Los arrullos de Nidia Góngora, alma y esencia de la tradición musical del Pacífico colombiano
La cantaora caucana convoca a su público en su casa del suroriente de Cali en tres encuentros amenizados con música, fiesta, comida y bebida de esa región del país. La celebración ocurrió en paralelo al Festival Petronio Álvarez, en el que fue homenajeada y que abrió el telón de su nueva gira internacional de conciertos


Los vecinos de la calle 42 con calle 53, en Cali, se alistan como para una verbena navideña, a pesar de que al calendario todavía le faltan cuatro meses para llegar a diciembre. Es 15 de agosto, y en la ciudad hay un ambiente de jolgorio (más de lo habitual) por cuenta del Petronio Álvarez, el festival de música afro más grande de América Latina. Como en él, en esta calle habita el espíritu del Pacífico colombiano, con una salvedad: aquí son los vecinos los que engalanan las casas de la cuadra para recibir los arrullos, una celebración alrededor de la música. La responsable es la cantaora caucana Nidia Góngora, cuya casa en esa calle del barrio Ciudad Córdoba, en el suroriente de la capital del Valle del Cauca, es el centro de la celebración. Aquí se siente la vasta herencia del Pacífico en la música, la comida y la bebida. Aquí llegan cientos de personas cuando el Petronio cierra sus puertas. Aquí cabe todo el mundo.
Nidia Góngora (Timbiquí, 44 años) es una de las mayores representantes de la música del Pacífico colombiano. Este año, el festival Petronio Álvarez la ha homenajeado por su trayectoria de más de dos décadas, en las que ha llevado los cantos y ritmos de su pueblo al mundo. Su presentación, en la clausura del festival, fue la más esperada de los seis días de fiesta. Con ella, además, se abrió el telón de una gira de casi dos meses, con fechas en Colombia en Medellín (22 de agosto) y Bogotá (23 de agosto). Luego visitará Estados Unidos, Rusia y España, donde ofrecerá conciertos en Madrid (10 de octubre), San Sebastián (16 de octubre) y Barcelona (18 de octubre). Fue ella quien hace 20 años llevó a Cali, desde su pueblo, los arrullos, que ya tienen la fama de ser el sitio en el que sigue y muere la fiesta después de las jornadas del Petronio.
Los arrullos, dice Góngora, son el fiel reflejo de lo que debe ser la vida en comunidad. Son una especie de fiesta espiritual, con cantos cíclicos, cuyos orígenes se remontan a las fiestas patronales de los pueblos del Pacífico, donde las creencias y las costumbres anidaron en un sincretismo que suma las memorias de África, de España, de los indígenas. Esos versos que se repiten una y otra vez, en una suerte de portal hacia un trance con tintes místicos, cuentan la cotidianidad de los pueblos negros, sus dramas, sus vivencias, sin dejar nunca la intención de celebrar. Incluso a las puertas del dolor: cuatro días después del cierre del Petronio, un bombazo dejó en silencio a la ciudad, que quedó cubierta de un manto de tristeza. A las tragedias también les suelen cantar los arrullos, que son como relatos de viejos juglares o trovadores: se entonan en los nacimientos y en los funerales, en las reuniones y en las fiestas de Timbiquí, un vocablo que bien podría ser sinónimo de música.

