Alexandre de Moraes, el juez de Brasil y su cruzada contra el populismo digital extremista
El magistrado del Supremo que juzga a Bolsonaro por golpismo está en la mira de EEUU por su combate a la desinformación


La sede del Tribunal Supremo de Brasil, un delicado edificio acristalado en Brasilia, acogió hace tres semanas una escena extraordinaria, por sus protagonistas y por el escenario. Un interrogatorio de alto voltaje en uno de los escenarios del crimen. En el banquillo de los acusados, Jair Messias Bolsonaro, el anterior presidente de la república, supuesto cabecilla de una trama urdida con sus ministros-generales para dar un golpe de Estado contra Lula tras perder las elecciones. La asonada culminó con una turba bolsonarista que invadió el corazón institucional de Brasil en 2023. Frente a los enjuiciados, el interrogador: el juez Alexandre de Moraes, 56 años y casi una década en el Supremo. Toga negra, cráneo afeitado. El magistrado está embarcado en una cruzada contra lo que define como “el populismo digital extremista”, un mal que corroe las democracias contemporáneas y que dio tracción a un impulso golpista de extrema derecha en Brasil.
“Si Goebbels estuviera vivo y tuviera cuenta en X, estaríamos condenados”, declaró Moraes en abril a la revista The New Yorker. “Los nazis habrían conquistado el mundo”, sentenció. Para el magnate Elon Musk, dueño de esa red, Moraes es lo peor, un malvado impostor al que compara con Darth Vader. “Un dictador tiránico camuflado de juez”. Según la denuncia de la Fiscalía, los golpistas planearon asesinar el presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, a su vicepresidente, Geraldo Alckmin, y al propio juez Moraes. Bolsonaro niega las acusaciones.
Moraes es sin duda el juez más popular y poderoso de Brasil. Y uno de los más políticos. Paulistano, estudió derecho en la prestigiosa Universidad pública de São Paulo. Quedó primero en la oposición de fiscales y ejerció una década antes de entrar en política. Con los años, tejió una red de contactos que es capital para entender cómo se ha convertido en un personaje tan relevante, como explicó la autora del podcast Alexandre, Thais Bilenky, a la prensa local. “Tiene relaciones históricas con muchos actores que están en posiciones centrales. Tiene puentes en la Cámara de Diputados, el Senado, el Gobierno, la oposición…”.
Acumula procesos relevantes y mediáticos mientras abre nuevos casos a mucha más velocidad de lo que los cierra. Fan del Corinthians de Sócrates Brasileiro, en los ratos libres, levanta pesas y practica artes marciales. Casado con una abogada, tiene tres hijos.
Antes de incorporarse al Supremo a los 47 años, Moraes ostentó varios altos cargos en el Gobierno estatal de São Paulo —allí despidió a 2.000 empleados de la red de centros de menores— antes de saltar a Brasilia en tiempos convulsos. Moraes desembarcó como ministro de Justicia recién consumado el impeachment de Dilma Rousseff. Ya tenía fama de duro. Dicen que le gusta la pelea, que se crece en el cuerpo a cuerpo.
En la batalla por eliminar la desinformación, las amenazas y las teorías de la conspiración de las redes, Moraes entró en el radar del Gobierno estadounidense, que le acusa de cercenar la libertad de expresión de sus ciudadanos. La empresa Trump Media lo denunció en febrero y el jefe de la diplomacia de EEUU, Marco Rubio, ha llegado a amenazarlo con sanciones. Rara vez daba el togado entrevistas hasta que Trump y compañía entraron en escena.
El interrogatorio de Moraes a Bolsonaro —el duelo político del año en Brasil— atrajo a miles de espectadores al canal en YouTube del Supremo para verlo en directo. Aunque el ambiente era tenso, se trataron con cortesía. Presidente por aquí, excelencia, por allá… El magistrado, con voz potente y dicción clara, dejó patente la gravedad del momento; el expresidente bastante menos. Aunque se juega 40 años de prisión, tuvo la osadía de bromear frente al juez al que ataca sin piedad y al que acusa de persecución política.
Moraes, que tiene fama de perro de presa, preguntó a Bolsonaro sobre los supuestos sobornos de millones de dólares que, según el expresidente, habrían cobrado el propio juez y otros magistrados del Supremo para manipular las elecciones. El acusado reconoció que no tenía un solo indicio en el que apoyar semejante afirmación. Argumentó que fue “un desahogo”, uno de esos excesos retóricos en los que uno cae tras décadas en el Parlamento. “Discúlpeme”, musitó el antiguo capitán del Ejército. Gol de Moraes.
El Supremo brasileño es peculiar. Desde 2002 sus deliberaciones son televisadas en vivo en nombre de la transparencia, tiene una pedagógica cuenta en TikTok y sus once jueces son, desde los tiempos de la Lava Jato, una megainvestigación de corrupción, casi tan famosos como los futbolistas de la selección masculina.
