La columna que no quería escribir sobre ‘Black Mirror’
He cometido el error de empezar a ver la nueva temporada y he descubierto al fin lo que tanto me irrita de la serie

No quería escribir sobre Black Mirror para no convertir mis columnas contra Black Mirror en una tradición como las columnas antitaurinas de San Isidro de Manuel Vicent, pero he cometido el error de empezar a ver la nueva temporada y he descubierto al fin lo que tanto me irrita de la serie.
Hasta ahora creía que lo terrible de Black Mirror era su moralismo tecnófobo, que hacía de su mensaje una simplonería del estilo: “Dejad quietas las pantallitas, que os van a sorber el seso”. Pero eso, con ser pesado, no es lo peor.
En sus historias percibo un aroma pulp muy agradable y cada vez más fuerte que recuerda a dos monumentos de la tele clásica: The Twilight Zone e Historias de la cripta, dos homenajes a la era de los tebeos y la literatura de terror de quiosco. Los capítulos de Black Mirror son cuentecillos de miedo más o menos explícito con la tecnología como monstruo, pero están narrados con tanta pretensión, tantísima autoconciencia y tanta falsa voluntad de estilo, que resultan engoladísimos. A mí me empachan como una tarta de merengue.
La brillantez de The Twilight Zone y de su primo bastardo, Historias de la cripta, consistía en que no solo se concebían como narraciones inspiradas en la estética de la pulp fiction, sino que eran ellas mismas pulp fictions. Estaban escritas para dar miedo y risa, por eso eran gamberras y se burlaban de cualquier solemnidad de una manera inteligentísima y refrescante. El guardián de la cripta enunciaba moralejas como “la mejor forma de llegar al corazón de un hombre es a través de su caja torácica”, después de un cuento donde una señora evisceraba a un señor.
Black Mirror viene a ser el reverso tenebroso de esa actitud, con la gracia del tipo que cuenta un chiste que ya te sabes y, encima, te lo explica.
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