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Música clásica
Crónica
Texto informativo con interpretación

El Shostakóvich público y el privado chocan y se dan la mano en Leipzig

El festival dedicado al compositor ruso por la Gewandhaus permite escuchar sus cuartetos, canciones, conciertos y sinfonías, arrojando luz sobre sus contradicciones y sus luchas para sobrevivir como artista en la Unión Soviética sin traicionarse

Andris Nelsons, el director del Coro de la MDR, Pavel Brochin, y la Orquesta del Festival saludan el pasado jueves tras la interpretación de la Sinfonía núm. 3 de Dmitri Shostakóvich.
Luis Gago

En la nueva edición crítica de sus obras, las opera omnia de Dimitri Shostakóvich ocupan la friolera de 150 volúmenes. Fue un creador feraz, incansable, volcánico, que cultivó todos los géneros y del que el aficionado medio no conoce más que una parte insignificante de su producción, a pesar de que entre lo más desconocido se encuentren obras maestras como las dos bandas sonoras que firmó para Hamlet y Rey Lear, ambas dirigidas por Grigori Kózintsev (con quien empezó ya a colaborar con poco más de veinte años en Nueva Babilonia) y enmarcadas en la ultimísima etapa del compositor ruso, que pondría música a otras 34 películas.

Sí son más accesibles su apartado camerístico, que ha sonado o va a sonar prácticamente completo antes de que finalice el domingo el gran festival organizado por la Gewandhaus, o, por supuesto, el sinfónico o concertante, que se ha programado en su totalidad, así como una selección representativa de otra parcela habitualmente preterida –las canciones–, en las que el autor de La nariz nos legó colecciones de altísima calidad y cuyo semiolvido sólo puede atribuirse al hecho de que todas ellas parten de poemas en ruso o traducidos al ruso, como es el caso del Soneto núm. 66 de Shakespeare en la versión de Borís Pasternak, cuya tercera estrofa refleja tan bien la que era de facto la situación en la Unión Soviética estalinista: “y el arte preso por la autoridad, / y al frente del talento un doctorzuelo, / y llamar idiotez a la verdad, / y el bien al mando de un capitanzuelo”. La música que ideó para ellos Shostakóvich ilumina los versos a golpes de campana.

Las sinfonías y los cuartetos de cuerda, sus dos géneros mejor conocidos y difundidos, discurren en paralelo, pero sin intersecciones. Tampoco coinciden exactamente los períodos de creación de unas y otros: 1925-1971 para su producción sinfónica y 1938-1974 para la cuartetística, con dos pequeños pero significativos desfases a ambos extremos. En el género camerístico no se repite –y no es casualidad– ninguna tonalidad, mientras que hay sinfonías (la Cuarta y la Octava, la Tercera y la Novena, la Quinta y la Undécima) que comparten idéntica tónica, y no sólo eso. Ambos grupos de obras sí que exhiben, casualmente esta vez, una coincidencia numérica. No sabemos si tenía planes de seguir componiendo más sinfonías después de la cuasitestamentaria núm. 15, pero sí podemos estar seguros de que, de haber sobrevivido al cáncer de pulmón que acabó con su vida en 1975, Shostakóvich hubiera seguido creando cuartetos de cuerda, al menos hasta veinticuatro, a fin de completar el círculo perfecto en las doce tonalidades mayores y menores, al igual que hizo su principal referente, Johann Sebastian Bach, en El clave bien temperado, una colección emulada a su vez en sus propios Preludios y Fugas op. 87, que va a tocar en su integridad este viernes Yulianna Avdeeva en la Gewandhaus.

Anna Rakitina dirigiendo la Sinfonía núm. 1 de Dmitri Shostakóvich el jueves por la mañana en la Gewandhaus de Leipzig.

