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Laura Ramos: “África de las Heras nos daba la merienda en el mismo lugar en el que envenenó a su marido”

La escritora argentina narra en ‘Mi niñera de la KGB’ las múltiples identidades de la española que dirigió la red regional de espionaje desde Montevideo, donde cuidó a la autora y a otros niños

Mar Centenera

La escritora y periodista argentina Laura Ramos tenía ocho años cuando, en las tardes de 1964, la espía África de las Heras la esperaba en la puerta de la escuela Francia, en Montevideo. Ni ella ni su hermano Víctor conocían la verdadera identidad de esta española que fue una de las más valiosas agentes soviéticas del siglo XX. Tampoco sabían que su nombre en clave en la KGB era Patria. Ni que años antes, en México, se había infiltrado en el círculo de León Trotski como María de la Sierra. Para ellos era María Luisa, la mujer que los llevaba a su casa, a dos calles del colegio, y los cuidaba hasta que su madre pasaba a buscarlos, y a la que de vez en cuando le encargaban la confección de alguna prenda.

Cuando en 2018 su hermano le preguntó si se acordaba de María Luisa, Ramos le contestó: ¡La modista! En la memoria se le apareció “una persona de pelo entrecano, muy sobria, completamente anodina, con faldas largas que carga un paquete de masitas de la confitería Oro del Rhin”. Una mujer, continúa, “de trato muy agradable, de igual a igual, pero no cálida ni cariñosa con nosotros”.

Al enterarse que no era modista ni niñera, que esa identidad era la máscara detrás de la que se ocultó durante dos décadas para dirigir la red de espionaje de la KGB en Sudamérica, la imagen que tenía de ella se hizo añicos. Los recuerdos comenzaron a mezclarse con lo que descubrió a lo largo de cinco años de investigación hasta transformar su imagen en la de la agente implacable que abre el libro Mi niñera de la KGB (Lumen): “Llegaré a descubrir que nuestra niñera envenenó a su marido, un espía italiano”, “una grabación espeluznante me desvelará un segundo crimen: su participación en el asesinato de Trotsky”.

Laura Ramos (Buenos Aires, 69 años) recibe a EL PAÍS en su casa de Buenos Aires. Su perra Ramoncita, aún cachorra, corretea alrededor mientras la charla se adentra en los secretos de una mujer que participó en operaciones de espionaje a ambos lados del Atlántico. Nació en Ceuta en 1909 y murió en Moscú en 1988, con seis vidas distintas en medio. Fue obrera textil en Madrid, miliciana en la Barcelona republicana, secretaria en México, radiotelegrafista en Ucrania, modista en París y niñera en Uruguay.

De las Heras engañó a todos los que la conocieron. Entre ellos a la madre de Ramos, la feminista argentina Faby Carvallo —conocida como La Maga— y al círculo de intelectuales uruguayos del que se rodeó en Montevideo.

“Los uruguayos que la trataron se enorgullecieron porque ella es una heroína internacional, que salvó decenas de vidas de españoles que estaban huyendo de la guerra rumbo a Francia al ayudarlos a cruzar la frontera y que se tiró en paracaídas en territorio ocupado por las tropas nazis en Ucrania para informar desde allí, pero también se sintieron unos estúpidos. Porque en Montevideo la trataron con condescencia, no como una igual, y ella tuvo que cabalgar sobre esos prejuicios para que la aceptaran. Prejuicios no sólo por ser española, sino por ser mayor, por no tener hijos…”

Casada con Felisberto Hernández

Les costó aceptar también que todos ellos no habían sido más que una coartada. Una que se extendió a muchas otras personas y que para su etapa uruguaya comenzó con la seducción del músico y escritor Felisberto Hernández en París. Simuló ser modista y con esa profesión llegó a Montevideo. Se casaron en 1948 y fueron infelices dos años.

Hernández, ferviente anticomunista, nunca descubrió que su mujer transmitía mensajes en clave a Moscú ni que era la jefa de su red de espionaje en Sudamérica, aunque bien podría haber sido uno de los personajes creados por su exuberante imaginación. “Al anochecer oí los pasos de María, el gong para hacer marchar el agua y el ruido de los motores. Pero ya estaba aburrido y no quería asombrarme de nada”, escribió el novelista en su cuento La casa inundada.

Tras la pista atómica

De las Heras se instaló en Uruguay “porque en ese momento Stalin lo que quería eran datos sobre la bomba atómica”, cuenta la entrevistada. “Para ir a Estados Unidos necesitaba hacer un pie en algún lugar y Montevideo era perfecto porque era conocido como la Suiza de América, un país tranquilo, con estabilidad política y muy amigable. Por otro lado, tenía representación rusa, lo que le permitía tener espías legales y facilitaba montar todo el sistema ilegal. Decidieron que era la mejor opción para tener un centro de radio telegrafistas que se pudieran comunicar con Moscú. Ella era la jefa de Latinoamérica. Su misión era preparar los documentos y toda la cobertura de los espías soviéticos que iban a ir a Estados Unidos”.

