El naufragio de Máximo Napa: beber lluvia y comer cucarachas durante 90 días para sobrevivir
El pescador peruano subsistió solo y sin comida a bordo de una embarcación a la deriva durante tres meses hasta que fue rescatado en medio del océano Pacífico


Máximo Napa Castro llevaba setenta días perdido en altamar, a más de quinientas millas del litoral peruano, cuando cumplió 61 años, meciéndose en la soledad de su bote. Las diez latas de atún, los ocho kilos de arroz y los tres kilos de fideo con los que había zarpado el 7 de diciembre desde San Juan de Marcona —un puerto a ocho horas de Lima— eran ahora un recuerdo inalcanzable. El ruido de sus tripas y el sonido del mar se habían convertido en un solo eco que martillaba sus oídos. Y él, asquiento desde pequeño, tragó saliva con su boca reseca para hacer lo que hacen quienes desean seguir viviendo: ceder ante el hambre.
Capturó treinta y cinco cucarachas escondidas en su bote, las introdujo en un frasco y las fue racionando para no desfallecer. Para entonces Máximo Napa, conocido como Gatón —porque de niño lloraba como un gato—, se hablaba a sí mismo en voz alta para darse valor y esquivar la realidad. “Uy, Gatón, hoy día vas a comer pollo a la brasa. Provecho”, se animaba, frotándose las manos, luego de haberle quitado las patas, el caparazón y las antenas a los insectos que comía de un bocado. Después abría bien los ojos, miraba la nada a su alrededor, y se iba en llanto.
Mientras tanto, en la ciudad de Pisco, aquel 16 de febrero su familia se reunió en el día de su santo para rezarle. Prendieron velitas misioneras y en un altar de la Virgen de Guadalupe colocaron una foto de Máximo impresa en papel bond y le rociaron agua bendita. “Si él ha cometido un error, perdónalo. Pero guía su camino, Señor. Si él no te conoce, haz que te conozca. Todo será tu voluntad”, dijo una de sus hermanas. Los Napa, una numerosa familia de pescadores artesanales, se aferraba a la fe. En enero ya estaban preocupados, pero fue en febrero que formaron una cadena de oración.
La denuncia de su desaparición no alarmaba más que a los suyos. Su hija Inés viajó interdiariamente a Lima para implorarle a la Dirección General de Capitanías y Guardacostas que comenzara su búsqueda, pero ella asegura que nunca le prestaron atención a su caso. En compañía de sus nietos, Elena Castro, la madre de Máximo, haría poco después un plantón frente a la Municipalidad Distrital de San Andrés, en Ica, para exigirle al alcalde que solicitara un helicóptero a la Fuerza Aérea peruana. Pero ni siquiera fueron atendidos. Salvo un canal de televisión regional, su naufragio todavía no acaparaba los noticieros ni los portales del mundo.

En el bote, una embarcación de tres toneladas que Máximo bautizó con su apodo, el cumpleañero apenas y podía mantenerse en pie. Era un hombre barbudo, tostado, consumido y en estado de deshidratación. Pero plenamente consciente de dónde se encontraba. Primero se malogró su motor en diciembre y no volvió a encender, a la semana se averió su radio satelital, pero su GPS no dejó de funcionar. Padeció la impotencia de ver cómo iba alejándose milla tras milla sin poder hacer nada para impedirlo.
Máximo Napa Castro había pasado la Navidad y el Año Nuevo junto a su soledad, pero no estaba preparado para recibir su santo a la deriva, balanceándose entre las olas, con la muerte rondándole. En medio de su honda tristeza, recordó que a falta de torta había guardado un trozo de comida para la ocasión. Una galletita redonda y salada que comió lentamente como si fuese el último banquete que le obsequiaba la vida. Luego prendió su celular —contaba con paneles solares—, halló una foto de su madre, le dio un beso y se cantó cumpleaños feliz.
La escritora Patricia Suárez dice que los seres humanos sobreviven para contar a otros que vale la pena la batalla por la vida. Un sobreviviente no elige la tortura para abandonar el anonimato y ser una celebridad de la noche a la mañana, pero sí puede elegir ser testimonio. Resistir 95 días en altamar sin agua ni alimentos, como lo hizo Máximo Napa Castro, produce un asombro similar como aquellos cuyo corazón ha seguido latiendo después ser impactados por un rayo, haber caído en un bus por un barranco o haberse estrellado a bordo de un avión. Todos han necesitado una inmensa cuota de suerte o acaso una acción divina para continuar habitando este mundo. Pero la diferencia es que a Gatón tardaron más de tres meses en auxiliarlo.
Es un día de semana en Pisco, en el barrio de Máximo Napa, en la calle España, a tan solo un par de cuadras de la playa. Finalmente, el pescador fue rescatado el 11 de marzo por un barco atunero, de nacionalidad ecuatoriana, en la milla 558, en aguas internacionales. Un helicóptero divisó a una tortuga muerta sobre un pequeño bote y al acercarse descubrieron a un hombre desnudo, pelucón y flacuchento cuya boca estaba manchada de sangre.
“Yo ya estaba agonizando y peleado con Dios. El día anterior le dije: ‘ya no quiero renegar contigo, porque sé que me vas a mandar un helicóptero o un avión’. A las cinco de la tarde, una tortuga se pegó al bote y con mis últimas fuerzas la puse boca arriba, le corté la yugular y me bebí su sangre. Una hora después apareció el helicóptero”, cuenta sentado en la sala este pescador de piernas extremadamente delgadas, short de colores llamativos y collar con una cruz dorada. Lo acompaña Dany, el hijo que le cantó salsas y cumbias en la fiesta de su recibimiento.

