Héctor Noguera, el actor que no se detuvo nunca
Su muerte deja un vacío profundo, pero también una lección: la del creador que no se acomoda, que hace del trabajo su forma de libertad, que entiende que el teatro se busca siempre

En la mañana de este martes 28 de octubre murió Héctor Noguera. Y cuesta pensarlo. Cuesta porque fue de esos actores que parecían destinados a no irse nunca, a estar siempre presentes: en escena, en la pantalla, en los pasillos de un teatro, en la memoria de quienes alguna vez hicimos teatro, y en la del público chileno que hace 10 años, con la entrega del Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales, lo reconoció como uno de los más grandes de nuestra historia.
Tito Noguera —así le decíamos todos— pertenece a esa estirpe escasa de artistas que combinan grandeza y curiosidad. No sólo por su talento inagotable, sino por su impulso permanente de avanzar, de moverse, de seguir buscando. Durante casi 70 años no dejó de actuar, dirigir o enseñar. Transitó con igual intensidad desde Hamlet (1979) o el Rey Lear (1992) en el teatro de nuestra Universidad a un monólogo autodirigido y con presentaciones por los pueblos de Chile como El Contrabajo (1999), sin perder la pasión ni la fuerza. Héctor Noguera no temía a lo sencillo ni se protegía en el prestigio. Su relación con el teatro era directa, corporal, sin ornamentos: hacía teatro con una entrega que rozaba lo animal, con una entrega que trascendía la técnica.
Ingresó a la Academia de Arte Dramático de la Pontificia Universidad Católica a fines de los años 50, cuando el teatro chileno recién comenzaba a encontrar su propio idioma. Y ya en 1960, con apenas 20 años, protagonizaba La pérgola de las flores, obra fundacional del repertorio nacional. Desde entonces no se detuvo: clásicos, autores contemporáneos, experimentación, televisión, cine, docencia.
No se limitó a caminos tradicionales, buscó la experimentación radical en The freak man (2003), recordada performance experimental dirigida por Vicente Ruiz. En el cine destacó no solo como actor, fue destacado su rol como productor en El Chacal de Nahueltoro (1969), filme de Miguel Littin y clásico del cine nacional, donde también encarnó al sacerdote Eloy Parra.
Era un actor que desbordaba los límites del estilo y de la geografía, llegando con igual entrega a los círculos académicos como a la mesa de chilenos y chilenas a través de las telenovelas. Su carismático rey gitano Melquíades Antich en Romané (2000), o el patriarca conservador Ángel Mercader en Machos (2003) son inolvidables.
Ni siquiera los crudos años de la dictadura lo frenaron: Tito siguió actuando y dirigiendo, denunciando y creando metáforas para decir lo indecible. Participó en obras emblemáticas de ese tiempo, como Primavera con una esquina rota (1984), en el Teatro Ictus, donde el arte se convirtió en refugio, lucha y memoria. Los teatros chilenos aprendieron entonces a burlar la censura, y él, como pocos, lo hizo con una elegancia y una fuerza que volvieron política la escena sin recurrir a consignas.
Fue también un maestro decisivo. En la Universidad Católica formó a generaciones de actores y actrices. En el aula, enseñaba sin imponerse, dejando siempre espacio a la experimentación, pero era implacable frente a la falta de rigor. Para él, el teatro no admitía tibiezas: había que comprometerse. Y todo lo hacía con ese humor de los sabios, mezcla de ironía, ternura y distancia justa.
Fui su alumno en los 80. Recuerdo una noche de ensayo que se alargó tanto que nos quedamos encerrados en el campus. Llamamos a Bomberos para que nos rescataran; luego llegó Carabineros, con armas, convencidos de que era una trampa de terroristas. Y Tito, en medio de todo, reía. Reía sin parar, contagiándonos esa calma de quien ha hecho del teatro su modo de estar en el mundo. Mientras nosotros buscábamos una salida, él ya imaginaba cómo contaría la anécdota al día siguiente.
Así vivía: con humor, sin solemnidad, con la fe intacta en el oficio.
Héctor Noguera fue una figura esencial de la cultura chilena y hasta sus últimos años mantuvo una energía sorprendente. No tenía miedo al cambio, porque entendía que el teatro vive de la transformación. Participó en festivales, rodó películas y nunca dejó de dialogar con las nuevas generaciones y lenguajes.
También fue siempre independiente y lleno de ideas propias, por eso fundó en el año 2000 su propio espacio en las faldas de la cordillera de la Región Metropolitana, en la comuna de Peñalolén, el Teatro Camino, lugar en el que demostró que el teatro no sólo sirve para actuar, sino también para unir comunidades, abrir territorios y construir vínculos.
Su muerte deja un vacío profundo, pero también una lección: la del creador que no se acomoda, que hace del trabajo su forma de libertad, que entiende que el teatro se busca siempre.
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