‘Paracuellos’, un relato en tebeo del hambre y la brutalidad del franquismo
Se publica la primera edición íntegra del cómic clásico de Carlos Giménez sobre los auxilios sociales en la posguerra española


Cuando Carlos Giménez presentó la primera historieta de Paracuellos, su brutal tebeo autobiográfico sobre un internado en la posguerra, a los editores de la revista Mata Ratos no les hizo mucha gracia. Era el año 1976 y recordar el dolor, el hambre y las palizas de la posguerra era entonces muy complicado. Aceptaron la segunda entrega, sobre todo porque tenían que rellenar unas páginas, pero le dijeron que no trajese más. Tras llamar a más puertas sin mucho éxito, logró que en 1977 una editorial asociada a El Papus, la revista de humor que sufrió un atentado fascista ese mismo año, le publicase un volumen de 18 páginas. Pero la tirada fue muy reducida y el impacto pequeño. El éxito llegó de forma inesperada, después de que el cómic entusiasmase a los lectores franceses y de ahí saltó a España.
Carlos Giménez es a sus 84 años un gigante de las letras españolas —ha ganado todos los grandes galardones que puede recibir un dibujante—. Ni siquiera recuerda el número de tebeos que ha publicado a lo largo de una carrera de casi siete décadas (en realidad, lleva dibujando tebeos desde que era aquel niño hambriento de la posguerra). Apenas sale de su casa del centro de Madrid, pero sigue trabajando de forma inagotable. Creadores tan distintos como Juan Marsé, Gonzalo Suárez o Guillermo del Toro, que se inspiró parcialmente en sus tebeos en El espinazo del diablo, han reivindicado la importancia de Paracuellos en la memoria colectiva española.
Cuando se acerca el 50º aniversario de la primera historieta, Reservoir Books ha publicado en un solo tomo —un mamotreto maravilloso de casi 600 páginas de tres kilos de peso que hay que llevar con carretilla— todos los volúmenes de Paracuellos (la editorial ha tenido que retirar la primera edición, porque faltaban unas páginas, y cambiará por un nuevo ejemplar a aquellos que la hayan comprado. La segunda sale el 30 de julio). La editorial Reino de Cordelia sacó en 2024 otra versión de Paracuellos, en forma de novela, para “los que no leen tebeos”. En esta adaptación, las viñetas se convierten en relatos, aunque está profusamente ilustrado.
Paracuellos constituye un inmenso recorrido por los recuerdos de una época oscura en la que también se produjeron destellos de humanidad. “Van quedando recuerdos, cada vez más lejanos y diluidos en el tiempo”, explica Carlos Giménez por correo electrónico. “A veces me cuesta separar el recuerdo de lo que he vivido del recuerdo de lo que he contado. Y me queda, eso sí, la satisfacción de haber conseguido contar, a pesar da las muchas dificultades, como eran aquellos colegios falangistas de la posguerra española”.

