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Y Charlot se comió su zapato: ‘La quimera del oro’ regresa para celebrar el centenario de una obra cumbre de Charles Chaplin

El metraje original de la película, restaurada en 4K, se estrena en salas de todo el mundo recuperando el esplendor de un filme fundamental de la historia del cine

Chaplin, comiéndose su zapato hervido en 'La quimera del oro'.
Elsa Fernández-Santos

Charles Chaplin estaba en el otoño de 1923 en la casa de Mary Pickford y Douglas Fairbanks —los tres, socios fundadores junto a D. W. Griffith de United Artists— cuando encontró en una fotografía estereoscópica de la ruta hacia los yacimientos de oro de Klondike (en la frontera entre Canadá y Alaska) la inspiración para la nueva aventura de su personaje, el pequeño vagabundo Charlot. La imagen del paso de Chilkoot cubierto de nieve y atravesado por una cola interminable de hombres cargados como mulas fue el punto de partida de una película que se estrenó dos años después, en 1925, hace ahora 100 años. Se titularía La quimera del oro y bajo su capa cómica latía una sombría historia sobre el hambre y la infatigable búsqueda de prosperidad de los oprimidos. Es una de las cumbres de la filmografía de Chaplin, para muchos el cineasta más importante de todos los tiempos.

Las dos secuencias más famosas de la película tienen que ver con la comida. La primera es la de Acción de Gracias, la del zapato, cuando Charlot, sin nada que echarse a la boca desde hace días, atrapado en una cabaña en medio de la nieve y la tormenta junto a otro buscador de oro, cuece su bota para darse todo un banquete de cuero y goma con sus finos modales. La idea de esta secuencia surgió de otra historia real, la de la fatal Expedición Donner, que sucedió en la cordillera de Sierra Nevada a mediados del siglo XIX. Una caravana de inmigrantes perdidos en el mapa de California quedó atrapada en la montaña en medio del invierno y, antes de empezar a comerse a sus propios muertos, se alimentaron con sus perros, sus pieles de vaca y sus mocasines.

Chaplin, en la reproducción de las montañas de Alaska de 'La quimera del oro'.

Fue precisamente en Sierra Nevada donde Chaplin rodó las primeras imágenes de la película, con centenares de vagabundos reales reclutados en las calles de Sacramento trepando por la nieve. La otra famosa secuencia es la de los panecillos bailarines, un número que ya había hecho en 1917 —con un registro gestual mucho más limitado— Roscoe Fatty Arbuckle en The Rough House. Fatty y Chaplin se hicieron amigos en los estudios Keystone, cuyo jefe, Mack Sennett, había contratado al cómico británico después de verlo hacer de dignísimo borracho en la gira americana de la compañía de Fred Karno y su espectáculo de comediantes londinenses. Chaplin tenía 25 años y un doloroso pasado.

La foto que inspiró a Chaplin 'La quimera del oro': mineros ascienden por el paso de Chilkoot en septiembre de 1898 durante la fiebre de oro de Klondike.

En los vestuarios de Keystone, el cómico ideó a partir de retales de otros personajes el uniforme de su mítico antihéroe. La versión de Chaplin del número de los panecillos fue tan exitosa que durante las proyecciones de La quimera del oro el público aplaudía y gritaba con tanto énfasis que muchos proyeccionistas rebobinaban la película y la volvían a poner.

Versión con música de 1942

Aunque La quimera del oro se estrenó un 26 de junio de 1925 en el teatro Egipcio de Los Ángeles, Chaplin la remontó con la llegada del sonoro y la reestrenó en 1942 con su voz en off y una partitura musical también de su autoría. La primorosa restauración en 4K que llega ahora a las salas de todo el mundo se presentó en el pasado festival de Cannes en una sesión en la que estuvieron presentes dos de sus nietos, Kiera y Spencer Chaplin. Se trata de una versión que recupera todo el esplendor del metraje original, con la base de un primer trabajo que el Chaplin State hizo en 1993 y gracias a la colaboración de la Fondazione Cineteca di Bologna y el laboratorio L’Immagine Ritrovata, que han rescatado archivos dispersos entre el BFI National Archive de Londres, el Bundesarchiv de Berlín, la Filmoteca de Catalunya, el George Eastman Museum y el MoMA de Nueva York.

Chaplin, en la cabaña de 'La quimera del oro'.

La nueva grabación de la partitura original de Chaplin, que a partir de Luces de la ciudad (1931) empezó a componer también la música de sus películas, corresponde al especialista en cine mudo Timothy Brock. Chaplin ideó una composición tan melancólica como por momentos oscura capaz de envolver el patetismo y la ternura de una película plagada de complejas emociones.

Como recordó su nieto en Cannes, La quimera del oro fue la primera gran producción de su abuelo. Ante la imposibilidad de seguir rodando en Sierra Nevada (como en un principio era su intención) se construyeron unos decorados gigantes, con una montaña nevada artificial que se convirtió, según Spencer Chaplin, “en una especie de atracción turística” para la California de los años veinte.

Charlot, vagando por las montañas de 'La quimera del oro'.

Aunque la charliemanía, como la llamaron los periódicos de la época, ya recorría el planeta desde 1916, La quimera del oro fue una mina y un nuevo punto de inflexión en la carrera del cineasta. También lo fue para su largo repertorio alrededor del hambre y la comida. Más allá de la fiesta de tartazos del sello Sennett, están los juegos de masa del obrador del cortometraje Dinamita y pastel (1914), el fatídico plátano del inicio de En la playa (1915) o los incontables hurtos de migajas de su pobre personaje para sobrevivir.

Hoy cuesta imaginar las proporciones de la fama que alcanzaron Chaplin y Charlot en la primera mitad del siglo pasado. Su hombrecillo, sin patria ni lengua, próximo y sencillo en la superficie, sigue envuelto en el mismo misterio que su creador. No son ni los escándalos sexuales ni la huida de Estados Unidos, acusado de inmoral y comunista, lo que explica quién era Chaplin, sino su traumática experiencia infantil de la sociedad industrial y la pobreza.

Charlie Chaplin, en su faceta de director de cine.

El cineasta total, el artista más grande de un tiempo carcomido por la miseria y el desasosiego bélico, supo desde muy pequeño que para sobrevivir en la calle y distraer el hambre no había nada mejor que la risa. Un siglo después, ese mismo sentimiento de infortunio, rabia y dolor queda resumido en la aparente felicidad de tragarse un zapato, siempre con la dignidad que dan los buenos modales.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’
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