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Las vidas que revolvió ‘Melissa’ en Cuba

El huracán profundiza la precariedad del oriente de la isla. A 15 días del paso del huracán, quienes lo han perdido todo están desorientados por cómo volver a poner en marcha su vida en medio de las crisis que los asolan

Huele a muerto en Cauto el Paso. El hedor que desprenden los restos de caballos, chivos, vacas y cerdos pulula hace dos semanas por este poblado de la provincia de Granma, próximo al Río Cauto, el más caudaloso de Cuba, que —lejos de hacer honor a su nombre— se desbordó durante la madrugada del 31 de octubre, tras el paso del potente huracán Melissa. Aparecen por el camino cada cierta distancia, revueltos entre el fango espeso que dejaron las inundaciones que mantuvieron la zona anegada durante varios días y son la viva imagen de la indefensión de los habitantes de este territorio del oriente de la isla, tan dependientes de sus animales, a donde el ciclón vino para arrebatarles casi todo y a trastocar, aún más, sus ya precarizadas vidas.

Alrededor de la 1:00 de la mañana del último día de octubre, cuando el huracán ya había dejado la isla, para seguir avanzando por el Caribe, algunos vecinos de Cauto el Paso notaron que el agua estaba tomando niveles que no habían visto en los últimos 50 años. Se avisaron los unos a los otros, y comenzó la carrera contra el reloj para resguardar sus bienes, subiéndolos a las partes superiores de las casas e incluso a los techos. Todos esperaban que el huracán provocara daños a sus viviendas, que volaran algunos techos, pero nadie les advirtió de la posibilidad de inundaciones. Sin margen para otra cosa, los residentes de los municipios de Río Cauto y Cauto Cristo, trataron de salvar sus propias vidas y se resguardaron, en espera de ser evacuados por la defensa civil cubana.

Según la misión de Naciones Unidas en Cuba, Melissa dejó más de 3,5 millones de damnificados, 90.000 viviendas afectadas, o destruidas, y alrededor de 100.000 hectáreas de cultivos dañados. Al contrario de otras islas del Caribe, como Haití y Jamaica, donde el huracán se cobró decenas de vidas, las autoridades cubanas —que, acostumbradas a lidiar con este tipo de fenómenos cada temporada de huracanes y que habían evacuado a casi un millón de habitantes del oriente de la isla— no han reportado víctimas. Pero, cuando todo parecía lo suficientemente revuelto en la vida de los cubanos, entre la inflación galopante, el alto coste de la vida, la propagación de enfermedades transmitidas por mosquitos, la insalubridad, y los constantes apagones, llegó el ciclón para revolverlo todo un poco más.

A 15 días del paso de la tormenta, las familias que lo han perdido todo se enfrentan a la reconstrucción con la losa de la escasez de alimentos, combustibles y medicinas que ya estaba presente en la isla, desorientados por cómo volver a poner en marcha su vida en estas circunstancias. La ONU ha asegurado que las autoridades cubanas están “abrumadas” frente a la devastación provocada por Melissa.

En Cauto el Paso, con las aguas de regreso a su cauce, las familias han ido regresando a sus casas, casi todas en pie, pero anegadas de un fango tupido y todavía húmedo, dos semanas después del aluvión. Allí solo es posible llegar en tractor, uno de los pocos vehículos que puede transitar la ruta hacia el poblado sin quedar varado entre tanto barro que dejaron las aguas, que dejaron incomunicada la comunidad.

