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Agua
Tribuna
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Tras el apagón: ¿podríamos vivir un corte masivo de agua?

Lo impensable podría no serlo si se atiende a señales recurrentes, como la sequía de 2024 en las cuencas internas de Cataluña y la situación de escasez estructural en muchas otras

Afectados por falta de agua potable en la localidad  de Pozoblanco, en la comarca de Los Pedroches, Córdoba.

El “cero energético” nos proporcionó una nueva justificación narrativa para emplear, quizás de modo alegre, el término distopía. En los últimos años lo hicimos para referirnos a la pandemia de SARS-CoV-2; la crisis alimentaria agravada por tensiones inflacionistas, la guerra de Ucrania o el cambio climático; la situación de las mujeres en Afganistán tras la nueva llegada al poder del régimen talibán; la catástrofe humanitaria en la franja de Gaza; o el ascenso de la autocracia y la fractura del orden internacional, entre otras.

Cada uno de esos episodios contiene elementos distópicos, pero por sí solos no siempre constituyen una distopía estructural: son, en muchos casos, síntomas de un síndrome, en el que diferentes crisis se superponen (una crisis lo es porque varias confluyen), minando nuestra agencia individual y colectiva.

Una vez entrenada la capacidad de adaptación ante lo distópico, como el lúcido y contradictorio Winston Smith de 1984 de Orwell, ¿qué pasaría si viviésemos un corte generalizado del suministro de agua potable y servicios de saneamiento durante doce horas o más en España? La creciente presión sobre los ecosistemas acuáticos, amplificada por el cambio climático, los incentivos que inducen al uso ineficiente de agua y la fragmentación de infraestructuras, convierten esta posibilidad en un riesgo a analizar.

En términos teóricos, algo así podría calificarse como “wild card”, un evento cuya probabilidad percibida es prácticamente nula y su horizonte temporal incierto, pero cuyo impacto potencial es devastador. Si bien el concepto de “cisne negro”, popularizado por Nassim Taleb en 2007 y banalizado con frecuencia, remite a lo absolutamente impredecible, aquello que desafía la lógica y que sólo puede reconocerse retrospectivamente, con el agua asistimos a una paradoja: lo impensable podría no serlo si se atiende a señales recurrentes, como la sequía declarada en febrero de 2024 en las cuencas internas de Cataluña y la situación de escasez estructural en muchas otras.

La gestión del ciclo urbano del agua parece robusta, la provisión de agua y saneamiento en asentamientos humanos está altamente tecnificada y, sin embargo, la experiencia reciente (apagón) parece sugerir que la fragilidad emerge incluso en los sistemas más avanzados. En 2024, España extrajo 36.750 hectómetros cúbicos (hm3) de agua: más de dos terceras partes por la agricultura. Mientras tanto, las ciudades españolas apenas consumieron unos 5.000 hm3, no todos ellos en usos domésticos, con alta dependencia de infraestructuras de red y sistemas de almacenamiento. ¿Qué ocurriría si, de modo súbito, en apenas cinco segundos, esa red colapsara?

Aunque conviene no forzar las analogías (Valéry decía que el peligro de éstas es que permiten pensar sin pensar), la provisión de servicios de agua comparte ciertas características con el suministro eléctrico. Ambas son industrias de red, con infraestructuras centralizadas, sistemas de distribución complejos y una dependencia casi absoluta por parte del usuario final. En un apagón, los efectos son inmediatos y perceptibles: transporte paralizado, semáforos y cajeros automáticos inactivos, hospitales funcionando con generadores, empresas cerradas. Un corte de agua añade una dimensión psicológica similar a la vivida en el apagón por los enfermos necesitados de concentradores de oxígeno: la sensación de desamparo ante la pérdida de un recurso vital e insustituible. A diferencia de la electricidad, el agua no tiene un sustituto funcional; no se puede generar instantáneamente ni almacenar a gran escala sin costes significativos y dificultades logísticas.

La interrupción del acceso al agua desfigura la percepción íntima de seguridad. Estos servicios públicos esenciales están garantizados con cobertura universal desde finales de los ochenta, con excepciones cuantitativamente menores en asentamientos informales con población vulnerable, algunos núcleos rurales dispersos con escasa población, personas sin hogar y cortes coyunturales vinculados a infraestructuras obsoletas o deterioradas. Ante la hipótesis de un corte generalizado y simultáneo, las necesidades más elementales (beber, asearse, cocinar), quedarían alteradas. La privación de agua generaría ansiedad, exacerbando un sentido de vulnerabilidad que llevaría a respuestas hiperbólicas, desde compras masivas de agua embotellada (a un precio hasta mil veces superior al agua de red en los lineales de supermercados incluso hoy, fuera de situaciones de emergencia en las que la demanda y la colusión dispararían los precios, como ya hemos visto con las radios analógicas hace no tanto), al acaparamiento del recurso.

