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EL FARO DEL FIN DEL MUNDO
Columna
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A propósito de ‘Sirat’: momentos del cine que te golpean como un puñetazo

La visión de la impactante película de Oliver Laxe invita a recopilar secuencias turbadoras de otros filmes

Sergi López, en una imagen de 'Sirât'.
Jacinto Antón

Fui a ver Sirat a los cines Verdi, dudando hasta el último momento si meterme en la proyección del filme de Oliver Laxe, o, como me pedía el cuerpo, en la de Jurassic World: el renacer, o en F1, la película. Me habían hablado tanto de la dureza de Sirat, de lo mal que se pasa y de esas escenas ya legendarias que nadie te quiere desvelar pero que te advierten que te dejan hecho polvo, que se me hacía casi irresistible la tentación de ver a Scarlett Johansson con un T. Rex e incluso a Brad Pitt con un bólido Mercedes. Finalmente, fiel al deber, entré a Sirat como quien entra al tren de la bruja y decidido a salirme en cuanto la cosa se pusiera demasiado chunga, opción que han tomado ya algunos conocidos, entre ellos mi hermana y mi cuñado, que no pasaron ni siquiera de la secuencia de la disolución de la primera rave en el desierto en la consideración —acertada— de que de ahí para adelante la historia iría a mal.

He de decir que a mí desde el principio, aunque no me llegaba la camisa al cuerpo sabiendo que en algún momento pintarían bastos emocionales, me atrapó la película: las imágenes de las manos colocando los altavoces, la panorámica de la gente bailando en la arena, la música, me parecieron sensacionales. A ver, los raveros de Sirat no son la gente con la que yo me iría al Sónar —y eso que he ido con Luis Hidalgo—; en realidad me recordaban a unos okupas que conocí una vez que me tocó cubrir el desalojo del antiguo cine Princesa de Barcelona y que, aunque menos mutilados, cultivaban la misma estética povera, por no decir claramente sucia. Pero los de Sirat, como los dichos okupas, que acabaron compartiendo generosamente conmigo su sopa digna de la marmita de las brujas de Macbeth, me resultaron simpáticos, así que por ahí no iba a venir el estropicio emocional.

Una imagen de 'Sirât'.

Llegó, claro, en las montañas marroquíes, un pasaje que me recordó a cuando en lo que ahora me parece otra vida viajé estremecido en un desvencijado autocar de Cachemira al Ladakh por una ruta vertiginosa sembrada de carcasas de otros vehículos en el fondo de los precipicios. Pasó ese momento inenarrable y luego, de nuevo, Sirat dejó a la sala en un enmudecido espanto con la escena que da un nuevo sentido a los conceptos de trance y de baile explosivo, mezclando Groove (2000) con Tobruk (1967).

Cuando se encendieron las luces, estudié las caras de otras personas presentes en el cine, entre ellas el actor Lluís Homar, la editora Anik Lapointe y el cocinero Isma Prados, y pensé que si yo tenía la misma expresión ya podía pegarme un lingotazo de coñac o de Agua del Carmen. Homar —que anda enfrascado en los ensayos de Las memorias de Adriano, donde encarna al sosegado emperador del animula, vagula, blandula (nada más distinto a la película)— no se podía levantar de la butaca de la impresión. “Hay que verla”, repetía como un boxeador sonado, “hay que verla”. Una semana después se lo encontró el director Xavier Albertí y seguía diciendo lo mismo. Yo no paro de enredarme en conversaciones sobre Sirat en las cuales hago igual que todos, decir “¡Qué fuerte!”, advertir del batacazo emocional y hasta existencial que te pega la peli (sin hacer espóiler) y recomendar no verla si eres demasiado sensible y a la vez sostener que nadie debería dejar de verla, oye: con lo cual dejas a los que te escuchan muy confusos.

