El rastro del blues diabólico en el bombazo cinematográfico del momento, ‘Los pecadores’
La película, sorpresa en la taquilla por su mezcla de musical y vampiros, hila una truculenta trama conectada al simbolismo del género musical negro


Lo único que doblegó al indestructible Howlin’ Wolf durante su azarosa vida fue el rechazo que recibió de su madre. Wolf, epicentro de la música blues y un tanque de que medía 1,98 y pesaba 135 kilos, fue expulsado de su casa cuando tenía diez años. Ya empezaba a aficionarse al blues y Gertrude, su madre, una fanática religiosa que cantaba en el coro de la iglesia, no podía soportar que su hijo se perdiera con ese ritmo que se interpretaba en los garitos nocturnos. Ya como figura del blues y faro para las estrellas del rock (son fanáticos Keith Richards, Led Zeppelin, Tom Waits o Eric Clapton, por citar solo unos cuantos), Wolf intentó contactar con su madre, poniendo incluso el cebo del dinero que en ese momento poseía. Pero Gertrude le dio con la puerta en las narices. “Cantas la música del diablo”, argumentó para no recibirlo. Wolf, que falleció en 1976 con 65 años, se llevó a la tumba el desgarro por este repudio materno.
Los pecadores, la bomba cinematográfica del momento —especialmente en Estados Unidos—, empieza con una variante de este episodio de la vida de Howlin’ Wolf: un desconcertado y ensangrentado Sammie irrumpe en la iglesia mientras su padre, predicador, se aplica en el sermón dominical; el chico, que parece haber pasado la noche peleando con Satanás, solo tiene un asidero: el mástil astillado de una guitarra, que lo agarra con fuerza como si fuese su única forma de lograr la salvación. “Si sigues bailando con el diablo un día te perseguirá hasta tu casa”, advierte el padre al hijo, un músico que está comenzando su carrera. La misma historia que separó a Howlin’ Wolf de su madre: la confrontación entre lo profano (el blues) y lo sagrado (la iglesia).

Los pecadores (Sinners en la versión original) está dirigida por Ryan Coogler, responsable de filmes como las dos entregas de Black Panther o Creed. La leyenda de Rocky, un cineasta que ejerce de hábil compositor de tramas de acción que en puridad describen la voracidad de los blancos por agenciarse la identidad cultural negra. También habla este filme del dilema del ser humano sobre los confusos terrenos que ocupan el bien y el mal, y si no son la misma cosa.
El éxito de Los pecadores pocos lo vieron llegar, quizá por la poca pegada comercial del blues y por la singular combinación de géneros que propone: musical, acción, terror, filme de época, vampiros. En Estados Unidos ya ha recaudado 187 millones de dólares (165 millones de euros) por los 86 (76 millones de euros) de Thunderbolts* (esta, eso sí, se estrenó dos semanas después). La diferencia también está en el presupuesto de cada una: 90 millones costó Los pecadores y 180 el filme de Marvel. En España los datos son más modestos, aunque el primer fin de semana de mayo Los pecadores ocupa una meritoria sexta posición después de tres semanas en las salas y tras recaudar 1,7 millones de euros.

