Raphael, redivivo y casi inmortal, regresa a la gloria en el teatro romano de Mérida
El octogenario cantante, más mesurado, pero en milagrosa buena forma, concede dos horas de recital intachable y lacónico ante el entusiasmo de 3.500 espectadores

Y al sexto mes resucitó. En la nada exigua nómina de acontecimientos excepcionales que jalonan la vida, obra y circunstancias de Rafael Martos Sánchez habrá que anotar desde este domingo, y en un lugar bien destacado, su retorno a los escenarios después del linfoma cerebral que le llevó en diciembre al hospital y a las primeras páginas de todos los diarios. Superado el susto superlativo para él y los suyos, y el soponcio entre amantes de la cultura popular española y mitómanos de diverso pelaje, el cantante de Linares escogió un escenario a la altura de su imperial figura para comunicarle al mundo la buena nueva de su regreso.
Salieron tarde las entradas a la venta, por motivos evidentes, pero el mismo domingo acabaron agotándose las 3.500 disponibles. Y será casualidad simpática, ingenio organizativo o purita ironía del destino, pero ni el más hábil guionista habría imaginado mejor emplazamiento que el teatro romano de Mérida para dar esta enésima bienvenida al ídolo redivivo, al hombre de todas las hipérboles, al dios pagano del manierismo. A nuestro particular patrimonio de la humanidad, aunque ni la intuición ni nuestras rudimentarias nociones de historia nos basten para pronosticar si el intérprete de Mi gran noche seguirá dentro de dos milenios mereciendo tanta admiración como Marco Vipsanio Agripa, aquel cónsul romano que nos legó el escenario de Augusta Emerita.
Tampoco sabemos lo puntuales que eran en tiempos de César Augusto, pero el jienense universal sigue comportándose, a sus 82 añazos, como un señor pulcro, riguroso, serio, formal y comprometido hasta los tuétanos con el oficio. A las 22.15 era la cita en el Stone & Music Fest (ay, los nombrecitos en inglés: qué cruz), aún bajo 31 grados Celsius como recordatorio de la canícula, y a esa hora exacta irrumpió un Raphael parsimonioso, con el paso corto y la mirada empañada, para oficializar el retorno más anhelado y seguramente también el más inaudito. Porque a ciertas edades las averías son malas de reparar, pero está visto que este hombre rubricó hace tiempo un pacto con algún dios o diablo, quién sabe incluso si a tres bandas, así que disfrutaremos todo lo que se pueda de esta nueva y feliz prórroga.

Quizá haya perdido vitalidad y lozanía, y ya no le dé el cuerpo a nuestro eterno crooner sureño para su clásico repertorio de aspavientos y gestualidad desbocada. Todo no puede ser, ni siquiera entre los supervivientes natos. Pero fue pronunciar aquello de “Tu amor de noche me llegó”, primer verso de la vieja La noche, un tema publicado casi ¡seis! décadas atrás, y quedó certificado el milagro. Porque aquel pasmoso torrente vocal que asombró por vez primera al párroco de la iglesia de San Antonio, en la madrileña calle de Bravo Murillo, permanece casi incólume. Contra vientos, mareas y tempestades. Contra pronóstico y hasta puede que contra toda lógica.
“Yo sigo siendo aquel, a pesar de las dudas”, proclamó Raphael a las segundas de cambio, otorgando a esas palabras un significado trascendente y hasta metafísico que su autor, José Luis Perales, probablemente no había imaginado allá por 1985. Y no digamos ya cuando mucho más adelante, a la hora y cinco minutos de recital, reeditó aquellos versos tan poéticos y tremebundos de Manuel Alejandro: “Yo volveré a nacer con la promesa / de masticar mi juventud cada segundo”. O cuando, ya casi al filo de la medianoche, apeló a la herencia de Violeta Parra para reinventar, a guitarra y voz, Gracias a la vida. Son, en fin, tantas las afortunadas prórrogas gatunas de las que se nos beneficia este hombre grande que el repertorio va resignificándosele a cada década.
Le arropan 10 músicos versátiles y solventes, a ratos arrolladores, como en el esplendoroso despliegue de electricidad y clasicismo de Amor mío. Pero el señor Martos no se escabulle un solo momento ni se agazapa tras la gran masa instrumental. Al contrario: los momentos de mayor desnudez propician el asombro y la emoción. Es insólito el aplomo de Amo, con la sola compañía del piano y un violín plañidero, pero también el de Si no estuvieras tú, arropado únicamente con los arpegios de la guitarra eléctrica y la ulterior caricia del violonchelo. O el de Malena, un tango a voz y piano. A pecho descubierto.

Podrás pensar lo que quieras de su escurridiza filiación ideológica, de esa condición camaleónica que le ha permitido engatusar de manera simultánea a Tom Jones y al público soviético (¡en tiempos de Breznev!), pero Hablemos del amor es un temazo. Digan lo que digan. Y se pongan como se pongan. Y otro tanto deberíamos consensuar sobre Estuve enamorado, un bombón de pop sesentero con su orgulloso guiño a Day tripper. O de Estar enamorado, con el que hasta los más jóvenes del lugar, que alguno también había, se desgañitaban como si les fuera en ello un test de capacidad pulmonar.
Reservó Raphael cinco zambombazos inapelables para el final, cinco títulos que nunca podrían aspirar a una secretaría de organización porque son incorruptibles: En carne viva, tan ad libitum que el cantante pareció a punto de descarrilar; un Qué sabe nadie con la teatralidad exacerbada, la excelente actualización electrónica de Yo soy aquel, el delirio bailongo de Escándalo y el colofón solemne de Como yo te amo, durante el que nuestro protagonista pronunció sus únicas palabras de la velada: “Señoras, señores, les quiero. Buenas noches”.
No fue mucho, la verdad. Pero después de dos horas y cuatro minutos de trajín, a Raphael le esperaban para volver en coche, ya de madrugada, hasta Madrid. Una paliza para cualquiera, pero... que le quiten lo bailao.

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