Tomando los gruesos cristales de sus sempiternas gafas de miope como la barrera que separaba simbólicamente al compositor del resto del mundo, podría decirse que todos los cuartetos surgen de aquéllos para dentro, como si no tuvieran otro destinatario que él mismo y su conciencia, mientras que varias de las sinfonías son fruto de su condición de artista oficial, lo que lo obligaba a ejercer de notario de la Revolución, a dar fe de logros o efemérides que quedaban muy lejos de su propia existencia física y espiritual. Sólo cuando renunció a ello –como en la despiadada reflexión sobre la muerte que impregna los compases de la Sinfonía núm. 14, que se escuchará en Leipzig en el concierto de clausura del domingo– consiguió que la orquesta se transformara en un gran cuarteto; sólo cuando consiguió mantener impoluto su yo aun en presencia de circunstancias extramusicales –en el Cuarteto núm. 8, compuesto entre la antigua devastación de Dresde y dedicado “a las víctimas del fascismo y la guerra”, es constante la presencia del motivo D-S-C-H (Re-Mi bemol-Do-Si), formado por las iniciales de su nombre y apellido en la notación musical alemana, es decir, él mismo convertido en sonidos, como también había hecho Bach con su apellido–, su música lograba revestirse de esa sinceridad que jamás debería estar ausente en una obra de arte.

En algunas de sus sinfonías, en otras palabras, Shostakóvich se vio obligado a disimular, a fingir una voz que no era la suya. En sus cuartetos, sin embargo, no pudo ni quiso hacerlo y todos ellos están escritos siguiendo la estela, cómo no, de los Cuartetos de Beethoven, su modelo inequívoco, con los que comparte numerosos elementos en común. Del mismo modo que el compositor alemán se despidió del mundo con la Cavatina del Cuarteto op. 130, con el canto de agradecimiento a la divinidad de un convaleciente del Cuarteto op. 132, con la música visionaria y descoyuntada de la Gran Fuga, Shostakóvich también dejó en manos del cuarteto de cuerda las diversas entregas de su propio adiós. Es aquí, más que en ninguna otra parcela de su catálogo, donde el ruso es un hijo putativo del alemán, cuyo retrato colgaba en un lugar preferente de su estudio moscovita.

Andris Nelsons dirigiendo la Sinfonía núm. 2 de Dmitri Shostakóvich a la Orquesta del Festival.

Con excelente criterio, la Gewandhaus ha confiado esta integral al francobelga Cuarteto Danel, que ha cogido el testigo de las agrupaciones que históricamente se han impuesto hasta ahora casi la misión apostólica de difundir y dar a conocer esta música: los Cuartetos Beethoven (que estrenó muchos de ellos), Borodín y Fitzwilliam. Sus interpretaciones aquí en Leipzig están teniendo en el público un efecto catártico y los prolongados silencios tras los últimos compases se ven seguidos de muestras crecientes de entusiasmo: esta música llega, y de qué manera, a quien la escucha con atención. No sólo el más conocido Cuarteto núm. 8, que tocaron el sábado pasado, sino obras tan esquivas como el Cuarteto núm. 14 o el casi evanescente Cuarteto núm. 7, que parece escurrirse entre nuestros dedos, ambos interpretados el jueves.

El Danel ha tocado tantas veces la colección completa por todo el mundo (ahora ha introducido el aliciente de presentarlos conjunta y alternadamente con los de Mieczysław Weinberg, amigo de Shostakóvich) que los tiene profundamente interiorizados. Sus versiones son, en apariencia, asépticas, sin excesos dinámicos, sin estrambotes innecesarios, con las repetidas contorsiones de Marc Danel, el primer violín, que se encoge, se estira, se empina, se gira, se adelanta o recula sobre su silla, como únicas rarezas, aunque a él le funcionan admirablemente para desplegar un repertorio técnico y tímbrico inagotable. Un pasaje del último movimiento del Cuarteto núm. 14, en el que brevísimos diseños de dos, tres o cuatro notas se suceden vertiginosa y sucesivamente entre los cuatro instrumentos, da una idea cabal de la homogeneidad de sonido, golpes de arco y dinámica que es capaz de conseguir el Cuarteto Danel, cuyas versiones se benefician también de su extraordinaria visión de conjunto tras la experiencia de haber ofrecido tantas integrales. La frecuencia con que Shostakóvich escribe indicaciones attacca entre movimientos invita también a pensar en cada uno de los 15 cuartetos como un todo indivisible. Y nadie es hoy capaz como el grupo francobelga de imprimir esa unidad a cada una de las obras y, ampliando el arco, al conjunto de todas ellas. Los aplausos al final de sus conciertos parecen no querer terminar nunca.