El blues es un terreno proclive para que la leyenda fecunde y acabe tomando forma. Hablamos de los años treinta del siglo pasado, en un país, Estados Unidos, aún tambaleante después del crack de 1929 y con unos niveles de racismo insoportables. En ese contexto se desarrolló el blues del Delta del Misisipi, de carácter rural, el genuino, el que luego se electrificó en metrópolis como Chicago. Los músicos se marchaban durante meses a buscarse la vida, a prestar su guitarra y sus voces por comida y bebida. Algunos regresaban, otros no. Los más listos de los que sobrevivían se inventaban historias rodeadas de misterio e intervenciones del más allá, unos relatos truculentos que terminaron por tomarse como verídicos: cómo no va a ser creíble una leyenda que ha perdurado durante casi un siglo.
Los pecadores va arrojando a lo largo del relato la simbología musical de la época. En el centro de todas las de Robert Johnson (1911–1938), quizá el músico de blues más influyente de la historia. Ahí está su célebre pacto con el diablo, que se quedó con su alma a cambio de dotarlo de un extraordinario talento musical. Este entramado de misterio, religión, sexo y violencia es lo que trabaja con destreza el director del filme. Johnson, que murió a los 27 años, dejó solo 29 canciones. Una se titula Me and The Devil Blues (El blues del diablo y yo), donde canta: “Era temprano esta mañana cuando llamaste a mi puerta. / Y dije: ‘Hola Satanás, creo que es hora de irnos”. En la película, la guitarra de Sammie se la regalan los gemelos Smoke y Stack (interpretados por el mismo actor, Michael B. Jordan) “después de ganársela a las cartas a Charley Patton”. Cara de asombro del chico que recibe el instrumento, porque Patton (1891–1934) es otro de los titanes del blues: fue más popular que Johnson con ambos en vida, pero cayó en el olvido posteriormente. Además de un bluesman excelso, Patton era una pieza de cuidado: bebía desde por la mañana y a primera hora de la tarde ya se había metido en alguna pelea. Por las noches tocaba en garitos con su voz áspera y sus arañazos de guitarra, que han copiado, y así lo han confesado, estrella como Johnny Winter o Jack White. Bob Dylan le homenajeó en High Water (For Charley Patton).

Quizá el mejor secundario de Los pecadores sea Delroy Lindo en el personaje de Delta Slim, un armonicista borrachín que será crucial en la batalla final con los vampiros. Su personaje recuerda mucho a Little Walter (1930-1968), el mejor armonicista de la época dorada del blues. Walter grabó con Muddy Waters y en solitario, pero desperdició su talento en barriles de alcohol que derivaron en un carácter agresivo. Se ganó con merecimiento el apodo de El Chico Malo del Blues. Pero qué bien soplaba la armónica.
El rastro del blues se percibe en Los pecadores incluso cuando no suena la música. Un ejemplo: un personaje le pregunta a otro “¿cómo estás?”, y la respuesta es: “No merece la pena quejarse”. Mejor bailar y cantar. Buena parte de las dos horas y 17 minutos de la película transcurren en un almacén de madera reconvertido en un club nocturno. Es el espacio humeante donde se cruzan miradas lascivas, el lugar donde el blues cobra sentido, con su sentimiento tribal, sus ritmos sincopados y sus gruñidos. Luego, los chichos de piel pálida (Beatles, Who, Rolling Stones), lo transformaron en fenómeno fan con actuaciones ante miles de adolescentes. Hubo generosidad por parte de algunas lozanas nuevas estrellas pop, que acogieron a sus ídolos negros como teloneros. Cuando The Rolling Stones visitó en los sesenta sus adorados estudios Chess, en Chicago, reconocieron a su héroe, Muddy Waters, pintando, con brocha gorda, el techo, con la cara llena de cal. Una imagen que puede definir Los pecadores: los blancos apropiándose de los valores negros.

La ansiada libertad planea por todo el filme, una libertad cuestionada por una sociedad racista con los blancos al volante. Ese espacio de libertad es el que representa el garito, el único lugar donde los negros de la época sentían que podían comportarse como ellos quisieran. En el tramo final aparece Buddy Guy (88 años), el último grande vivo del blues eléctrico. Guy interpreta la versión adulta de Sammie, el hijo del predicador. (Ojo: que aquí vienen destripes) Sammie ha hecho carrera como músico y apura unos activos últimos años tocando en clubes. Allí, sentado en un bar, se le presenta su propio pacto con el diablo, pero esta vez es un vampiro: un mordisco y alcanzarás la inmortalidad. Será suavecito, lo prometo. Pero, al contrario que Robert Johnson, el personaje de Buddy Guy no firma el acuerdo. “Ya hemos vivido lo suficiente”, dice. Y los vampiros respetan al maestro del blues.
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