En fin, valga esta larga introducción de preámbulo para traer a colación otros momentos en el cine que nos han producido impactos similares a los de Sirat, momentos desazonadores, turbadores, de dolor de barriga. Esta es, claro, una selección personal (a cada uno le vendrán a la cabeza los suyos), pero es ilustrador hacer una recapitulación de esos puñetazos emocionales que se han quedado fijados en la memoria.

Un momento de 'Deliverance'.

Dejando de lado la muerte de la madre de Bambi y luego ya la escena de Terror en el espacio (1965), de Mario Bava, en la que al abrir las tumbas excavadas en el planeta Aura aparecen los sudarios vacíos de la tripulación enterrada, que se han marchado convertidos en muertos vivientes, hay que referirse a Soldado azul, de Ralph Nelson (1970), que tenía muchas secuencias impactantes. Están las brutales del ataque al campamento cheyenne, por supuesto, pero la que permanece sobre todo en la memoria es la del disparo que le destroza la cara inesperadamente al amigo del soldado Johnny (Peter Strauss) al inicio de la película y a partir del cual ya viene todo lo demás. La violación de Bobby (Ned Beatty) en Deliverance (1972), de John Bormann y el consiguiente flechazo de Burt Reynolds al degenerado montañero perpetrador también nos dejó en shock durante años. En Tarantino hay varias secuencias de ese calibre: el baile con la navaja de Mr. Blonde (el recientemente desaparecido Michel Madsen) en Reservoir Dogs (1992), por ejemplo. Aunque para momento impactante aquel de Pulp fiction (1994) en el que se le dispara la pistola accidentalmente a Vincent Vega (John Travolta) y le vuela la cabeza a Marvin dejando el coche perdido.

Imagen de 'Salvar al soldado Ryan'.

Tenemos asimismo el momento culminante de El cazador (1978), de Michael Cimino en que los dos amigos Michael (Robert De Niro) y Nick (Christopher Walken) juegan a la ruleta rusa en un tugurio de Saigón: la implacabilidad del destino en el rostro de Nick en el último disparo y la desesperación de Michael tratando inútilmente de restañar la sangre que brota en el agujero en la sien. Para situaciones inolvidables por la casi insoportable conmoción que provocan también dos de Salvar al soldado Ryan (aparte de las mutilaciones y las minas del desembarco en la playa Omaha de Normandía, que nos remiten, por cierto, a Sirat): cuando el sanitario del 2º de Rangers Irwin Wade (Giovanni Ribisi) es alcanzado por una bala de ametralladora alemana y se da cuenta él mismo de que la herida es mortal (“Es mi hígado”), llama a su madre y pide que le pongan toda la morfina. Y sobre todo la escena brutal de la lucha cuerpo a cuerpo en una casa de Ramelle entre el soldado judío Stanley Mellish (Adam Goldberg) y un alemán de las Waffen SS (Harald Winter) que acaba hundiéndole progresivamente la bayoneta en el torso de una manera casi tierna e íntima mientras le musita suavemente (“Shhhhh”) para que se deje morir mientras el otro le suplica “¡Para, espera, espera!”: durísimo. El propio proyeccionista de Spielberg no pudo aguantar la secuencia y le pidió que la quitara. Si además tenemos en cuenta que el camarada de Mellish, el cabo oficinista Upham (Jeremy Davies), traumatizado, se ve incapaz de intervenir y luego el alemán pasa a su lado ignorándolo, el conjunto es desolador y te duele en el vientre casi como el bayonetazo. Imborrable de igual manera la escena en que se rompe definitivamente el recluta Patoso (Vincent D’Onofrio) en los lavabos en La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987).

Lee Ermey como el sargento de artillería Hartman entrenando a sus reclutas en 'La chaqueta metálica'.