Entonces apareció lo sobrenatural: dice Napa que se quedó impactado al verle el rostro al copiloto. “Al lado de su mejilla estaba Jesús. Lo vi clarito. Allí me desesperé y empecé a gritar: lo hiciste, lo hiciste”, cuenta entrecerrando los ojos, reviviendo el instante.
Antes de embarcarse en diciembre, Máximo Napa pesaba más de noventa kilos. Hoy bordea los setenta. Pero dice estar tranquilo, porque después de haberse realizado varios exámenes sus niveles están dentro de lo normal, a pesar de haber bebido agua oxigenada, agua de lluvia y haber comido pájaros, tortugas y cucarachas.
Su madre, Elena Castro, cuyo nombre lleva tatuado en su hombro derecho —junto al de sus hijas— está descansando. Ella fue su principal motivación para embarcarse mar adentro en busca de un tesoro: las huevas de los peces voladores, una comida tan apreciada por los japoneses que son capaces de pagar hasta 100.000 soles (270.000 dólares) por dos toneladas. Él había recolectado siete sacos cuando su motor se estropeó. Tuvo que arrojarlos al mar. Con sus ganancias, Máximo Napa iba a pagarle una operación de levantamiento de párpados a su madre, quien hace algún tiempo sufrió parálisis.
“Yo le grité a Dios: ¿por qué me haces esto? Está bien, soy un ser humano con errores, he sido mujeriego y me he burlado de las mujeres. Pero nunca he sido malo. Toda mi vida he ayudado a la gente. Ahora que llegue a tierra, ¿qué le voy a dar a mi mamá? Lo admito: yo rogué para que mi bote se voltee. Incluso agarré el cuchillo tres veces. Pero después me arrepentí y seguí luchando. Ahora quiero entregarme a la palabra del Señor”, dice. El hombre que nunca perdió la fe no iba a misa. En el bote no cargaba con una biblia ni un rosario. Pero desde que fue rescatado bendice los alimentos.
Máximo Napa es un predestinado. No solo posee la elocuencia necesaria para ser el gran narrador de su propia historia, sino que sus nombres parecen haberle trazado una ruta. Máximo es el límite superior o extremo al que puede llegar algo. Y napa significa capa de aguas subterráneas. El agua fue precisamente lo que más lo angustió. Cuando dejó de llover, humedecía sus labios en una tapa de gaseosa.

Sin su bote Gatón, su único sustento, Máximo Napa ha recibido el apoyo económico del gremio de pescadores. Pero todavía no está en calma. Tiene cuentas pendientes con sus dos hijos menores, quienes viven en Santa Catarina, Brasil, y a los que no ve desde hace 17 años. La última, Elena, acabo de hacerlo abuelo por decimosegunda vez. “Me siento avergonzado. No tengo ni un sol. Ojalá me ayuden para cumplir mi deseo de conocer a mi nieta Thaína. Ya no quiero dejar las cosas para después, porque la vida es hoy”, reflexiona con la sabiduría de quien ha dejado plantada a la muerte. El mar, más allá de sus azotes, siempre lo mantuvo a flote. Lo inexplicable le ha dado una segunda oportunidad, y ahora él, agradecido, dice amén.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
