha por la atención, la visibilidad, las subvenciones, las becas, el espacio. Por un hueco en el que desarrollar una carrera.
Hay explicaciones a la competitividad en la cultura: van desde el funcionamiento del mercado a la distinción social, pasando por la necesidad de prescripción en un panorama saturado. Preguntado al hilo del debate Picasso-Goya, Pérez-Reverte considera estas razones: “¿Compite Javier Cercas con Megan Maxwell? ¿En qué, y para quién?... No creo el mundo de la cultura sea así. Al menos, en lo que se refiere al público que consume cultura y se mueve con naturalidad por ella. Las listas y competiciones siempre me parecieron artificiales, ajenas la realidad. Suelen ser más un recurso endogámico de críticos, periodistas y medios de comunicación encantados de creerse a sí mismos prescriptores, que algo que realmente interese fuera de su territorio. Lo que llamamos ‘mundo de la cultura’, es en realidad un ámbito elitista de alabanzas y desdenes mutuos con nombres y apellidos. Solo es una pequeña parte, y no la importante, de la cultura en general”.
La cultura como industria
“La cultura es siempre un reflejo del sistema económico imperante y no una burbuja aislada o independiente. La competitividad está instalada en el principio mismo de la industria cultural… y conviene remarcar aquí el concepto de industria”, opina el crítico de arte Peio Aguirre, autor de libros como La línea de producción de la crítica (Consonni) o Estilo. Estética, vida y consumo (Turner). Además de esta competitividad intrínseca al dogma económico, Aguirre también señala una notable polarización en cuanto a los gustos, una cultura binaria entre el fanático y el odiador, entre la mayoría y la minoría, entre lo singular y el mainstream, fomentada por el ambiente de las redes sociales. “Todos los aspectos del espíritu económico neoliberal acaban penetrando en la cultura. Vivimos en tiempos de inmediatez, y no hay nada más inmediato que las emociones”, añade el crítico. Muchas veces, cuando defendemos un producto cultural como “mejor”, en realidad estamos defendiendo algún aspecto de nuestra identidad, porque también somos lo que nos gusta y nuestra identidad es nuestra marca.

Eso que llamamos cultura, además, puede entenderse de diferentes maneras. Lo señala el filósofo Javier Gomá, director de la Fundación Juan March: existe la cultura como conjunto de creencias y costumbres de una sociedad, como conjunto de las obras artísticas, como industria o como política. “Y cada una persigue su propia racionalidad, aunque suelen presentarse entremezcladas”, dice el pensador. Si consideramos la cultura como acto de creación, ahí lo que importa es precisamente la creación. Pero si consideramos la cultura como industria, hablamos de otra cosa: “Aquí se trata de obtener lucro con la mayor circulación del mayor número de mercancías a la mayor velocidad posible en un mercado libre en competencia con otros operadores. Los premios, las listas, el impacto mediático, las ventas y ediciones, la lucha por las críticas, etcétera, todo ello conduce a cumplir esa racionalidad del mercado”, explica Gomá. Y en ese foro tienen que competir las gentes de la cultura con el legítimo objetivo de ganarse la vida con su arte. A veces, es llamativo, se compite a muerte por un botín muy pequeño, tanto en visibilidad como en dinero: véase las históricas peleas en torno a la poesía.
Lo mejor del mundo mundial
Ese ambiente marcadamente valorativo y jerarquizador, tanto en el público como en las instituciones y los medios, puede tener otras funciones. En este periódico, como en otros medios, se suelen publicar esas listas de lo mejor del año, o de los últimos 50 años, o de lo que va de siglo: generan expectación, audiencia y discusión. “No veo la necesidad de listas como algo catastrófico, sino como el signo de nuestros tiempos, en los que es necesario navegar en una avalancha de producción cultural”, explica el profesor Antonio Monegal, catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Pompeu Fabra y autor de Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura (Acantilado), entre otros. Se trata de evitar el dilema de la elección: más que estimulados por la cantidad y variedad de la oferta, nos vemos bloqueados. ¿Quién no ha pasado una tarde buscando qué película ver en vez de viendo una película? La propia oferta, el buceo en ella, se convierte en el contenido. En ese bosque oscuro, hace falta una guía.

El dictamen de las listas no está grabado en piedra, sino que puede cambiar con la época. Es célebre la lista de los ‘500 Mejores Álbumes de Todos los Tiempos’ que la revista Rolling Stone publicó en 2020: los artistas no blancos y las mujeres lograron una visibilidad en el ranking que no habían tenido antes, debido al clima social de reconocimiento de los colectivos tradicionalmente postergados. Por ejemplo, What’s going on, de Marvin Gaye, pasó del sexto puesto al primero, desbancando al Sgt. Pepper’s… de los Beatles; también subieron notablemente Stevie Wonder o Aretha Franklin, entre otros. La crítica tiene un componente ideológico y político inevitable.
Desde el punto de vista del creador, la competitividad forma parte de la estructura del ecosistema cultural en sus modos de repartir el prestigio y sus recompensas. Los premios, por ejemplo, son una forma de generar currículum y visibilidad, —se conceden más de 1.200 premios literarios al año en España— aunque no siempre repercuten en las ventas. Pero a través de galardones se consigue al principio publicar y construir un nombre; también se consolida una carrera en sus últimas fases con distinciones diseñadas a tal efecto: el premio Cervantes, por ejemplo. “Es el gran sistema de la cultura”, dice Monegal, “que te inviten a determinado festival de música ya es algo que te ayuda situarte, que te publiquen en una editorial y no en otra... Son factores que influyen, estamos hablando de cultura en una sociedad de consumo: aunque el valor cultural es autónomo, está atravesado por el mercado”.