Otra escena que cuesta arrancarse de la cabeza es la de El pianista (2002, Roman Polanski) en la que un oficial nazi hace estirarse en el suelo a un grupo de trabajadores judíos del gueto de Varsovia que se encuentra, saca su pistola y mata aleatoriamente a varios, continuando luego su camino como si tal cosa. Esa espeluznante facilidad para matar y lo azaroso de vivir o morir (un leit motiv también de Sirat) lo encontramos asimismo en la angustiosa escena de La lista de Schindler (1994, Spieberg) en la que al comandante Amon Göth (Ralph Fiennes) se le encasquilla repetidamente la pistola cuando va a matar a un trabajador judío. Pero en ese registro nada peor que la escena de La decisión de Sophie (1982, Alan J. Pakula) en el que la protagonista (Meryl Streep) se ve obligada a elegir frente al infame doctor Mengele en la plataforma de selección de Auschwitz-Birkenau entre su hijo o su hija; finalmente es la niña la que se va a las cámaras de gas.

Gwyneth Paltrow y Brad Pitt, en 'Seven'.

A la que empiezas a hurgar en la memoria hay tantos momentos perturbadores que nos han dejado para el arrastre emocional: el de El otro (1972, Robert Mulligan) en el que descubres que los dos niños gemelos, el bueno y el malo, son el mismo; los marineros del K-19 (K-19, the widowmaker, 2002, Kathryn Bigelow) obligados a entrar en el reactor averiado del submarino nuclear sin protección para la fuga radioactiva, la ola implacable que va creciendo en La tormenta perfecta (2002, Wolfgang Petersen) hasta engullir al pequeño pesquero del capitán Tyne (George Clooney); la muerte de Qui-Gon Jinn (Liam Neeson) bajo la doble espada láser de Darth Maul en Star Wars: la amenaza fantasma (1999, George Lucas), el devastador final de Seven (1995, David Fincher)…

Muchas veces la conmoción proviene del hecho de que nos metemos en la acción y nos preguntamos qué haríamos nosotros y cómo nos sentiríamos. La fatalidad e inexorabilidad de esas situaciones se nos enquista en el alma. A mí me persigue el pasaje del octavo capítulo de la serie Vikingos en que el guerrero Leif, de la tropa de Ragnar, se ofrece voluntariamente para ser sacrificado en el santuario de Upsala en sustitución del cristiano Athelstan, que no pasa el corte, y valga la frase: los preparativos y cómo lo degüellan, con su plena aquiescencia, es de las cosas que más me han impresionado en una pantalla. Sin salir del mundo de las series, la decapitación inesperada de Ned Stark (Sean Bean) en Juego de tronos.

Un momento del filme de Robert Aldrich 'La venganza de Ulzana'. La imagen recrea una tortura apache clásica.

Qué decir de la secuencia inicial de Hostiles (2017, Scott Cooper), en la que una banda comanche mata al marido, las dos niñas y el bebé de una mujer (Rosamund Pike), destrozando en salvajes e insoportables segundos lo que era una imagen de la más plácida y armónica vida familiar. Y eso aparte del shock de que se nos carguen luego inesperadamente a Timothée Chalamet. En formato guerras indias, recordar también el impacto que nos produjo la secuencia inicial de La venganza de Ulzana (1973, Robert Aldrich) en la que un veterano soldado de caballería que escolta a una granjera y su hijo los mata a los dos inopinadamente y a continuación se pega un tiro él, para evitar a los tres el trance de caer vivos en manos de los apaches. Podríamos seguir mucho rato así. Anoche mismo vi en televisión una película belga de submarinos de la Segunda Guerra Mundial (Torpedo U-235) en la que los nazis intentaban hacer confesar a un miembro de la resistencia esposado colocándole delante a su hijo bebé en una tabla en equilibrio inestable sobre un depósito de agua.

También en teatro, donde es mucho más difícil crear momentos tan impactantes como en el cine (la convención de que todo es ficción está más clara), ha habido alguna escena demoledora, de las que no se borran: es el caso de los cinco minutos atroces de Purgatorio, de Romeo Castellucci, en los que el escenario permanece vacío mientras fuera de escena un padre abusa sexualmente de su hijo. Para volver a casa abierto en canal. ¡No dejen de ver Sirat!, creo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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