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Polarización
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La sala recalentada y la taza de café

Cuando hablamos de polarización, hablamos en general de esto: no sólo habitamos esferas cerradas, esas burbujas de información, sino que en las burbujas hace mucho calor, y no hay ventanas, y alguien está subiendo el termostato a cada rato.

aislamiento Remote Worker in Transparent Bubble Office Concept
Juan Gabriel Vásquez

No me canso de decir lo que, de todas formas, ya todo el mundo sabe: vivimos hoy en una burbuja de información, cada uno de nosotros encerrado en la suya, cada uno incapaz de ver el mundo que ven los otros. Sabemos también, los que hemos querido enterarnos, que las consecuencias de este estado de las cosas para lo que llamamos democracia, una manera de convivencia que depende de la negociación constante, son absolutamente destructivas: si no vemos el mundo que ven los otros, ¿cómo podemos ponernos de acuerdo en algo? Hemos aprendido que el secuestro de nuestra atención se lleva a cabo mediante mecanismos corrosivos: la indignación manufacturada, la crispación inducida, la excitación de nuestras peores pasiones. Pero a muchos no parece importarles esto, o no lo suficiente como para tomar medidas; porque el mismo mecanismo que a veces les incomoda, a veces también les favorece, y eso es suficiente para cerrar los ojos ante los problemas.

Sí, ya lo sabemos, pero todavía no lo sabemos todo. En La hora de los depredadores, un libro que saldrá en español —me informan— a comienzos de octubre, el escritor italiano Giuliano da Empoli cuenta de su encuentro con Alexander Nix, uno de los jefes máximos de la empresa Cambridge Analytica. Los lectores sabrán, supongo, que Cambridge Analytica fue la compañía responsable de las mayores manipulaciones electorales de ese año extrañísimo que fue 2016: la victoria de Trump y del Brexit no fueron los únicos casos exitosos (en Cataluña y en Colombia se dieron también ejemplos meritorios). Cuando se empezó a presentar en sociedad, la empresa era conocida como una simple agencia de comunicaciones o de publicidad; pero en el fondo funcionaba de una manera muy distinta, una manera que el mundo todavía no había identificado. Pues bien: en aquella conversación, Nix, sintiéndose en confianza, se puso en cierto momento a explicar su método. Palabras más o menos, esto fue lo que dijo:

—Supongamos que ustedes quieren vender más Coca Cola en una sala de cine. Si van a una agencia de publicidad tradicional, les dirán que hay que multiplicar los puntos de venta, poner en la entrada la silueta de una mujer que bebe Cola Cola en bikini, pasar una propaganda antes de la película. Nada de eso: en el fondo, el espectador compra Coca Cola porque tiene sed. ¿Qué hay que hacer, entonces? Subir la temperatura de la sala.

Y eso es lo que hizo Cambridge Analytica: subir la temperatura de la sala, esa sala infinita y ubicua que son nuestras redes sociales. La empresa se desintegró poco después en medio de escándalos diversos, pero sus lecciones han sido de mucho provecho para las plataformas digitales —Meta, X, un largo etcétera— que han venido más tarde a dominar nuestra actividad de ciudadanos. El método es siempre el mismo: alimentar la indignación, la ira, el resentimiento, la inseguridad. Movilizar el conflicto, mejor dicho, porque el conflicto nos captura más que la negociación igual que la moderación, nos seduce menos que el radicalismo. “El principio sigue siendo el mismo en todas partes”, explica Giuliano da Empoli. Se trata, dice, de tres operaciones simples: “Identificar los temas calientes, las fracturas que dividen a la opinión pública; promover, en cada uno de estos frentes, las posiciones más extremas y hacer que se enfrenten; proyectar el enfrentamiento sobre el conjunto del público, con el fin de recalentar la atmósfera cada vez más”. Cuando hablamos de polarización —una palabra fatalmente desgastada—, hablamos en general de esto: no sólo habitamos esferas cerradas, esas burbujas de información, sino que en las burbujas hace mucho calor, y no hay ventanas, y alguien está subiendo el termostato a cada rato.

