Maestro Masur

Tanto se utiliza sin criterio el adjetivo “histórico”, tanto resulta hueco aplicárselo a quienes se lo merecen. Por ejemplo, el maestro Kurt Masur cuya muerte en Connecticut, muy lejos del municipio de Silesia donde nació hace 88 años (Brieg), demuestra la itinerancia de quien vivió la historia y sobrevivió a ella, como si el podio fuera el madero flotante al que se aferra un náufrago.
Sobrevivió Masur como soldado del ejército nazi y lo hizo como artista del pueblo en la RDA. Sobrevivió al accidente de coche en que murió su segunda esposa. Sobrevivió a las incertidumbres de la Alemania reunificada. Sobrevivió al trauma del 11-S en Nueva York. Y dirigió el “Requiem” de Brahms para exorcizar el atentado, convencido de que la música aportaba a la humanidad una oportunidad para redimirla.
Trató de demostrarlo con una carrera larga y trabajosa. Peldaño a peldaño, Kurt Masur recorrió el escalafón desde el teatro más pequeño hasta las orquestas más grandes. Un kapellmeister a la antigua usanza del que no tuvimos demasiadas noticias porque había echado raíces en Alemania oriental, sabiéndose un privilegiado, pero trabajando al mismo tiempo, despacio, despacio, en la caída del telón de acero.
De otro modo, no le hubieran llegado a proponer el puesto de presidente de su país sobre los escombros del muro berlinés. Se reconocía su papel de pacificador cuando las revueltas de Leipzig arriesgaron a convertirse en una matanza. Masur abrió las puertas de la Gewandhaus. Convirtió la sala en un espacio de reflexión, para escuchar y escucharse.
Tenía la autoridad moral para hacerlo. Tenía el poder de convicción. En los momentos de compromiso histórico. Y en otras situaciones tan “extremas” como una huelga de funcionarios en Francia. Los funcionarios de la Orquesta Filarmónica de la Radio, que se habían amotinado reivindicando nuevos derechos.
Masur les dijo: “Señores, esta noche voy a dirigir el concierto. Espero que ustedes me acompañen”. Y así lo hicieron, incapaces los músicos de organizar un desplante a un director de orquesta dotado de tanto talento y de tanta humanidad.
Era Masur un maestro sobrio. Una contrafigura del director exhibicionista y mercadotécnico. Un hombre serio que había aprendido a desarrollar un humor sarcástico e ingenioso, naturalmente por la sobreexposición al régimen comunista. Recuerdo haberlo entrevistado algunas veces. Y me impresionó su resistencia a la figura de Wagner. Con más razón considerando la vinculación común a Leipzig.
Porque fue director de la Filramónica de Nueva York. Y porque lo nombraron director de la Orquesta Nacional de Francia, aunque la experiencia neoyorquina se resintió de las distancias con que el viejo Masur recelaba de las obligaciones comerciales, de la vida social, del cortejo a los patrocinadores.
No era su mundo. Renunció a él anticipando su despedida de la orquesta americana e instalándose primero en Londres (Filarmónica) y luego París. Lo vi dirigir allí muchas veces y esconder los síntomas del Parkinson. Recuerdo la hondura con que dirigía el repertorio centroeuropeo. Y la sensibilidad con que bosquejaba en el impresionismo francés.
Ha muerto el viejo Masur en Connecticut a los 88 años. Y ha velado su cadáver su mujer japonesa, extremos todos ellos representativos de una vida sin fronteras en la que el maestro se desempeñó como un humanista llevando en su regazo las partituras de Beethoven.
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