El vicio de las revistas

Cada vez se viaja menos en esta profesión. Cuidado: se trata de una constatación, no de un lamento. Personalmente, echo de menos las oportunidades para la caza y captura de revistas por otros países. Reconozco ser adicto a las revistas. Así, en general. Hasta cierto punto, da lo mismo el tema o el idioma. Lo esencial es su promesa: un equipo de redactores, fotógrafos, dibujantes, maquetistas han colaborado para crear algo duradero. Se agradece la belleza formal; también importa su tacto y, ya puestos, su olor.

Rectifico: no es necesario un diseño capaz de ganar premios. Ugly Things luce fea, como anuncia su nombre, pero no me puedo resistir a sus inmersiones en la serie C del pop sesentero. Sí tengo prejuicios contra los formatos extravagantes, las muy grandes o las muy pequeñas. También dudo ante esos tochos donde la publicidad invisibiliza al contenido editorial. En general, prefiero las que cubren subculturas o enfoques que ni siquiera imaginaba que existían.
No crean es que un vicio fácil de satisfacer. En Londres, los newsagents amontonan su producto, hay que pedir ayuda y no se muestran particularmente cordiales. En Nueva York descubrí unos cuchitriles con las paredes tapizadas de títulos; el encargado debía usar un gancho para bajarte los colgados en lo alto; difícil hojear novedades con tranquilidad.

Nueva York también ofrecía, oh prodigio, una tienda especializada en libros y revistas musicales. See/Hear era un sótano en el East Village, con un encargado hirsuto fieramente comprometido con las publicaciones independientes, unos objetos llamados fanzines que, parece ser, fueron fagocitados por Internet.
Estoy siendo malvado: puede que su declive fuera anterior a la implantación de la Red. La impresionante Compendium Books también cerró en 2001. Situada en el barrio londinense de Camden, técnicamente era una librería generalista pero con un gran expositor de publicaciones musicales justo a la entrada. Un caótico cruce de caminos donde se solapaba la herencia de la contracultura con la política radical y la resonancia del punk rock. Espectáculo inolvidable fue encontrarse allí en 1988 con Nick Cave firmando su primer libro: ante él, una larga cola de enlutados góticos que soportaban malamente el picante sol de verano.
En general, lo más excitante solía ser explorar la oferta de revistas en París. Por razones variadas, Francia tiene el mercado más dinámico, ágil para detectar nichos no cubiertos, abierto a propuestas insólitas, tipo publicaciones semestrales o incluso anuales, sin olvidar los números extra. Y aprovecho para insertar aquí una protesta: las delegaciones españolas de FNAC bajaron a la categoría inferior de megastores cuando se eliminó su sección de revistas.
He reservado para el final el lugar que supone la perdición para los amantes de las revistas. La ruina económica y la garantía de tener problemas con la aerolínea. Está en el centro de Ámsterdam y se llama Athenaeum. Un nieuwscentrum donde -una variación sobre la dedicación de los comerciantes holandeses durante siglos- se esfuerzan por conseguir las revistas más hermosas e inteligentes del mundo entero.

Es el anexo a la librería del mismo nombre pero abre temprano. En cierta ocasión, tenía el avión de vuelta al mediodía y me presenté a primera hora. Todavía no había amanecido, hacía un frío del carajo y los nativos se amontonaban ante los televisores, instalados incluso en establecimientos bancarios: se celebraba la Elfstedentocht, carrera de patinaje sobre hielo entre ciudades de la provincia de Frisia. Una competición que solo puede realizarse cuando los canales están lo bastante congelados y de ahí la expectación (la última, acabo de comprobar, se desarrolló en 1997).
Resumiendo: tuve Athenaeum para mí solo. Uno de esos momentos en que me alegré de la profesión de entrevistador volante, con sus horarios apretados. La cosecha fue monumental, tanto como la bronca en el momento de facturar las maletas: no despiertas ninguna simpatía cuando explicas que, lamentablemente, las revistas pesan mucho, mucho.
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