Una de las cosas más interesantes de leer todos los Paracuellos seguidos es percibir cómo, con el paso de los años, la dureza de las primeras historietas, a veces de una brutalidad insoportable, da paso a una visión más optimista del género humano, con personas que ayudan a los niños, que se compadecen de ellos, que tratan de frenar la violencia que les rodea. En una de las primeras historietas describe la siguiente escena: “El instructor de la Falange Mistrol pegó 72 bofetadas al niño Antonio Sánchez. Esto ocurrió en 1948 en el hogar General Mola de Madrid. Antonio Sánchez tenía siete años y se meó de la paliza”. En una de las últimas habla del señor Aurelio, el abuelo adoptivo del alter ego de Giménez, Pablito, que cuando ve cómo una instructora está pegando a un niño con una zapatilla, se enfrenta a ella y le grita: “¡Desalmada! ¡Vergüenza debería darte! ¿No te da pena pegar a estos pobres niños, que no tienen padre, que no tienen madre? ¡Qué no te vuelva a ver pegar a un niño!”. A él, que se llamaba Evelio en la vida real y con el que Giménez nunca perdió el contacto, está dedicada esta edición completa.
“Cuando empecé a dibujar estas historias, ante la duda de cuantas páginas podría realizar y publicar, opté por contar primero lo que yo consideraba más importante y necesario de denunciar: el hambre, la sed, el miedo, la religión, los malos tratos…”, explica Carlos Giménez. “Luego, en la medida en que fui disponiendo de más papel [las primeras historias eran de solo dos páginas] y de la posibilidad de ser publicadas, fui ampliando los temas y tomándome más tiempo para contar las cosas con más matices. Pero es posible que también, como dices, a medida en que fui contando estas historias fuese exorcizando mis malos recuerdos”.
Sobre los problemas que tuvo para editar los primeros tebeos, recuerda: “No las quería publicar nadie en España. Supongo que era porque las consideraban raras, poco comerciales, truculentas... Ten en cuenta que eran los momentos de lo que se llamó el destape, se había muerto Franco y los editores de revista, lo que querían eran historietas con humor, justo lo contrario de lo que yo me empeñaba en contar. Pero los editores de la revista francesa Fluide Glacial, Gotlib y Diament, conocieron estas páginas y se interesaron por ellas. Lo cual tuvo mucho mérito porque ellos dirigían una revista de humor. Una vez que los franceses las publicaron y que allí fueron aceptadas y comentadas positivamente por crítica y público, ya todos los editores quisieron publicarlas en España. Y desde entonces se han publicado en muchos sitios”.
Giménez nació en el barrio madrileño de Lavapiés en 1941. Se quedó muy pronto huérfano de padre y a los seis años su madre enfermó de tuberculosis y no pudo ocuparse de él. Entonces le ingresaron en los hogares del Auxilio Social, controlados por la Falange y la Iglesia, que imponían a los niños un régimen de terror y brutalidad. Pasó ocho años interno y el hogar que da el título de la saga se llamaba Batalla del Jarama y estaba en la localidad madrileña de Paracuellos. De aquella inmersión en la violencia del fascismo, le ha quedado una preocupación por la fragilidad de la democracia, amistades para toda la vida y una capacidad para relativizar los problemas cotidianos. Pero también le ha dejado una marca profunda: un respeto absoluto por la comida.

Nunca se ha olvidado el hambre. De hecho, su siguiente saga autobiográfica, Barrio, arranca cuando vuelve a casa de su madre, ya recuperada de la enfermedad, y por primera vez se come unos huevos fritos, símbolo máximo del manjar en la posguerra. “Durante los ocho años que estuve interno en aquellos hogares, jamás comí un huevo. En aquellos colegios no existían los huevos. Era una de las muchas cosas que no existían. Afortunadamente, esta fea época ya quedó atrás. Ojalá no vuelva a repetirse nunca”, señala.
La violencia generalizada hacia los niños es una de las cosas que más chocan a leer Paracuellos: palizas, amenazas, castigos físicos, una brutalidad constante… En el epílogo de la edición completa, Giménez explica que, en realidad, aquellos hogares eran un reflejo de la sociedad española en los años cuarenta y cincuenta: “Era completamente normal y cotidiano que en los cuarteles los sargentos pegasen a los reclutas, en los colegios los maestros maltratasen a los alumnos, en los talleres los oficiales y los dueños abofeteasen a los aprendices y en las casas los maridos zurrasen a las mujeres y los padres apalizaran a los niños. Y no voy a citar por sabido el trato que se daba a los detenidos en comisarias, a los presos en las cárceles, a los pobres loquitos en los manicomios o a los chicos rebeldes en los reformatorios”.
Para todos aquellos que tratan de minimizar la violencia de la dictadura franquista, los tebeos de Giménez reflejan una realidad despiadada de un país sumergido en la ignominia y la venganza. La primera historieta de Paracuellos resume muy bien lo que pretende contar el dibujante de tebeos: sus historias son reales y, a la vez, se convierten en una metáfora de lo que ocurre en todo un país. Dos niños se escapan muertos de hambre a rebuscar en las basuras y comerse lo que sea, como cáscaras de naranja. Les pilla un niño que ejerce de chivato del instructor de la Falange, Antonio (seguramente el personaje más siniestro de toda la saga). Este les deja sin merienda —se la da al chivato— y les obliga a que se peguen una paliza el uno al otro (con la amenaza de que si no se la dará él y será mucho peor). Esa era la España de los años cincuenta.
Sobre qué pueden decir sus historietas a las nuevas generaciones que tienen cada vez más lejos el franquismo —este noviembre se conmemoran los 50 años de la muerte del dictador—, Giménez responde: “No lo sé. Si acaso saber cómo fue una pequeña parte de la historia reciente de nuestro país, como vivíamos los niños pobres en las instituciones del franquismo. Saber que aquella fue una mala época y que hay que pelear para que aquellas situaciones no se repitan, para que el fascismo no vuelva a entrar en nuestras vidas. La democracia, a pesar de sus muchos defectos, es muy bonita y hay que luchar por ella”.

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