Los actores de ese mercado, discográficas, productoras, editoriales, plataformas como Spotify o Netflix, invierten dinero y esperan retorno, y ese retorno es mucho más probable si su producto es bien considerado por el ecosistema: ese ecosistema no funciona solo por razones estéticas, sino como herramienta de marketing. De ahí, por ejemplo, la inversión en gabinetes de prensa que traten de colar los productos en las secciones de cultura de los medios. Las plataformas, además, refuerzan la lógica de la competencia aportando datos como número de seguidores, visualizaciones, reproducciones, rankings o las tradicionales estrellitas: “Lo más visto hoy”. El producto cultural es continuamente tasado, pesado, escrutado al milímetro, con fines económicos, aunque no solo.
Entretanto, y en medio de esa necesidad de guía y prescripción, las formas tradicionales, como la crítica, la reseña, la academia, han perdido peso con respecto a los foros y las redes sociales. Muchos usuarios valoran más las opiniones populares y consideran que el crítico tradicional está desconectado de los gustos reales, internet ha democratizado el juicio cultural y ha puesto en duda el papel del experto. “Con la retirada y la desactivación de la función de la crítica, en tanto análisis subjetivo, pero con necesaria distancia, nace la crítica emocional”, dice Aguirre, “los críticos están condicionados por dar una opinión buena o mala y que esta se comunique claramente en el texto. Acto seguido el lector se hace un juicio rápido en su cabeza: ‘si a fulanito le ha gustado, malo’, o al revés. Es el síndrome TripAdvisor llevado al consumo cultural”. Si tradicionalmente la crítica ejercía de mediación entre los autores y el público, ahora esto ha sido eliminado por la aceleración de la circulación cultural.
Esnobismo y distinción
La distinción es otro motivo para la discusión en torno a lo que es superior e inferior en cultura, tal y como teorizó muy famosamente Pierre Bourdieu. Por eso hay quien pelea porque su estilo de música o sus gustos cinematográficos sean mejor considerados que los preferidos por la masa: por ser distinguido como una élite cultural. Para el sociólogo francés los gustos no solo se deben a cierto sentido estético, sino que son una forma de diferenciación entre clases, cada una criada en un habitus propio. Así, los gustos culturales pueden servir como justificación de la desigualdad e incluso como forma de violencia simbólica.

Sin embargo, desde finales de los años setenta, cuando Bourdieu realizó sus trabajos (se acaba de publicar una versión en cómic de La distinción de Bourdieu, por Tiphaine Rivière, en Garbuix Books) los límites entre las parcelas culturales se han hecho más porosos: el sociólogo Richard A. Peterson acuñó el concepto de omnivorismo cultural. Ahora las clases altas, en cuestión de cultura, comen de todo, no solo alta cultura, sino también expresiones populares: se puede disfrutar de la temporada de ópera y luego pasar la noche perreando en un club de reguetón. De hecho, la distinción actual puede radicar en ser capaz combinar con gracia los diferentes mimbres culturales.
“Pero no solo es importante mirar lo que cada uno consume, sino cómo se consume”, dice Fernán del Val, sociólogo de la cultura y profesor de la UNED. Señala las teorías del argentino Pablo Alabarces, que explica cómo en su país las clases altas se han apropiado de elementos tradicionalmente populares como el fútbol o la cumbia. “Estas apropiaciones suelen hacerse desde la ironía o con cierta distancia social. Por ejemplo, decir abiertamente que no te gusta el reguetón puede ser hoy mal visto, como si fueras un carca, pero el acercamiento que se hace al reguetón desde las clases migrantes es diferente, con una identificación que no se da en las clases altas”, señala Del Val. Los consumos culturales se han sofisticado mucho, pero eso no significa que hayan desaparecido las jerarquías… y con ellas la discusión jerarquizadora.

La cosa no acaba ahí. El sociólogo francés Antonie Hennion, crítico con las posiciones deterministas de Bourdieu y centrado en el mundo de la música, ha estudiado otras maneras de entender la formación del gusto, que van más allá de la clase social u otras razones ocultas. Su enfoque pone el acento en los afectos y las trayectorias, en nuestra relación con los otros y con los objetos. La formación del gusto es una práctica compartida y sentimental, el gusto se va haciendo mediante interacciones. En tiempo de cultura competitiva, ya sea por el funcionamiento del mercado, por la necesidad de prescripción en un panorama saturado o por distinción, más que el juicio constante del valor de los productos culturales, de lo que es mejor y lo que es peor, de lo que alcanza la excelencia y lo que no, quizás lo interesante, siguiendo a Hennion, sería preguntarse cómo vincularse a ellos, entender cómo nos afectan o transforman, sumirnos en la práctica artística, apasionarnos.
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