Cuando había obtenido lo que necesitaba de Hernández, regularizar su situación legal y tejer una red de amistades, lo abandonó. Volvió a casarse, esta vez con el italiano Valentino Marchetti, otro espía soviético que en realidad se llamaba Giovanni Antonio Bertoni. Ramos sospecha que la muerte sorpresiva de Bertoni en 1964 no fue natural, sino un asesinato perpetrado por su esposa: “Pasó en algún momento del año en el que nos buscaba en la escuela. Nos daba la merienda en el mismo lugar en el que envenenó a su marido”.

La bala que era para el Che

No es el único asesinato que le atribuye en el libro. Cree que el asesino de Trotski, Ramón Mercader, y ella fueron amantes y que pudo infiltrarse en el círculo del exiliado para copiar los planos de la casa en la que vivía en México y facilitar la operación que puso fin a su vida. Ve probable también que planificase el asesinato del historiador Arbelio Rodríguez, tal y como lo acusa su viuda, Esther Dosil.

Para los uruguayos, Rodríguez es un héroe que recibió una bala que no era para él. Esa bala iba dirigida al Che Guevara cuando salía de la Universidad de la República de Montevideo. La versión de Dosil, dada por cierta por Ramos, dice que el objetivo real era Ramírez, posiblemente porque se había negado a colaborar con la KGB. “El mismo médico que hizo la autopsia de Arbelio Ramírez es el que hizo el certificado de defunción de Valentino”, dice Ramos sobre la última evidencia conseguida que refuerza sus sospechas.

Los hijos de Ramírez y Dosil hablaron con la escritora, cada uno por separado: “Son como Caín y Abel, se odian, no se hablan desde hace años. ¿Y todo por qué? Por María Luisa. María Luisa está en el centro del drama de esta familia”.

Una investigación exhaustiva

Como en libros anteriores, la autora realizó una investigación rigurosa. Viajó a Ceuta, el lugar de nacimiento de África de las Heras, en 1909, y en el que aún reside la familia conservadora con la que rompió lazos; a España, donde fue obrera textil y miliciana republicana y desapareció sin dejar rastro en 1937 para comenzar a vivir bajo otra identidad; al Archivo Mitrojin, en Cambridge, en el que encontró el nombre de su niñera entre las operaciones de inteligencia de la KGB; y también a Montevideo, donde la búsqueda de información se mezcló con los recuerdos de una infancia que no quería revisitar: “Me resistí mucho. No quería volver al mundo de mis padres, a sus ideologías, a sus amantes, a su revolución”.

Hija del influyente político y escritor Jorge Abelardo Ramos y de Carvallo, ambos trotskistas, Ramos se crió entre intelectuales e intentó escapar del ideal que soñaban para ella, el de “una muchacha moderna del estilo de esas muñecas lesbianas, de pelo cortado a la garçon y jardineros a cuadros”. Frente al “vivir peligrosamente” que era el leitmotiv de su madre — “boina, pitillo de tabaco negro, pantalones cigarette de cintura alta, camisa abierta anudada bajo el pecho, casi podía escucharse la música de jazz”— ella leía a escondidas la saga moralizante de Mujercitas.

Esas lecturas juveniles la iniciaron en un idilio con el siglo XIX que creció con la escritura de algunos de sus libros, como Las señoritas (Lumen, 2021) e Infernales. La hermandad Brönte (Taurus, 2018). El salón de su casa, decorado con un dibujo de Norah Borges y una ventana que se abre a un apacible jardín comunitario, parece también suspendido en el tiempo.

Ramos niega que Mi niñera de la KGB la haya reconciliado con su infancia: “En vez de reconciliarme hice una modificación forzada, completamente artificial, de romantizar ese pasado. Convertí a nuestra infancia de los años sesenta en algo mágico. Era realmente una comunidad utópica donde vivíamos. Te prestaban esto, lo otro, te cuidaban a los chicos, te cocinaban, una Navidad la pasabas en una casa, otra en otra, entre todos limpiábamos el edificio. Le puse un poco de espíritu Jane Austen a estos estos proto guerrilleros, a estos izquierdistas uruguayos de los sesenta”.

Al bucear por su pasado a través del testimonio de otros, la autora descubrió también una imagen distinta de su madre, ya fallecida, a la que dedica el libro. “De golpe cobró una dimensión más histórica, porque ella fue militante feminista en Buenos Aires en los años setenta, pero antes, ya desde muy joven, adoptó esos modos e ideas. Y había algo que no es solo feminismo, sino era su manera de vivir, tan propia, tan extravagante vista desde afuera, pero que hacía que ella fuera una especie de poesía encarnada cuando nos llevaba a la playa a ver las tormentas. Yo lo padecía porque me daba frío y odio el mar, sí, sigo odiando el mar y soy muy friolenta, pero aún así creo que esa poesía y esa luz con la que ella me bañó hizo que yo fuera lo que soy, ¿no? Una escritora y que pudiera escribir todo esto y disfrutarlo”.

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Sobre la firma

Mar Centenera
Es corresponsal de EL PAÍS en Buenos Aires. Antes trabajó en la sección Internacional de Público, fue enviada especial en Afganistán y Filipinas, y corresponsal de la Agencia Efe en Yakarta y Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB).
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