Aspecto que presentaba la Gewandhaus de Leipzig el jueves por la mañana, cuando se interpretaron las tres primeras sinfonías de Dmitri Shostakóvich.

Las sesiones dedicadas a las canciones las tardes del lunes y el martes habrán sido también reveladoras para muchos. No ha sido una integral, pero no podía faltar ninguna de las seis colecciones que se han programado: por su ambición, De la poesía popular judía; por su emoción, los Seis poemas de Marina Tsvetáieva; por su perfección y originalidad, los Siete Romances sobre poemas de Aleksandr Blok; por su carácter terminal, la Suite sobre poemas de Michelangelo Buonarroti. Además del Shostakóvich mordaz de las Sátiras op. 109 y de esa joya juvenil que son las Romanzas sobre textos de poetas japoneses op. 21. Y hubiera sido muy pertinente en el contexto de un festival tan ambicioso incluir a modo de epílogo esa pequeña joya llamada Prólogo a la colección completa de mis obras y breves reflexiones en relación con este prólogo, una canción de menos de tres minutos en la que su autor se mofa de todas sus distinciones oficiales: “Y aquí está la firma: Dmitri Shostakóvich”.

En medio de una de sus frecuentes depresiones de última época, el compositor ruso siguió el ejemplo de Britten al decidir poner música a varios poemas de Miguel Ángel, aunque el británico lo había hecho en un momento de su vida muy diferente, al comienzo mismo de su larga relación con el tenor Peter Pears, a poco de iniciada su estancia en Estados Unidos para huir de la Segunda Guerra Mundial. A Shostakóvich no le atrajo a buen seguro el componente homoerótico de muchos sonetos (como los siete seleccionados por Britten), sino más bien ese lado trágico y pesimista, cuando no abiertamente tanático, en el que también se había sentido reflejado Hugo Wolf en los compases finales de su cordura. Durante la composición había tenido en mente la voz del gran bajo Yevgueni Nesterenko, que fue quien la estrenó. No puede ser casual que las dos últimas canciones lleven por título “Muerte” e “Inmortalidad”, lo que nos invita a pensar que el compositor estaba estableciendo un vínculo personal con el gran artista italiano: los genios mueren, sí, pero sus obras les sobreviven y son inmortales. Pocos se sorprenderán de que, en el estreno, Shostakóvich escogiera varios romances de Mijaíl Glinka y los Cantos y danzas de la muerte de Modest Músorgski para completar el programa.

Parte de la sección de viento de la Orquesta del Festival (integrada por jóvenes instrumentistas de la Sinfónica de Boston y la Orquesta de la Gewandhaus) en el concierto del pasado jueves.

Los cantantes se han elegido en Leipzig con excelente tino: la soprano Elena Stijina, la mezzo Marina Prudénskaia, el tenor Bogdan Volkov y, por indisposición del anunciado Günther Groissböck, el bajo Aleksandr Roslavets. Al piano, siempre Elena Bashkirova, a pesar de que este no es probablemente el repertorio que mejor conoce y de que es mejor camerista que pianista acompañante de cantantes (siempre una raza aparte, libérrima musicalmente hablando). El más artista en todas sus intervenciones, a dúo o en solitario, fue el ucranio Bogdan Volkov, el inolvidable Ferrando del Così fan tutte montado in extremis en Salzburgo el año de la pandemia y el príncipe Guidón en el reciente y modélico montaje de El cuento del zar Saltán en el Teatro Real. De seguir su curso ascendente, está llamado a ser un tenor de referencia en los repertorios que mejor se avienen a su voz. Prudénskaia impresionó con su genuina voz oscura y su honda expresividad, un punto distante. Stijina, poseedora de una voz prodigiosa, ofreció su mejor versión en las Romanzas sobre poemas de Blok, una obra que no pudo estrenar Shostakóvich por las secuelas de su primer infarto y que fue reemplazado por el citado Mieczysław Weinberg (junto con, ahí es nada, David Óistraj, Mstislav Rostropóvich y Galina Vishnévskaia). Las dos evocaciones de San Petersburgo o la última canción, la única en la que intervienen los cuatro intérpretes (con el concertino y el solista de violonchelo de la Orquesta de la Gewandhaus, Sebastian Breuninger y Christian Giger) y en la que la música parece el único refugio, el único consuelo posible en medio de la adversidad, calaron muy hondo entre el público, que no pudo disfrutar, sin embargo, de un parejo nivel de intensidad en la Suite sobre poemas de Miguel Ángel. Roslavets fue un sustituto de ultimísima hora y escuchamos más una lectura a primera vista que una interpretación profunda y matizada.