En un discurso de 1935, el escritor francés Paul Valéry cuenta que una vez oyó a un amigo burlarse de una frase frecuente de esos días: “Estamos en una época de transición”. El amigo, como los amigos que nos critican por estos tiempos cuando decimos que nuestra crisis es inédita, decía que se trataba de un cliché absurdo, porque toda época es de transición: toda época viene de alguna parte y va hacia alguna otra. Y Valéry agarró la azucarera, sacó un terrón de azúcar y lo metió en su taza de café. Y le dijo a su amigo: “¿Piensa usted que este pedazo de azúcar, que desde hace un buen tiempo se encontraba en la azucarera, bastante tranquilo a fin de cuentas, no está experimentando ahora un tipo de sensaciones completamente nuevo? ¿No está pasando en este momento por lo que podemos llamar ‘una época de transición’?” Pues bien, se me ha ocurrido en estos días que así es: nosotros somos ese pobre terrón de azúcar. Y ahora pienso además en las palabras del mandamás de Cambridge Analytica y me digo: somos el terrón de azúcar, pero además alguien está recalentando el café.

Hay que ser claros en esto: durante los últimos diez años, los ciudadanos de las democracias abiertas hemos sido animales de laboratorio en un gigantesco experimento de manipulación masiva, involuntario o accidental al principio y muy deliberado después, cuyo material es nuestra atención y cuya finalidad es el enriquecimiento —no sólo en dinero, sino en influencia— de los señores de la tech. Pero ahora los señores de la tech se han aliado con los populistas de extrema derecha, como traté de explicar en este periódico hace tres semanas, y esa alianza puede muy bien ser lo más peligroso que nos ha ocurrido desde la invención de la bomba atómica. Basta un segundo de lucidez para notar el negocio macabro que tienen: el gobierno de Donald Trump les promete desregulación —y por eso ataca a todos los países que quieren ponerle límites a Elon Musk o legislar sobre inteligencia artificial, y por eso acaba de amenazar a la Unión Europea con más aranceles si multan a Google— y ellos, a cambio, le prometen control sobre los ciudadanos. Ahora me entero de que la aerolínea Delta planea usar la inteligencia artificial para cambiar los precios de sus tiquetes según el cliente: alguien que viaja por placer pagará menos que alguien que viaja al entierro de un familiar, por ejemplo, porque la empresa mide la necesidad de cada uno y factura según ella. El mecanismo es obsceno.

Un tiempo nuevo se asoma, un tiempo dominado por tecnologías que se están construyendo en la sombra, sin control del público, sin intervención de los gobiernos democráticos, pero que estarán diseñadas para intervenir en la vida de los ciudadanos —en su economía, en su salud, en su justicia— y también en sus procesos democráticos: la información que les llega y las elecciones que sostienen. La inteligencia artificial traerá la promesa de progresos que transformarán la sociedad, seguramente, pero nos tocará a nosotros decidir qué tipo de sociedad queremos. Para decidir bien, yo recomendaría tener en mente una idea o principio, simple en apariencia, pero que es francamente incomprensible para mucha gente. Ya lo dije hace tres semanas, pero lo vuelvo a decir: no todo lo que se puede hacer desde el punto de vista tecnológico debería hacerse desde el punto de vista ético. En otras palabras: no por ser posibles los progresos son aconsejables. Es más: hay progresos tecnológicos que son, para quien tenga la mirada limpia, retrocesos humanos. Es una idea impopular, pero hay que ponerla sobre la mesa. A ver si algún valiente se anima a quitar la cafetera del fuego.

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Sobre la firma

Juan Gabriel Vásquez
Nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Es autor de siete novelas, dos libros de cuentos, tres libros de ensayos, una recopilación de escritos políticos y un poemario. Su obra ha recibido múltiples premios, se traduce a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua.
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