¿Y si Junqueras aprende la lección?
Sabrá aprender Junqueras que el 27-S fue una derrota y que la mayoría de catalanes no tejerán una mayoría contra España

La caída al averno de Artur Mas es más que un desplome individual. De repente envejece y ya no marca tendencia una ingente cohorte de espabilados salvapatrias.
De ellos, Carme Forcadell, la flamante presidenta del Parlament —al que degradó con sus tontas ilegalidades— es epítome. Ella y otros políticamente asténicos quizá busquen amparo a su rutilante pero efímera carrera en otros meandros. Quizá los de Esquerra, porque tras los sucesivos suicidios de Artur Mas, de Convergència apenas queda una, aún solvente, red comarcal de gente respetable: más que Mas.
Y es que tras la evanescencia de este, se derrumbará el aparato que solo se aguantaba en función del presunto líder, o se convertirá en residual comparsa de sí mismo. Tras el funeral del partido pujolista, en el que ya no cree ni su acendrado propagandista Quico Homs, el testigo del nacionalismo pasa con suavidad, como hecho normal y automático, casi vegetativo, a la Esquerra Republicana de Oriol Junqueras.
Junqueras ha exhibido hasta hoy un alicorto discurso monocorde, monotemático y unidimensional: el independentismo de abecedario de guardería. A saber: todo va mal porque dependemos de España, todo irá bien cuando seamos independientes. Pero era una retórica defensiva, destinada a evitar que el Astut le robara el monopolio de la radicalidad, al compás de cómo le hurtaba la cartera a cada distinto episodio del fracasado prusés.
Junqueras deberá demostrar ahora que la astucia táctica de Mas era una nadería en comparación con su propia inteligencia estratégica. Pero si la conserva —y solía tenerla— aprenderá a leer en el fiasco de su defenestrado socio, ese que fue prometedor gran yerno de todas las tietes catalanas, y un fracaso siempre anunciado.
Sabrá aprender Junqueras que el 27-S fue una derrota, que el 20-D no fue una victoria, y que la mayoría de catalanes quiere votar, y muchas veces, pero que no tejerán una mayoría contra esa España que forma parte de su extraña, superpuesta, múltiple y sorprendente identidad.
Si Junqueras opta a un liderazgo serio (y parece que sí, pues lo ha anunciado en sordina a banqueros y embajadores), deberá desterrar sus propios demonios. O sea, las tentaciones radicales que le son atávicas, que amamantan su prestigio y que convierten en efímero a todo dirigente catalán que se complace en ellas. Deberá ser realista, pragmático y pactista. Y volverse flamenco o escocés o quebequense: independentista de sueños y federalista de hechos.
Tiene equipaje intelectual para abordar esa transformación. A diferencia del Astut, lee algo más que dictámenes. Tiene amigos de fuera. Y le encanta la historia, como especialista en el sistema monetario catalán de los siglos XVI-XVII.
Junqueras es el último asidero para un nuevo nacionalismo que sepa renunciar a la práctica del secesionismo —solo puede hacerlo quien cree en él— y abraza de verdad el pactismo. Tendrá una ocasión de oro. Pero si no la agarra al vuelo, la historia también le arrumbará. En pocos meses.
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