Chino en la intimidad
El cuerpo le ha pedido una tregua y se ha vuelto más partidario que nunca del humor

Agotado el tema de la vida y el de la identidad y todas las formas de tomarse en serio el alarmante ascenso de las babas de la más insuperable burricie, después de ya varios largos años de aburrimiento trascendental, de largas meditaciones y cacofagia monumental, Juan Marsé habla chino en la intimidad.
El cuerpo le ha pedido una tregua y se ha vuelto más partidario que nunca del humor. Le veo con notable frecuencia en los últimos tiempos y puedo dar fe de que —todo un hallazgo de José María Cuenca, su biógrafo— el descubrimiento de sus ancestros chinos, concretamente malayos —antepasados en Sumatra, gente feliz sin lágrimas—, ha cambiado alguna de sus costumbres más autóctonas. No así, en cambio, sus convicciones, porque sigue pensando que en la vida no se cumplen los sueños, no se cumple ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. Y porque sigue sólo interesado en narraciones que construyan ficciones coherentes que trasmitan vida y realidad y cuya única verdad sea la que se cree el lector.
En los últimos meses he podido observarlo más de cerca que el resto de mi vida y sé que nada le subleva tanto como todas aquellas personas, sean del signo que sean, que se mueven alrededor de cualquier clase de poder político. Pero es que la cosa se agrava mucho si encima descubre en ellas la estulticia, la garrulería y la insidiosa majadería propia de nuestros dirigentes actuales.
Si sus detractores supieran lo que piensa de ellos, le odiarían mil veces más. Tiene una infinita elegancia moral que sospecho que no se percibe a primera vista. Pero créanme: visto de cerca, mejora mucho, se vuelve más extraño, gana en extranjería, infunde un potente miedo porque, con su memoria, es capaz de atravesar la frágil tela de nuestra realidad más próxima.
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