No hay gordos como los de antes en la tele
En la tele vigoréxica, supervitaminada y esmirriada de hoy, somos rarísimos y parecemos monstruos antiguos


La culpa es mía por haber escrito un libro titulado La España vacía, así que no me puedo quejar, pero sueño con un día en que me llamen de un programa de televisión y me graben en mi casa o en un entorno recogido, cómodo y calentito. Les ofrezco merienda y todo, les invito a cerveza y aceitunas, pero nunca quieren. Siempre me citan en páramos ventosos que los productores localizan los días previos para ilustrar bien ese vacío desértico. Me llevan al kilómetro un millón de la última carretera comarcal y me hacen pasear entre los terrones de campos en barbecho, con cuidado de no pisar una culebra o de meter el pie en un pozo.
Entiéndaseme: no me quejo; antes al contrario, estoy agradecido de que alguien se tome la molestia de grabar mis palabras porque cree que tienen algún interés. Tampoco me molesta el ridículo, pues lo he hecho tantas veces que ya es una costumbre. Lo que me perturba es que no reconozco al gordo ese que deambula por un baldío de secano y que habla como yo.
En un plató o en un escenario cerrado me veo con una gordura más pasable y disimulada, porque lo que añade kilos a una persona no es la cámara, sino el contexto: en un plano de cuerpo entero, sin referencias ni refugios ni sillas, necesito un gran angular para no salirme de la pantalla.
Antes no era raro ver gordos y gorditos en la tele, aunque ninguno con la gracia de Alfred Hitchcock, que encajaba en su silueta curva. En la tele vigoréxica, supervitaminada y esmirriada de hoy, somos rarísimos y parecemos monstruos antiguos. Sobre todo yo, que avanzo por el páramo como una amenaza para la civilización, tropezándome a cámara lenta con los baches, como un cuélebre o un sacamantecas.
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