Cuando los criminales gobiernan la Selva Amazónica y el tiempo se agota
La crisis de seguridad pública, crimen ambiental y derechos humanos debe estar en la agenda de la Cumbre de Países Amazónicos
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En el corazón de la Amazonia colombiana, las organizaciones criminales han reemplazado al Estado como autoridad suprema. Recientemente, cuando visitamos el corazón del Parque Nacional La Paya en Putumayo, fronterizo con Perú y Ecuador, la naturaleza intacta ya no cubría toda el área del parque. Campos sembrados de coca aparecían a lo largo de las vías fluviales, mientras que tambos azules llenos de combustible y escondidos en las riberas indicaban que cerca se habían establecido laboratorios de drogas.
Dentro de La Paya, de más que 400.000 hectáreas, una red interconectada de caños y cochas rodeada de naturaleza prístina ha quedado desprotegida desde 2019, cuando grupos armados comenzaron a bloquear a las autoridades del parque y otras instituciones estatales de su acceso. En la medida que crece la demanda global de cocaína y los precios del oro alcanzan máximos históricos, el crimen organizado se ha convertido en una amenaza para la conservación amazónica.
Teniendo en cuenta que presidentes y delegaciones gubernamentales de ocho países amazónicos se reúnen este viernes 22 de agosto, la crisis intersecada de seguridad pública, crimen ambiental, cambio climático y derechos humanos debería estar en la agenda. Hace dos años, durante la Cumbre Presidencial en Belém do Pará, una declaración conjunta indicó que la lucha contra el crimen organizado iba a ser una prioridad. Se acordaron una serie de medidas, pero el progreso ha sido limitado.
Las fronteras conflictivas de Colombia, Ecuador y Perú podrían ser el peor ejemplo de lo que sucede alrededor de la Amazonia, con la expansión del control de actores armados sobre la selva y sus bienes naturales. Desde 2020, en Putumayo, se dieron más de dos docenas de masacres y múltiples asesinatos de líderes sociales, mientras que el escalamiento de violencia en Ecuador incluye ataques contra fuerzas estatales. La ausencia del Estado del lado peruano, por su parte, ha dado acceso ilimitado a criminales. Visto de otra forma, y por las mismas razones, la región de la triple frontera también podría ser un laboratorio para la cooperación regional en términos de seguridad pública.
En el corazón de esta toma criminal convergen la negligencia gubernamental, la ausencia de medios de vida formales, y abundantes recursos naturales —condiciones fértiles para que grupos armados recluten, se enriquezcan y se expandan—. Campañas militares esporádicas, estrategias represivas y la falta de propuestas de desarrollo inclusivo han hecho poco para establecer una presencia estatal basada en derechos y, a menudo, han contribuido a ciclos de violencia.
Hoy, la fuerza dominante en la triple frontera de Ecuador, Perú y Colombia son los Comandos de la Frontera, una amalgama de excombatientes de las FARC, soldados, paramilitares y reclutas, principalmente de comunidades amazónicas, que operan como una multinacional del crimen. Atraen a jóvenes locales para unirse a sus fuerzas con pago mensual, manejan la economía de la cocaína y cobran impuestos a mineros ilegales en los tres países.
En su impulso por controlar plantaciones de coca, fabricación y tráfico de cocaína, y minería ilegal de oro, las fronteras internacionales ya no son un impedimento, especialmente porque evitan pelear con el Estado, ya que la maximización de ganancias es el objetivo principal. Por esto, los Comandos cruzaron tanto a Ecuador como a Perú, mientras grupos criminales ecuatorianos como Los Choneros y Los Lobos llegaron a la Amazonia. Dos otros grupos disidentes de las FARC también disputan el control de la triple frontera.
El costo ambiental es grave. Canchas de coca, balsas ilegales y ganadería no regulada están desgarrando el núcleo ecológico de la Amazonia. En lugares como La Paya, el río Nanay en Perú y el río Punino en Ecuador, la deforestación y contaminación por mercurio han alcanzado niveles alarmantes. Los actores criminales determinan el uso de la tierra basado en ganancias, no en preservación.
Esta gobernanza opera a través del control sistemático sobre la vida diaria. Niños y adolescentes son reclutados o coaccionados para unirse. Líderes indígenas que resisten son asesinados. Las comunidades se ven obligadas a construir infraestructura para transportar drogas o asistir a reuniones obligatorias bajo amenaza de violencia. Pueblo tras pueblo, hombres armados monitorean grupos de WhatsApp, inspeccionan teléfonos y controlan el movimiento. Esto no es un mundo de crimen sin control: es un estado alternativo.
En algunas áreas, los grupos armados proporcionan una sensación de orden que otorga una perversa idea de seguridad, castigando a quienes roban, mientras avanzan redes de caminos y trochas que hieren la selva. ¿A qué costo? En docenas de conversaciones con representantes de comunidades indígenas, líderes campesinos, miembros de los Comandos de la Frontera, funcionarios estatales y defensores ambientales, una imagen sombría emerge en estas fronteras amazónicas.
Los ingresos de las actividades criminales se lavan a través de la minería ilegal de oro, ya que el oro sucio puede canalizarse hacia la cadena del suministro legal con poco esfuerzo, con documentos falsos. Los grupos armados tienen más dinero que nunca para socavar a los estados, corromper funcionarios, reclutar jóvenes y adquirir armas. Las comunidades se han convertido en un activo principal y son usadas como escudos humanos, mano de obra barata e instrumentos políticos de legitimación.
El silencio y falta de acción es abrumador, con apenas alguna agenda de desarrollo o seguridad. Funcionarios estatales dicen sentirse impotentes, ya que sus superiores podrían estar al servicio del crimen. Otros aseguran que los locales no se atreven a hablarles porque la desconfianza es absoluta.
La región de la triple frontera es ahora un punto ciego geopolítico. Y, sin embargo, también es un campo de batalla crucial en la lucha global contra el cambio climático, tráfico de drogas y autoritarismo.
La Amazonia se encuentra en una encrucijada. Presidentes progresistas, como Luiz Inácio Lula da Silva (Brasil) y Gustavo Petro (Colombia), promueven agendas ambientales. Pero con las elecciones en 2026 acercándose en ambos países, la ventana de acción se cierra. Encima, Perú ha promovido un marco legal favorable a la expansión del crimen, mientras que en Ecuador predominan enfoques militaristas y represivos, que no atienden las causas estructurales de la violencia.
Con base en nuestra investigación, cuatro pasos concretos podrían revertir esta trayectoria. Primero, los países amazónicos deben implementar la declaración de Belém. Esto incluye coordinar el intercambio de información y la aplicación transfronteriza de la ley enfocada en flujos de dinero y delitos ambientales, siempre partiendo de la acción sin daño. Segundo, hay que fortalecer la gobernanza y economías comunitarias como pilar central de su estrategia de seguridad, con garantías de derechos humanos y conservación ambiental. Tercero, los programas de sustitución de cultivos en Colombia deben ir más allá de promesas y lograr la titulación real de tierras y garantizar mercados para agricultores. Cuarto, las negociaciones de paz con grupos como los Comandos de la Frontera deberían proceder, pero solo con estándares férreos de derechos humanos, participación comunitaria y protección de los líderes y defensores ambientales de la región.
Sin acción coordinada e inclusión significativa de voces locales, la región enfrenta violencia escalada y daños irreversibles a uno de los ecosistemas más críticos del mundo.
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