El primer arrullo en Cali hace dos décadas fue un 6 de enero, día de la Epifanía. Aquella vez, en su casa del barrio Omar Torrijos, la madre de Góngora, Libia Olivia Bonilla, reunió a varias matronas que estaban en la ciudad y las invitó a arrullar. Poco después se mudó a Ciudad Córdoba, un barrio popular que no pocos temen visitar, donde la casa se convirtió en punto de encuentro de la música del Pacífico. Al principio, abundaron las quejas de los vecinos por el ruido, que seguía al amanecer. Pero después se empezaron a unir. “Les dijimos: ‘Vengan, nosotros queremos traer la manifestación acá y hacerlo con ustedes’. Y bueno… dejaron de pelear y era ya alegría alrededor de la música”, recuerda Góngora.
Esa juntanza vecinal echó raíces, que parecen difíciles de arrancar. Por aquí alguien pone luces de colores, por allá una mujer alista los platos y bebidas que pondrá a la venta, mientras un hombre busca la manera de traer electricidad con una extensión. La calle es una pasarela de no más de dos metros de ancho, y la gente se habla desde sus casas. Un niño se asoma al balcón y grita: “Mamááá, ¿viche o curao?”. Una mujer con una toalla a modo de turbante sale al suyo, como para vigilar que todo esté en orden. Pronto se empezarán a escuchar las marimbas de chonta, los cununos, los bombos, los guasás de esta reunión bautizada como Arrullo al barrio. El lado más popular de la fiesta pacífica más grande del país acaba de abrir sus calles.
“En Timbiquí nunca sintieron que sus saberes eran menos”
Ese mismo 15 de agosto, dos días antes de su presentación en el Petronio, Góngora se cita con sus músicos para ensayar el recital que ofrecerán. Se ubica, cómoda, en una silla de escritorio, y desfilan para saludarla la decena de personas que van llegando para el ensayo. Habla con voz baja, para guardarla y exhibirla en el momento indicado. Es decir, con el público, con el Pacífico, que celebrará su carrera con pañuelos de todos los colores agitados con euforia.

—¿Qué tiene Timbiquí, un pueblo que muy pocos conocen pero que casi siempre se relaciona con la música?
—Es magia. Timbiquí se caracteriza porque la gente conserva su identidad. Hay algo muy bonito: es un pueblo muy musical. Algunos dicen que hablamos cantando, hasta para saludar: “Adioj pueeeh, vecinooo...”. Eso tiene sus raíces profundas en África. Nos hemos negado a dejarlas morir. Si hay algo que admiro de los maestros y maestras de Timbiquí, es que nunca sintieron que sus saberes eran menos. Además, no había otra opción. Nos ha tocado vivir desde la guía de la sabiduría ancestral. No hay hospitales, ¿cómo se sostiene la vida? Desde los conocimientos milenarios. Esa tradición se ha mantenido viva de forma generacional.
—¿Qué significa el homenaje que le hace el Petronio Álvarez para usted y para toda la comunidad que representa?
—Me siento agradecida con la vida, con el festival, porque de alguna manera hemos venido dando el mensaje de que todo debe ser en vida. Uno se imagina que un festival como el Petronio Álvarez les hace homenajes a mujeres ya adultas, o a personas que ya han fallecido. Entonces no solo lo recibí con sorpresa, sino con gran alegría y orgullo, porque siento que se ha hecho un trabajo que ha valido la pena.
—¿Hace cuánto participa del Festival?
—Hace 24 años, cuando ni las marimbas ni la música pacífica sonaban en Cali como ahora.
—¿Cómo era el Petronio entonces?
—Era lo más grande, lo esperábamos con ansia. Era el espacio que más nos recordaba estar en el Pacífico, porque uno apenas sale, siente un desarraigo, y es duro. El Petronio da tranquilidad, porque es un reencuentro con la gente, con la música. Yo no veía la hora de que llegara. En este entonces no existían los pabellones de moda ni de comida. Tampoco de bebida ancestral, que era perseguida por ser ilegal. Toda la atención estaba hacia la música. El festival ha crecido mucho, y muchas cosas se han fortalecido; hay otras que hay que seguir perfeccionando.

