La llama inextinguible
Los redivivos Burning destacan sobre sus compañeros en la reedición del Rocktiembre de 1978

Nadie como los rockeros de vieja escuela para guardar rigurosa disciplina con los atuendos, eso que sus retoños, mucho más cosmopolitas, seguramente denominen dress code. Más de 11.000 almas desempolvaron este sábado sus mejores galas, desde las chupas raídas a las tachuelas, los pañuelos pirata o los zapatos de chúpame la punta (así era la lírica urbana hace cuatro décadas, querido lector joven), para revivir en Las Ventas aquel Rocktiembre de 1978. La tarde-noche fue una epopeya de melenas entrecanas por gentileza de Coz, Topo, Ñu, Asfalto, Barón Rojo y Burning, bandas quintaesenciales del rock urbano patrio y memoria viva de una época que hoy parece remota. Aunque quizá no lo sea tanto, si se atiende al mensaje de andanadas como Peligrosidad social (Topo) y lo aplicamos a algún bandarra contemporáneo. Incluso con despacho oficial.
Rocktiembre no parece un juego de palabras muy elaborado. Tampoco Nos va la marcha, la película y disco que inmortalizaron el encuentro de hace 38 septiembres, figura entre los títulos que derrochan ingenio, pero esa misma tosquedad define bien el espíritu que se respiraba en los tendidos. Aquella generación apeló a una rebeldía que ahora se antoja cándida, igual que las soflamas del incombustible Mariskal Romero contra “esos impresentables que nos gobiernan” tampoco se caracterizan por el trazo fino. Pero parte de aquella ilusión desperezada del 78 se esfumó por el camino. Hoy quedan los himnos (Coz se guardaron Las chicas son guerreras como penúltima bala) y algún logro melómano: los guiños al blues y el rollo progresivo de Topo, sobre todo. O ese punto trovadoresco de Ñu, siempre cercano, flauta travesera mediante, al perfil más duro de Jethro Tull.
Los inmaculados Asfalto, todos de blanco, preservaron el arrebato sinfónico y la melodía (Capitán Trueno aguanta los trienios sin inmutarse). Con Barón Rojo siempre apetece apelar a lo de los tiempos pasados, pero Burning, en contraste, encarnan una supervivencia casi gatuna. Es una suerte contar con ellos, en esta segunda o tercera juventud, después de haberlos dado por desaparecidos en sucesivas ocasiones.
Con una docena de efectivos sobre las tablas, Mueve tus caderas sonó, superada ya la medianoche, como un revulsivo salvador. El fresquíbiri descaradamente otoñal invitaba a la añoranza, pero sería injusto ponernos nostálgicos. Una buena canción a tiempo, aunque no pueda cambiar el mundo, nos arreglará al menos el día. La llama del rock es inextinguible: a la vista está que nunca faltarán longevos porteadores que la enarbolen.
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