Para Maria Tereza Sadek, profesora de Universidad de São Paulo y especialista en el sistema judicial, Moraes destaca en primer lugar porque es extremadamente activo frente al perfil contenido y discreto de sus colegas. Esa diferencia de talante podría llevar a engaño, pero en la cruzada en defensa de la democracia hacen piña. “Aunque algunos constitucionalistas lo critiquen”, explica Sadek, “Moraes tiene el apoyo de sus colegas”, que sistemáticamente ratifican sus decisiones individuales. Señala asimismo que el Tribunal Supremo se ha movido más allá de su tradicional función de intérprete de la constitución para adentrarse en el área criminal. No es solo el juicio a Bolsonaro y los generales retirados como líderes de la trama golpista. La máxima corte ha juzgado y condenado a un millar bolsonaristas de la tropa de asalto.
Brasil ha dejado la regulación de las redes sociales en manos de los jueces. Este jueves, el Supremo decidió obligar a las grandes tecnológicas a eliminar el contenido antidemocrático, terrorista o de pornografía infantil, incluso sin decisión judicial.
Moraes alerta —en un libro titulado Democracia y redes sociales: el desafío de combatir el populismo digital extremista— de que el creciente poder político, y la capacidad de influir en el electorado de las grandes tecnológicas, que operan sin límites legales ni éticos, supone un riesgo importante en las campañas electorales y es un factor que erosiona los principios democráticos.
Su misión persigue salvar la democracia y sus instituciones de esta grave amenaza, que en Brasil es especialmente acuciante. Porque, atención, cada brasileño pasa una media de nueve horas al día conectado a Internet. Muchos viven en universos paralelos.
En noviembre, ocurrió algo desconocido en estas tierras, un atentado suicida. Un bolsonarista con un chaleco de explosivos se estalló a las puertas de la sede acristalada del Supremo, diseñada por el arquitecto Oscar Niemeyer. Murió allí mismo. Moraes enfatizó entonces que no era un acto aislado, sino fruto de un contexto que empezó “cuando el famoso gabinete del odio [del Gobierno Bolsonaro] empezó a difundir discursos de odio contra las instituciones, especialmente el Supremo. En ningún lugar del mundo ofender, amenazar, coaccionar, es libertad de expresión. Eso son delitos”.
Bolsonaro sabe que sin las redes difícilmente habría alcanzado el poder. En un seminario de comunicación organizado por su partido, en mayo, dos grandes tecnológicas enviaron representantes a dar talleres. “Google y Meta están en el lado correcto, con la libertad de expresión. Ese es nuestro oxígeno”, proclamó.
Memes, mentiras, medias verdades o campañas de presión… Todo lo que ocurre en redes sociales marca de manera asombrosa el foco y el ritmo de la vida pública y judicial.
El juez brasileño saltó a la fama internacional en 2024 de la mano de Musk, cuando este respondió con vociferantes tuits a la orden del magistrado de cerrar algunas cuentas bolsonaristas acusadas de difundir desinformación. Estaba en la mira del bolsonarismo desde que en 2019 empezó a investigar la industria de la desinformación y las milicias digitales. El pulso entre Moraes y Musk duró todo un mes en el que X estuvo clausurado en Brasil y las cuentas de Starlink, congeladas. Al final, el multimillonario cedió. Acató las órdenes y pagó una multa de cinco millones de dólares. Otro gol de Moraes.
A menudo el juez actúa en el filo de la navaja, como cuando congeló los bienes y cerró los perfiles digitales de un puñado de grandes empresarios por los comentarios de tenor golpista de alguno de ellos en un grupo de WhatsApp. Los grandes diarios han editorializado en alguna ocasión contra Moraes por extralimitarse en sus decisiones.
A medida que avanzaba el interrogatorio en el Supremo, el expresidente Bolsonaro, que está inhabilitado para concurrir a las elecciones, se fue sintiendo cómodo. Lo suficiente para permitirse una broma. Sentado en el banquillo, el hombre que siendo jefe del Estado en un discurso furibundo por el día de la Independencia de 2021 llamó “canalla” a Moraes y amenazó con incumplir sus decisiones, esbozó una sonrisa y dijo:
—Señoría, ¿me permite una broma?
—Si fuera usted, consultaría con sus abogados.
—Lo invito a ser mi vice en 2026.
—Declino.
Mientras en Brasilia prosigue el juicio, Bolsonaro ha convocado a sus fieles este domingo a un acto en São Paulo bajo el lema Justicia, ya. Su futuro está en manos de Moraes y otros cuatro jueces del Tribunal Supremo. Nadie en Brasil se aventura a pronosticar dónde estarán el uno y el otro dentro de una década.
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