La cohesión social también padecería. En barrios densamente poblados o en áreas vulnerables el impacto sería más severo. La desigualdad en el acceso a agua embotellada o almacenada, así como la posibilidad de obtener información fiable sobre la duración y el alcance del corte, podrían ahondar las brechas sociales. (Con frecuencia, como señalan los textos de Habermas, Bauman o Beck, la alarma social no está asociada a los hechos, sino a la debilidad de las explicaciones comprensibles y legítimas que permitan interpretar). Los centros urbanos, dependientes de infraestructuras centralizadas (como plantas de tratamiento), enfrentarían una disrupción no menor: por ejemplo, de otros servicios públicos (energéticos, hospitalarios…). Siendo esto importante, la gestión del saneamiento y el tratamiento de nuestras aguas residuales se convertiría en un desafío mayor, con riesgos para la salud pública y la calidad ambiental que podrían escalar rápidamente, transformando un corte temporal en un evento de consecuencias difícilmente predecibles.

Desde un punto de vista económico, las pérdidas serían cuantiosas. Sectores estratégicos como la industria alimentaria, la farmacéutica y la agricultura se verían gravemente afectados. En España, uno de los dos principales destinos turísticos del mundo, donde ese sector aporta el 13,1% del PIB, el cese del suministro comprometería la operatividad del sector. A nivel financiero, las aseguradoras tendrían que enfrentar reclamaciones masivas, lo que podría desencadenar un incremento en las primas de seguros o, en casos extremos, la quiebra de empresas poco preparadas para contingencias de este calibre.

Regresemos a la analogía imperfecta. La electricidad recorre una densa red interconectada que cubre el territorio nacional, con operadores mayoristas y un regulador estatal que supervisa la estabilidad del sistema; el agua opera bajo una lógica atomizada (más de 2.700 sistemas de operación en 8.132 municipios). No existe un operador del agua en alta, ni principios únicos de regulación que coordinen el flujo de agua en todo el país. Cada cuenca, cada sistema, se gestiona en algún sentido como un microcosmos por un organismo autónomo (confederación hidrográfica) y su vulnerabilidad relativa depende de factores tan dispares como la infraestructura local, la disponibilidad del recurso y la gestión del territorio.

En este punto, se impone una reflexión sobre la dialéctica entre la provisión centralizada o descentralizada, entre la integración y el principio de subsidiaridad. En la electricidad, la integración responde a la necesidad de sincronía, de garantizar un flujo constante e ininterrumpido de energía, compensando desequilibrios mediante complejas interconexiones. En el caso del agua, la descentralización no es solo una realidad estructural, sino una estrategia de resiliencia. Cada cuenca gestiona sus recursos, con la excepción parcial de los casi dieciséis trasvases activos, cuatro entre cuencas, mitigando el riesgo de que un fallo sistémico se convierta en colapso generalizado. Sin embargo, esa descentralización puede traducirse en acceso desigual al recurso, en diferencias en la calidad del servicio, en asimetrías inefables de precios o en una débil capacidad de respuesta ante emergencias.

¿Puede, entonces, producirse un corte generalizado en España? La respuesta es ambigua. Un fallo simultáneo en varias cuencas, o un colapso en los sistemas de transporte y distribución, podría conducir a un escenario cercano al corte generalizado. La probabilidad de un evento semejante es muy baja precisamente por la falta de interconexión. La descentralización, en este caso, actúa como cortafuegos, conteniendo los efectos en áreas específicas. Sin embargo, ese mismo aislamiento puede dificultar la gestión coordinada de emergencias, limitando la capacidad de reasignar recursos desde áreas no afectadas.

España cuenta con infraestructuras hídricas avanzadas, cobertura universal y lidera a nivel europeo en tecnologías de desalación y reutilización de aguas regeneradas. Sin embargo, todo ello coexiste con cierta vulnerabilidad: los sistemas de distribución y depuración en áreas rurales siguen siendo frágiles, y las grandes ciudades dependen en exceso de sistemas centralizados, vulnerables a fallos sistémicos o ataques cibernéticos.

La planificación ante un corte total de agua no debe limitarse a ejercicios hipotéticos. Debe contemplar la identificación de infraestructuras críticas y reservas estratégicas de agua, el desarrollo de mejores sistemas de alerta temprana y la sensibilización de la población para gestionar interrupciones. En última instancia, es esencial cambiar la percepción del agua: de recurso ilimitado a bien escaso y valioso, cuya gestión debe ser estratégica, equitativa y, sobre todo, preventiva, de modo que no gestionemos crisis, sino riesgos y oportunidades.

Como explicaba Kahneman, en su crítica al concepto de “cisne negro”, la verdadera cuestión no es si un evento es predecible, sino por qué elegimos ignorar señales que podrían anticiparlo. En el caso del agua, las advertencias son incesantes. La sorpresa, así, no radica en este evento improbable, sino en la ceguera colectiva ante lo que podría ocurrir. Convendría escapar de narrativas simplistas de culpa y negligencia: la responsabilidad y el conocimiento son refugios más fiables.

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