Ayuda que no soluciona la vida de los damnificados

Las calles son un tenderete de equipos eléctricos desarmados y colchones asoleándose. “Todavía no sé si funciona todo eso que tengo al sol y tengo cosas adentro que ya no sacaré. ¿Para qué tanto sol? Si sirven, qué sirvan y, si no, ya se verá”, dice en el portal de su vivienda de madera y techo de zinc Elisa Batista, la bibliotecaria de la escuela de Cauto el Paso, de 28 años. Batista, quien vive con su hija pequeña, desarmó la base de su cama y puso el relleno al sol, junto a los libros infantiles de la niña y el televisor. Así llevan cinco días. Como ella, todos en la comunidad esperaban las afectaciones típicas de los vientos y las lluvias ciclónicas, así que bajaron todo lo que estaba en alto por temor a perder sus techos. “No nos dijeron nada sobre inundaciones, sino uno hubiera subido las cosas para lugares altos”, reprocha la joven.

El escenario que ha dejado este desastre en poblaciones como Cauto el Paso es crítico, donde las condiciones de pobreza preexistentes se ven ahora agudizadas por la carencia de recursos básicos. La ayuda externa ha empezado a llegar y diversos países, organismos multilaterales y agencias de Naciones Unidas han canalizado recursos materiales, fondos y asistencia técnica hacia las zonas más golpeadas por el huracán. Fernando Hiraldo del Castillo, representante residente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Cuba, le cuenta a EL PAÍS que su equipo trabaja en las zonas afectadas llevando insumos como lonas, láminas metálicas de techo, kits de herramientas, motosierras y generadores de energía “para que las personas puedan recomponer las condiciones básicas de sus hogares tras el paso de la tormenta, así como la movilización de fondos para acciones posteriores de recuperación”.

Una de las iniciativas que recientemente llevó recursos -alimentos, ropa, electrodomésticos, lámparas recargables- a zonas afectadas por las inundaciones fue la caravana Río Cauto en nuestras manos, con la colaboración de personas de la sociedad civil, donantes desde el exterior y empresas privadas cubanas, y el visto bueno de las autoridades locales. La travesía partió de La Habana a Granma, en un trayecto de 18 horas, que fue coordinado por Leniuska Barrero, residente en la capital desde hace varios años, pero originaria de esta zona del oriente. Ella repite durante el viaje que esta ayuda no solucionará la vida de los damnificados de Melissa, pero al menos llevará un poco de alivio y resolverá problemas concretos de algunas personas.

Cuando va cayendo la tarde, los voluntarios llegan a una de las casas donde los trabajadores sociales han identificado a una de las familias más vulnerables de la zona, entre los muchos adultos mayores que viven solos, personas con alguna discapacidad física o intelectual o madres solas con más de tres hijos. A esos casos, les llevan unos insumos extra. Yaimilín tiene 21 años y está embarazada de su cuarto hijo. Ella y sus hijos pequeños reciben a la visita descalzos, manchados de fango hasta las rodillas. No hay mucho margen en el rostro de la madre para la alegría cuando recibe las donaciones, aunque se muestra agradecida. Cuando alguien le pregunta cómo ve su futuro, si piensa en salir algún día de Cauto el Paso y empezar otra vida, solo puede encogerse de hombros y decir: “Es que yo siempre he vivido aquí”.

“Un hueco del que hay que salir”

A unos 8 kilómetros al norte de Cauto el Paso, se ubica la comunidad Grito de Yara, que debe su nombre a un central azucarero, ya desmantelado, que fue el motor productivo de la población que vive en edificios multifamiliares. Son apenas las 7:00 de la tarde, y la oscuridad y los mosquitos reinan en el lugar. Desde hace más de dos semanas, cuando el sol se esconde, el servicio eléctrico es una anécdota. En medio de todo lo que no se ve, sobresale una luz donde se agolpan decenas de personas. Es el policlínico donde se habilitó un grupo electrógeno que garantiza la carga de equipos eléctricos. La gente se acerca cada tarde para conectar sus móviles, lámparas o ventiladores portátiles. Mientras está encendida la planta eléctrica, los residentes pueden conectarse a internet hasta alrededor de la medianoche, cuando el pueblo vuelve a ser una zona de silencio.