En el apartado orquestal, el miércoles por la tarde sonaron el Concierto para violín núm. 2, una obra hiperlírica muy bien defendida por Baiba Skride, y la Sinfonía núm. 13, compuesta a partir de poemas de Yevgueni Yevtushenko, una de las más originales de Shostakóvich, con fuertes dejos de La canción de la tierra, incluida la sobrenatural intervención final de la celesta, que cierra una obra sombría y dolorida como pocas. Aquí sí cantó Günter Groissböck, que no parecía estar en su mejor estado vocal, arropado por los bajos de tres coros lipsienses para teñir de colores oscuros una partitura en la que violonchelos y contrabajos tienen más trabajo que los violines y en la que la tuba tiene también un destacado papel solista. Dirigió con una total implicación en lo que se dilucida en esta obra (la injusticia, la muerte, el olvido) un Andris Nelsons transfigurado, que tuvo a la Orquesta de la Gewandhaus, con la valenciana Inmaculada Veses como solista de oboe, plegada a sus gestos cada vez más económicos y, a la vez, más eficaces y musicales. El letón, consciente de que estaba ante una de las obras mayores de Shostakóvich, alentó al final con sus gestos un largo silencio, esencial para asimilar una andanada emocional tan prolongada (una hora de música sin apenas vías de escape) y tan intensa.

Anna Rakitina y la Orquesta del Festival agradecen los aplausos del público tras la interpretación de la Sinfonía núm. 1 de Shostakóvich.

Y pocas horas después, el jueves por la mañana, festivo en toda Alemania (la Ascensión), Nelsons estaba de nuevo batuta en mano para extraer toda la buena música posible de dos obras fallidas: la Sinfonía núm. 2, interesantísima hasta el famoso toque de sirena en Fa sostenido, pero a partir de ahí huera y prescindible, y la núm. 3, quizá la menos lograda de las quince (en estrecha liza con la duodécima), aunque probablemente necesaria para que nacieran con una fisonomía muy diversa las que vinieron tras ella. El Shostakóvich más oficialista se estampa a menudo de bruces contra la turbia realidad. Nelsons dirigía ahora a la llamada Orquesta del Festival, integrada por los jóvenes miembros de las academias de la Orquesta de la Gewandhaus y la Sinfónica de Boston, que corroboraron que, también a su edad, nunca antes se ha tocado mejor que ahora. Y, en uno más de los muchos gestos de bonhomía, discreción y generosidad de que está haciendo gala estos días Andris Nelsons, que es asimismo un dechado de humildad en un oficio de egos desbocados, tuvo la deferencia de ceder la batuta en la, con mucho, mejor obra del programa, la Sinfonía núm. 1, a Anna Rakitina, una menudísima pero excelente directora que, por su aspecto, parecía una estudiante más. Este op. 10 es el debut sinfónico juvenil más precoz y más extraordinario de la historia de la música occidental. Completada a los 19 años, valiéndose de materiales ideados durante su adolescencia, Shostakóvich creó aquí una sinfonía tan original y tan perfecta que, de inmediato, logró impresionar por igual a Alban Berg, Bruno Mahler, Otto Klemperer o Arturo Toscanini. Tenía todo el sentido confiar su interpretación a jóvenes de su edad, con muchos orientales entre ellos. Si la mayoría son estudiantes en Boston, como cabe imaginar, que Trump les pille confesados.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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