El juez brasileño que durante 45 años mantuvo la impostura de ser Edward Canterbury Caterham Wickfield
La policía investiga por fraude y retira la abultada pensión a un magistrado retirado que aseguraba ser descendiente de nobles ingleses y que está en paradero desconocido


Quienes lo trataron durante su carrera como juez en distintos rincones de Brasil lo recuerdan como aquel magistrado de nombre pomposo y algún hábito excéntrico. Arrogante, con don de palabra y un leve acento británico que nunca descuidaba el té de las cinco. En un país donde abundan los nombres compuestos con varios apellidos, el suyo destacaba por ser netamente anglosajón, kilométrico, imposible de recordar. Sonaba a lord inglés. Cuando alguien curioseaba sobre su origen, el brasileño Edward Albert Lancelot Dodd Canterbury Caterham Wickfield, de 67 años, dejaba caer que pertenecía a una familia de nobles ingleses. Pero no. Durante más de cuatro décadas, el ilustre togado vivió, e impartió justicia, bajo una rimbombante identidad falsa. Un impostor. La colosal mentira construida durante 45 años por José Eduardo Franco dos Reis acaba de salir a la luz. Y Brasil asiste entre atónito y divertido.
Ahora, la policía investiga al juez retirado por usar documentación falsa y fraude en la oposición a la magistratura. La impostura ha saltado por los aires y el sospechoso también ha sentido el impacto en el bolsillo porque ha perdido, por el momento, su fabulosa pensión como juez, uno de los colectivos más privilegiados de Brasil. En febrero se embolsó, atención, más de 166.000 reales (27.000 dólares, 24.000 euros), según comprobó Metropoles en el portal de la transparencia del Tribunal de Justicia de São Paulo. Imposible conocer su versión o preguntarle por los motivos para inventarse un nuevo yo porque el protagonista de esta rocambolesca historia desapareció en diciembre, poco después de que la policía lo interrogara.

La primera alarma saltó, a finales de 2024, cuando el juez fue a solicitar un duplicado del carné de identidad con el nombre inglés. El funcionario que le atendió descubrió que sus huellas dactilares correspondían a dos personas distintas (Edward y Eduardo). Este caso resulta especialmente llamativo porque lo protagoniza un juez, no un delincuente fugitivo. Todo indica que, a lo largo de su carrera profesional, el señor Canterbury Caterham Wickfield solo levantó curiosidad, quizá mofa, pero ninguna sospecha.
Brasil, con su tamaño continental y sus porosas fronteras, siempre fue un destino del gusto de los prófugos, lugar propicio para enterrar un pasado criminal y emprender una nueva vida bajo otra identidad. El más famoso entre ellos, Josef Mengele, el médico nazi que usó gemelos como cobayas. Vivió discretamente como Wolfgang Gerhard en varias fincas del Estado de São Paulo hasta que, en 1979, murió ahogado en la playa. Más reciente es el caso del colombiano Jaime Saade. Tenía 18 años cuando asesinó a su novia y huyó a Brasil. Llevó una vida anodina como pequeño empresario y cabeza de familia hasta que, en 2023, transcurrido más de un cuarto de siglo, el padre de su víctima dio con él y logró su extradición.
La investigación policial sobre el juez indica que el falso descendiente de nobles británicos se inventó ese personaje al final de la adolescencia porque ya era Edward Canterbury Caterham Wickfield cuando logró plaza en la más prestigiosa facultad de derecho de Brasil, en la Universidad de São Paulo. Para entonces, este brasileño nacido en 1958 en una pequeña ciudad llamada Aguas de Prata, en São Paulo, había borrado su pasado como Eduardo dos Reis.
El extendido gusto por los nombres peculiares en este país con 212 millones de habitantes quizá también facilitó a que el juez con nombre del lord mantuviera la farsa. Más de 3.500 de sus compatriotas se llaman Napoleón. Uno de sus futbolistas más carismáticos fue bautizado como Socrates Brasileiro. Existen casi dos mil BenHur, un centenar de Stalin y 188 personas llevan Hitler como nombre de pila, según el censo.
La prensa brasileña ha desgranado en los últimos días detalles singulares sobre el juez Canterbury Caterham Wickfield contados, bajo anonimato, por otros magistrados y funcionarios que trabajaron con él en varias plazas durante las dos décadas largas en las que vistió la toga. Según el diario Estadão, a menudo vestía americanas de tweed (pese a lo mal que casa con el clima tropical), decía usar el metro porque le recordaba al transporte público de Londres y que iba a terapia para rebajar el acento que le dejó haber crecido en Londres. Uno de sus colegas de magistratura recordaba en un grupo de chat con otros jueces que, en ocasiones, Canterbury Caterham Wickfield se daba un aire misterioso: “Cuando el príncipe de Inglaterra se casó, se tomó unas vacaciones. Pensamos que había ido a la boda, pero comentó que no podía decir nada”.
Cuando la policía lo citó en comisaría para que explicara por qué sus huellas estaban asociadas a dos identidades, el juez retirado echó a volar su imaginación. Les explicó que él era Eduardo, artesano. ¿Y quién es entonces Edward?, inquirieron los agentes. Respondió que Edward era, en realidad, un hermano gemelo que de bebé fue dado en adopción a una familia británica, según su padre le confesó antes de morir. Les entregó unos datos de contacto en Londres. Tras las indagaciones pertinentes, la Policía brasileña concluyó que Edward es una invención y lo acusó de fraude. Un par de días después, el sospechoso se mudó del apartamento en el que vivía en un barrio bien de São Paulo. Sigue en paradero desconocido.
Tanto el alemán Mengele, como el colombiano Saade y el brasileño Dos Reis tienen algo en común: vivieron durante décadas con documentación verdadera expedida bajo una falsa identidad. Superada la prueba de obtener un primer carné, el camino a una nueva vida quedó allanado. El juez investigado incluso dejó constancia de esa debilidad en una sentencia hace más de una década, según CNN Brasil: “Resulta notoria la facilidad para defraudar la documentación aquí en Brasil ante la fragilidad de los mecanismos de seguridad”. A esas alturas ha debido cambiar de opinión. La informatización de las bases de datos, que facilita el cotejo como nunca, acabó con casi medio siglo de mentiras.
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