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LIBROS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un desquicio poco maternal

Como siempre en Ariana Harwicz, el amor es un motivo de tensión contenida, de violencia; una realidad que causa estragos y nos arroja, indefensos, a las más crueles fatalidades

Ariana Harwicz

Una madre se encuentra con sus dos hijos en la sala de un tribunal de familia. Una mesa sobria, sin adornos, rodeada por tres sillas. Más allá de la reunión, sobre la que pesan las denuncias de violencia esgrimidas contra la progenitora, observan la escena una celadora, encargada de que nada se salga de lo presupuestado, y el padre de los niños. Este fuma y mira su teléfono durante los noventa minutos en que la mujer puede encontrarse, una vez al mes, con sus mellizos, en una experiencia radicalmente distinta para cada uno: “Él tiene una hora y media para relajarse, yo una hora y media para ser madre”. Fuera del tribunal, los hijos viven en las cercanías del río Loira con su padre y sus abuelos, quienes intentan cultivar para los niños una rutina apacible y poco disruptiva, lejos de la madre. Por el contrario, la mujer pasa con rapidez de su afán por calzar con las apariencias —lo que le permitiría recuperar a sus hijos— a unos arranques de locura que la hacen tomar una seguidilla de malas decisiones con las que arriesga perderlo todo.

Ese proceso de desquiciamiento está retratado crudamente en Perder el juicio, la quinta novela de Ariana Harwicz, quien ha sido nominada al prestigioso Man Booker (con la traducción de su primer libro, Mátate, amor, al inglés) e incluida dentro del boom de escritoras latinoamericanas contemporáneas junto con Mariana Enríquez, Fernanda Trías, Mónica Ojeda, Samantha Schweblin o Fernanda Melchor, entre otras. En este volumen, la escritora argentina radicada en Francia vuelve sobre algunos de sus temas habituales: los costos de la maternidad, las dificultades del amor, las tensiones del deseo o la violencia que subyace a las relaciones sentimentales. Sin embargo, radicaliza su propuesta al reconstruir la historia de un exmatrimonio enfrentado por la custodia de sus hijos, en el que la mujer secuestra a los mellizos y toma rumbo fuera de Francia, en un movimiento desesperado por recuperar aquello que su esposo y suegros —y el sistema judicial de aquel país extranjero en el que vive— le han arrebatado.

Los mundos culturales de los protagonistas son radicalmente distintos. Armand es francés, hijo de una familia de provincias repleta de rasgos maníacos que se aparecen poco a poco al lector; Lisa es argentina, de ascendencia judía y está sola en su patria adoptiva. Esos orígenes tan disímiles determinan el modo en que ella cree estar transmitiéndoles un mundo a sus propios hijos: “La lengua francesa la lengua del orden, el español el chasco”. Ambos habían conformado un matrimonio atravesado por un deseo enfermizo, en una relación amenazada por la violencia y auscultada desde demasiado cerca por los padres de él, personajes vigilantes y que esperan con ansias una descendencia que se demora en llegar, y que al hacerlo desencadena los enfrentamientos entre Lisa y su suegra. Porque si al comienzo de la novela —estructurada in media res, con el matrimonio ya deshecho y Lisa sin los menores bajo su cuidado— pareciera que solo la narradora se angustia y desespera al no poder estar con sus hijos, poco a poco nos encontramos con que la familia de Armand no se queda atrás en lo que respecta a los trastornos mentales. El padre actúa de manera errática e incoherente, y la madre, además de intrusear e incomodar a su nuera, deambula con una posesividad que permite comprender la explosión de violencia con que sucede el resto de la novela.

La portada de ‘Perder el juicio’, publicado por la editorial Anagrama.

El título de la obra juega con la doble acepción de “perder el juicio”: por un lado, nos confronta a la situación de una madre que, por desesperación, ha cruzado los límites de la cordura. A pesar de los consejos de su abogada (“Manténgase en el medio, vístase y compórtese de manera templada”, le recomienda) y de las peticiones del tribunal de familia de que no siga atosigándolos para pedir más información, Lisa no contribuye a elaborar una imagen de sí equilibrada o razonable. Bebe más de la cuenta, se viste de manera provocadora e incumple las restricciones de no acercarse a sus hijos fuera de las instancias permitidas, siguiéndolos a poca distancia al colegio a donde asisten o a la casa de sus abuelos. Pero, además de la locura, el título también juega con el otro significado: ella ha perdido el cuidado de sus hijos en tribunales, y allí se quiebra, para ella, el precario equilibrio cuya ausencia la lleva a la desesperación, al secuestro y a la huida hacia su país natal, fuera de cualquier disposición institucional de la justicia.

Como siempre en Harwicz, el amor es un motivo de tensión contenida, de violencia; una realidad que causa estragos y nos arroja, indefensos, a las más crueles fatalidades. Es, además, fuente de incomprensiones que se arrastran y que la narradora busca derribar: “Todo lo que se dice del amor está mal. Todo lo que entienden o dicen entender, mal”. Y así como Lisa se relaciona con Arnaud desde una tensión violenta y ambivalente, pues nunca se desembaraza de la pasión, el amor es para ella una necesidad de afirmarse en medio de su constante sensación de vulnerabilidad: “Lo magnético del amor [es] el momento de tener a alguien a merced como en un bloque operatorio marcadas las zonas con rojo, los genitales al descubierto, el cuerpo enteramente aprovechables para una cisura, un injerto, una ablación. Chicos, les digo, y doy vuelta la cabeza, hijos, ahora estamos solos, no tienen miedo, ¿verdad?”. Si alguna vez hubo entrega, pasión o encuentro, a fin de cuentas el amor termina sumido en una radical incapacidad de la comunicación que alguna vez pudo existir. Como dice la protagonista en otro momento: “toda forma de amor es una violación porque nunca sabemos nada de lo que finalmente quiere el otro. (...) Nada es demostrable, es el problema de todo, el deseo, la falta de deseo, no se puede demostrar”.

Con Perder el juicio, Ariana Harwicz confirma su capacidad para incomodar, para provocar, para construir ficciones en las que el amor está lejos de cualquier realización personal, los vínculos familiares contribuyen más que nada a la opresión o las expectativas sociales nos impiden encontrar momentos de sosiego o convergencias con los quienes nos rodean. Con todo, su crudeza no cae ni en el maniqueísmo ni en la inverosimilitud, sino que está puesta al servicio de una trama en que la radicalidad del dolor y la violencia nos muestran que los elementos más cotidianos de una vida pueden ser, también, los más hostiles.

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