Hasta que, con los primeros rayos de sol, la gente vuelve a salir a las calles de este poblado para intentar garantizar lo básico para superar un día más: desde un jarro de leche de vaca para desayunar, hasta plátanos verdes que un campesino pasa vendiendo en su carretón. Hay quienes salen con sus hachas a cortar el primer tronco que se les ponga por delante para hacer leña con la que poder cocinar, porque el saco de carbón está a 1000 CUP (casi la mitad del salario mínimo), cuando aparece, y mucha gente no puede permitírselo. En la Cuba de los apagones, esta se ha vuelto una forma habitual de cocinar para muchas personas.

Cuando avanza la tarde, comienza el desfile de tanques azules y tanquetas en busca de agua, un recurso que llega turbio en las cisternas. También hay alguna cooperativa que consigue un camión por encargo en otras zonas. Hay quien ha tenido que comprar el tanque de agua en 500 CUP para no quedarse sin beber. Eso ha hecho Yunior, un ingeniero agrónomo de 46 años, y segundo al mando de una de las cooperativas agropecuarias del territorio, que vive en un apartamento con su madre, su esposa y su hermana y que considera que corrió con suerte frente al desastre. Antes del paso de Melissa, tuvo tiempo para vender su corral de cerdos y cosechar el arroz que ahora tiene amontonado en sacos dentro de casa. Pero el huracán le arrasó con cultivos de boniato y 30 hectáreas de caña de azúcar.

“Lo que sucedió aquí fue criminal”, dice Yunior, refiriéndose a las aguas que inundaron las calles de Grito de Yara hacia el amanecer del 31 de octubre, y de las cuales aún pueden verse rastros. “Esto no solo son las aguas del río desbordado. Son aguas albañales”, alerta la madre del agricultor. Previo al huracán, advierten, no se realizó el debido trabajo de saneamiento de las cisternas de desechos y aguas insalubres, al menos en su edificio, como venían pidiendo a las autoridades desde hace meses. Con las inundaciones, las aguas se mezclaron y ahora cubren toda la vía donde conviven dos edificios multifamiliares, como si fuera una gran piscina propicia para mosquitos, y se mezclan con zanjas de agua negra que recorren todo el poblado.

Muy cerca de allí está la escuela primaria de Grito de Yara, reconvertida en centro de evacuación, donde hay habitantes de otros poblados que siguen afectados por inundaciones como El Aguacate, Las Ova, Saladillo, El Palmar. Sus casas de madera y techos de zinc, y alguna de mampostería, siguen cubiertas por el agua, por lo que los pobladores siguen pernoctando en las aulas de este centro reconvertido en albergue, donde duermen en colchonetas o directamente en el suelo.

Allí aguarda Nubia, de 43 años, quien no ve la hora de regresar a ver lo que quedó de su casa en El Aguacate, por donde ya pasó su marido y vio que no hay mucho que salvar. “Nadie se esperaba estas aguas”, comenta Enrique Castillo, un panadero de 57 años que tiene una casa con terreno para siembra, justo en frente de la escuela. Melissa arrasó con sus cultivos de tomate y con 23 de sus 25 colmenas de abejas, pero le dejó las hectáreas de arroz. Enrique muestra la marca de hasta dónde llegó el agua durante las inundaciones -1 metro de altura aproximadamente-, mientras lanza una reflexión clara sobre sus próximos planes: “Esta zona es un hueco del que hay que salir. Estoy luchando por irme de aquí, porque la cosa está complicada”.

La consternación es evidente en estas zonas, luego de Melissa, y sus habitantes no ven un futuro demasiado halagüeño, por lo que muchos se plantean migrar. Yunior, el ingeniero agrónomo, piensa que dentro de un año estará viviendo en otro lugar. “Aquí todo el mundo está migrando”, dice. “En la cooperativa todo el personal es importado; además, desde donde sale la comida [el campo] ya la gente no quiere trabajar. En un año no creo que se recupere esto”.

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