La maldición del cuadro bonito
Hay una circunstancia que puede afectar mortalmente a un cuadro y es que resulte bonito. Lo bonito es una especie de la que —como de la peste— debe huir el buen pintor. Lo bonito provoca un efecto tan popular que puede contagiar a casi todo el mundo. Lo bonito, lo bonito del norte y lo bonito del sur, apesta. Lo bonito no tiene nada que ver con la belleza ni tampoco con la originalidad. Mejor dicho: constituye la negación de la originalidad puesto que si triunfa es precisamente gracias a su condición de cosa ya vista. Ya está visto y al volverlo a ver se obtiene un plácida sensación en cuyo seno baila lo bonito.
Otra cosa muy diferente es la belleza. Mi querido amigo Eugenio Trías opuso, en su libro inolvidable, lo bello y lo siniestro. La otra cara majestuosa de la belleza es su faz siniestra. Tanto en un caso como en el otro alcanzan la categoría de lo sublime y enriquecen con ello al espectador. Lo enaltecen o lo hacen sucumbir en un abismo excepcional. De una u otra manera el sujeto se halla frente a un suceso que le trasciende y la procura inmortalidad. Lo bonito, sin embargo, es además de mortal, altamente degenerativo.
Todo cuadro que se sintetice en la exclamación de bonito abdica de todo interés superior. O mejor, esta calificación lo ratificaría en su enanismo. Lo bonito vale para referirse a casi todo lo que no es arte. Cuando traspasa esa frontera, el arte acaba a sus pies.
Mientras lo bello se opone a lo siniestro, en el fondo cruzan sus divinas manos. Por el contrario, cuando lo bonito se opone a lo feo, en el fondo se cruza la mediocridad. Ahora ya puede decirse que es incomparablemente más cool lo que se basa en cualquier registro de la fealdad. No hace falta reunir ejemplos de la música, la moda o el cine. Lo bonito es un subordinado satélite de lo feo pero se comporta, además, con la náusea de lo feo escarchado.
El impresionismo, por ejemplo, es ya, a estas alturas, bonito. Fue al principio insoportable y salvaje pero ahora es doméstico, muy comestible y dulzón. Las colas que convocan su exposiciones son regueros de gentes ávidas por saborear su confitería cultural de ahora. No hambrientos por sus orígenes sino por sus presentes de azúcar.
O dicho inversamente, lo más dulzón y pastelero es reductible al orden de lo bonito. Justamente, la melaza de la que se compone lo bonito empastela al cuadro que la posee. No hay cuadro bonito que visto varias veces no lleve por tanto a la angustia. De este modo, ARCO es una ocasión para realizar esta experiencia digestiva.
Este año, dentro de la organización de la feria, funciona una asesoría para coleccionistas novatos (fresh collectors) que se propone orientar a todos aquellos que no tienen gusto alguno ni vergüenza en reconocerlo. Gracias a esta consultoría, ciertos artistas llegan a realizar sus ventas, puesto que lo primeros consejos efectivos a los coleccionistas, según los mismos asesores, son aquellos que abundan en lo que de antemano les ha parecido más o menos “bonito” a la clientela.
Hay que huir de ellos como de la peste. O quizás no. Porque lo que se trata es de vender cuadros y cuantos más mejor porque ¿cómo podrían vivir de otro modo los artistas? Hay que vender los cuadros mejores, los cuadros peores, pero sobre todo los bonitos. Porque los bellos de verdad es probable que tarden años en cotizarse. Es decir, demandarse tanto como portentos de la belleza o como gigantes de la monstruosidad. Como creaciones de excelencia o como malditos.
¿Malditos? Lo maldito es justamente la tenia que debilita el intestino de lo bonito. Gracias a ella, el lienzo va perdiendo entidad, se demedia y se hace definitivamente ridículo. O, lo que es más exacto, se manifiesta cursi de una vez.
Porque ¿cómo no admitir que lo cursi y lo bonito se acuestan y copulan incestuosamente, estrechamente juntos para alumbrar gusanos de colores fluorescentes que llaman la atención de los coleccionistas bobos, los despistados y determinados turistas?
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