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El quiosquero de La Moneda: “Alessandri era formal y seco; Allende muy bueno para conversar; y Boric, paternal”

Julio Malvino lleva más de seis décadas vendiendo periódicos en la esquina de la casa de Gobierno

Don Julio en su quiosco familiar en la esquina de Morando con la Alameda, el 19 de diciembre.

La historia de Julio Malvino (Santiago, 72 años) está atravesada por la esquina de la calle Morandé con la Alameda, a unos pasos del palacio presidencial de La Moneda. Sus padres recibieron una patente precaria del quiosco en esa transitada artista por tener seis hijos y escasos recursos y Julio, a los ocho años, se puso a vender diarios en la calle, un oficio que en Chile se conoce como suplementero. Era una época donde las imprentas de los periódicos como El Mercurio, La Nación y La Tercera estaban ubicadas en distintos rincones del centro. Los chicos como Julio las recorrerían al alba para hacerse de los informativos y corretear lo más rápido posible hacia los puntos neurálgicos. Como la suela de los zapatos eran tan duras -a lo que había que sumarle el peso de 100 ejemplares al hombro-, los niños se los quitaban para adquirir mayor velocidad. Al verlos con las canillas al aire y los pies descalzos fueron apodados como los canillitas. Julio, que acudía al colegio por las tardes, siempre llegaba primero a ubicarse en el medio de la principal arteria de la ciudad, frente a la casa de Gobierno. Hoy continúa vendiendo diarios. Lo hace desde el quiosco heredado de sus padres, hace décadas con patente comercial, en una ubicación que le ha permitido ser testigo de la historia política chilena desde un ángulo diferente.

Julio vivió el primer episodio vinculado a ese quiosco cuando tenía tres meses. Su madre, Ilba Cabello, se hizo muy cercana una clienta especial, Margarita Ibañez, hija del presidente Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958). Tanto así, que al embarazarse, Margarita le dijo que sería la madrina. A mediados de 1953, Ilba no apareció en el quiosco por estar dando a luz y la hija del presidente consiguió su dirección para visitarla. Llegó con unos pañales a la habitación que alquilaba el matrimonio suplementero en una casa bastante precaria. La madre de Julio le cobró la palabra sobre el madrinaje y, cuando Margarita se casó en la capilla de La Moneda, hizo que bautizaran al pequeño. Meses después, la hija del mandatario llevó a mi amiga a la población Quinta Bella, en la actual comuna de Recoleta, en el norte de Santiago, y le entregó las llaves de una vivienda recién construida. “Este es mi regalo de compadrazgo”, le dijo. Ahí vivió Julio desde que era un bebé hasta los 18 años, junto a sus otros seis hermanos y hermanastros, en unas condiciones que superaban con creces a las de sus progenitores.

“He tenido el orgullo de atender personalmente a cuatro presidentes”, afirma Julio este miércoles navideño en su puesto de trabajo. Aclara que, independiente de las posturas políticas de cada uno, él se queda con lo humano. El primero de ellos fue Jorge Alessandri (1958-1964), el presidente que cortó con la tradición de vivir en La Moneda y permaneció en su piso del histórico edificio de la calle Phillips 16. El mandatario llegaba andando a la casa de Gobierno, sin escoltas, y siempre se detenía a comprar el extinto Diario Ilustrado. “Me saludaba alzando la mano derecha, era una persona demasiado formal. Era muy correcto, de pocas palabras, pero precisas. La simpatía llegaba hasta el saludo, después era muy, muy seco”, comenta. El mismo saludo de la mano le ofrecía el presidente Eduardo Frei Montalba (1964 y 1970) que se detenía en el quisco a comprar El Mercurio.

Luego, en 1970, Julio acordó con sus padres, ya mayores, que él se haría cargo del quiosco y les daría parte de las ganancias. Fue el mismo año que el socialista Salvador Allende llegó a La Moneda. El mandatario pasaba a comprar El Clarín y siempre le sacaba conversación a Julio. “Era bueno para la cháchara, preguntaba por la familia, el negocio, era demasiado accesible. Le gustaba tanto hablar que había casi que echarlo”, añade el suplementero entre risas. El 11 de septiembre de 1973, al igual que todos los días, Julio se levantó a las cuatro de la mañana y montó el quisco con los periódicos del día. Cuando empezó el golpe de Estado, ingresó al edificio del Banco de Estado, ubicado en la misma esquina que su puesto, y subió hasta el sexto piso. “Vi todo. El bombardeado, cuando sacaban a la gente con las manos en la nuca y los ponían en el suelo. Era joven, tenía curiosidad. Hoy día me iría para la casa”, plantea.

“Esos días no cerré el quiosco, nunca lo hago. Pero cuando vinieron las protestas de los 80, que fueron las peores, con muertos, tuve que hacerlo. También cerraba un par de horas en esos años cuando venían las viudas de los profesores, como Owana Madero (viuda de Manuel Guerrero, secuestrado por la dictadura el 28 de marzo de 1985 y aparecido degollado cinco días después)”, recuerda Julio. A Augusto Pinochet solo le vio dos veces la gorra cuando el dictador pasó por ahí para ir al Club de la Unión. “Iba tan acompañado de un séquito de seguridad, que eran como gorilas, que solo se le alcanzaba a asomar la gorra”, apunta.

Desde el retorno a la democracia, en 1990, Julio vendió bien. Ofrecía cada día 50 ejemplares de El Mercurio, 50 de La Tercera, 100 Ultimas Noticias. Ahora se hace solo de 10 de últimas noticias y dos de El Mercurio. “Internet, con los diarios regalados y las suscripciones, prácticamente nos mataron.Tenemos que reinventarnos con los confites, las bebidas y el café”, sostiene con la entereza que lo caracteriza. El último y cuarto presidente que atendió no fue a por periódicos, justamente. Hace un par de meses atrás, cerca de las nueve de la mañana, el mandatario Gabriel se bajó del coche en la esquina de Morandé con la Alameda junto a su pareja, la funcionaria del ministerio del Medio Ambiente, Claudia Carrasco. Compraron láminas de un álbum de fútbol para el primer hijo de Carrasco -la pareja tiene una pequeña, Violeta, seis meses-.

Estuvieron charlando y Boric impulsó al suplementero a escribir un libro de sus memorias. “Me llevé una muy buena impresión, es muy paternal”, señala. Además, remarca que cuando se tomaron una fotografía fue él presidente el que lo abrazó. “Lo típico es que uno abrace al famoso, pero él me puso el brazo a mí”, destaca. Por último, Julio se despidió diciéndole a los mandatarios que había atendido y que era un “orgullo” sumarlo a ese listado. “Perdóname”, interrumpió Boric, “después de haber atendido a todas esas personas, el orgullo es mío”.

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Sobre la firma

Antonia Laborde
Periodista en Chile desde 2022, antes estuvo cuatro años como corresponsal en la oficina de Washington. Ha trabajado en Telemundo (España), en el periódico económico Pulso (Chile) y en el medio online El Definido (Chile). Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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