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Las horas paganas
Columna
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De lo que no se puede escribir

Shakespeare, Faulkner o Quevedo no podrían escribir lo que escribieron si fueran sometidos al rigor de lo social y políticamente correcto de hoy

William Faulkner en Roma, en 1955.
Manuel Vicent

A lo largo de mi vida como periodista he cometido lógicamente muchos errores. En este caso me refiero a los errores que solía cometer cuando realizaba una entrevista o un perfil literario a cualquier personaje público y tenía la costumbre de describirlo físicamente en su parte menos agraciada hasta el punto de insistir en los defectos más evidentes. Leídos ahora a gran distancia del tiempo aquellos retratos y entrevistas, me pregunto cómo fue posible que no me diera cuenta de esa agresión que indicaba un grado de prepotencia estúpida del periodista, que se cree que todo vale con tal de encontrar una imagen o una metáfora sorprendente.

Releer a estas alturas cosas que escribí con alegre impunidad según el aire de aquella época es algo que me llena de estupor. Sé muy bien que la literatura se diluye con la atmósfera de un tiempo determinado y ni Shakespeare, Faulkner ni Quevedo podrían escribir lo que escribieron si fueran sometidos al rigor de lo social y políticamente correcto de hoy. El lenguaje escrito y oral está sometido a una asepsia sanitaria que lo tiene constreñido en un corsé. No sé si esto es bueno o malo. A la hora de escribir, por ejemplo, que el hombre descubrió el fuego comienzo a dudar porque pudo haber sido una mujer la que lo descubrió, como serían también mujeres, tal vez, las que realizaban las pinturas rupestres. En ese caso me veo obligado a cambiar el vocablo hombre por ser humano. Ignoro si esta vigilancia sirve para empujar la literatura hacia delante o hacia atrás.

Con la democracia recién instaurada, recuerdo que en el Congreso se recibió la visita de Edgar Faure, un hombre de Estado, expresidente del Consejo de Gobierno francés. Estaba sentado en el palco de invitados y a la hora de constatar su presencia en mi crónica parlamentaria escribí: “Por encima de la barandilla asomaba su nariz hebraica Edgar Faure”. Un gran periodista holandés, Eppo Janssen, muy amigo, corresponsal de la televisión pública holandesa, y de un periódico progresista de su país, me dijo: “En mi periódico esa crónica no te la hubieran publicado y probablemente te habrían mostrado la puerta de salida para que allí no escribieras más”.

Luis Escobar fue uno de los personajes literarios, divertidos e inteligentes al que le hice un perfil. Para encabezar la entrevista escribí: “Feliz, vestido de blanco, con los brazos abiertos, el marqués de las Marismas del Guadalquivir y Grande de España desciende por la escalinata de caracol con tres chuchos liados en las pantorrillas y ya en el vestíbulo se deshace en risotadas de cortesía con la boca llena de lengua y la dentadura un poco suelta castañeteando amabilidad”. Sentados en sillones blancos en la galería de su jardín con un sonido de agua que caía de la taza sostenida por una diosa de mármol, Luis Escobar comenzó a contar cosas divertidísimas de su vida con una gracia e inteligencia extraordinarias. Pese a todo, insistí en describirlo físicamente: “En aquel tiempo los aristócratas tenían todos cara de caballo y la entrepierna les olía a picadero rebajado con maderas de Oriente. A Luis Escobar le queda desde entonces el mentón allá abajo, esa quijada de pala que está pidiendo a gritos una golilla de encaje holandés. Hay algo equino en su perfil. En eso se nota que pertenece a la aristocracia”.

El marqués me rebatió: “Aristocracia es una palabra que los aristócratas no suelen usar nunca. Nosotros decimos la sociedad, los amigos de toda la vida, las familias conocidas”. Y por si fuera poco insistí en su descripción física, que lógicamente él no me perdonó: “Luis Escobar tiene una lengua redonda que le ocupa toda la boca. La voz le sale por la nariz con sonido de flautín carnoso. Una vez fuera, ya en el aire, la recoge con el labio inferior en plan oso hormiguero y la absorbe hacia el paladar. Así comienza a masticar la propia voz con la dentadura un poco suelta y se traga las últimas sílabas de cada palabra, las últimas palabras de cada frase. Observarlo es muy divertido”. ¿Divertido para quién, para el lector, para el propio periodista?, me pregunto. Desde luego al protagonista le sentó a cuerno quemado y como es lógico me retiró el saludo.

En otra ocasión, para referirme a un niño que había nacido con graves malformaciones físicas y mentales escribí la palabra subnormal. Poco después recibí una carta de una madre anónima que al parecer pasaba por un problema similar advirtiéndome de que hasta ese momento me había leído con gusto, pero que ya no lo haría en adelante. La carta terminó diciendo que su hijo era un ángel lleno de amor y cuidar de ese ángel la llenaba de felicidad. Esa carta tan sencilla fue suficiente para que desde entonces yo viera al mundo de otra forma. A la hora de describir a una persona, remarcar e insistir en un defecto físico es algo que ya no haría, aunque me desollaran vivo.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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