—Al volverse un festival masivo, ¿cree que hay un riesgo de que se gentrifique?
—Cuando la música o estas expresiones salen de su entorno natural, ya hay un riesgo. Y en el momento en que se abre la puerta para dar a conocer, empieza una transformación. Mientras el festival sostenga la dinámica de ir al territorio, de fortalecer los procesos, de realizar las zonales, de que los protagonistas y las personas que contemos, cantemos y mostremos la cultura seamos del Pacífico, difícilmente esa pequeña partecita que es la esencia se va a perder. Ahora, si permitimos que otros sean los que la cuenten o impongan lineamientos, eso es otra voz. Creo que el festival debe seguir con la idea de la conexión con los pueblos del Pacífico.
—¿Y el riesgo de industrializar la cultura del Pacífico…?
—La decisión de que seamos las personas del Pacífico las que estemos creando empresa alrededor de cada uno de estos elementos no la entiendo como una industrialización. Porque lo hacemos con la convicción, el respeto y el equilibrio que merece. Espacios como el Petronio son importantes, y que sigan trayendo a los maestros y maestras que somos de territorio, que estamos en el oficio por herencia y que tenemos el saber. Porque no es solamente ir y vender un producto, es la historia que hay detrás de él. Tú no te estás tomando una tomaseca, te estás tomando el saber de varias generaciones. Yo no veo ningún problema en la comercialización. El problema es cuando se hace de formas indignas, incorrectas, deshumanizadas.
Después de hablar, Góngora se levanta para ir al ensayo. Convoca a sus músicos con un grito que apaga todos los ruidos, pequeños al lado del sonido de su voz. Viste una bata blanca, un collar con detalles dorados que le cubre pecho y espalda, y camina con una altivez que le otorga cierto aire faraónico. Es una mujer joven, pero dentro parece habitar un alma milenaria, de matrona. En su muñeca derecha lleva una pulsera de pepitas de mostacilla con las banderas de varios países africanos. En el ensayo estará Freddy Colorado, marcando el ritmo con los tambores, y Will Holland, conocido como Quantic, viejo socio de ambos en el mundo musical. Empezarán con Amor en Francia, un arrullo con sonidos modernos que le pregunta a un hombre, Fernando, por qué mató a su mujer.
Señores vengan a ver / el caso que ha sucedido
A Helena por corrinchosa / ya la mató su marido
¿Por qué lo hiciste Fernando? / ¿Por qué no la perdonaste?
Si la ibas a matar / la hubieras abandonado
La última noche, el festín definitivo
En la última noche del Petronio, toda Cali parecía estar de acuerdo en que había que hacer una fiesta grande. Se escucharon chirimías, violines caucanos y marimbas, que durante el fin de semana demostraron su capacidad de levantar el ánimo de las miles de personas que participaban del festín de ritmo, comida de mar y bebidas ancestrales. El lunes, festivo, sería día de descanso. Ahora los pañuelos se agitaban al viento al ritmo del baile, del que participaba también la vicepresidenta, Francia Márquez, habitual visitante del Petronio. La ciudadela se llenaba de a poco, a la espera de Góngora, que ofrecería un espectáculo a modo de resumen de su trayectoria: una parte de Canalón de Timbiquí, otra más de su etapa con Quantic y una última sobre Pacífico Maravilla, su primer álbum como solista. Más 30 personas la acompañarían en la tarima.

Mientras tanto, en Ciudad Córdoba, la fiesta ya empezaba. Un filtro policial daba ingreso a la calle del arrullo, más asegurada que en los dos días anteriores. La gente cercaba las puertas de sus casas con mesas dispuestas con bebidas, vitrinas llenas de comida y barriles para asar carne y chicharrón. La casa de Góngora, con un “Somos Pacíficos” pintado a todo color en la fachada, acogía a dos grupos, uno en el primer nivel y otro en el tercero. Quien quisiera podía verlos: las puertas estaban abiertas. A pocos pasos, en una especie de garaje, otro grupo golpeaba marimbas y bombos. La multitud entraba en trance, mientras los músicos cantaban y volvían celebración el relato de un incendio.
A Tumaco lo quemaron / a la una y a las dos
A las tres de la mañana / a la una y a las dos
Unas mujeres lloraban / a la una y a las dos
Ya Tumaco se acabó / a la una y a las dos
Vamos corriendo a la iglesia / a la una y a las dos
El daño es pura alegría / a la una y a las dos
El festín era completo: el baile se convirtió en una especie de pogo en el que todo empujón era más bien una muestra de amistad. Canastas de plátano con camarones y hogao, empanadas, asados al barril, pinchos y sancochos se ofrecían a precios mucho más módicos que en la ciudadela del Petronio. Y para el combustible de la noche, variedad de bebidas ancestrales: viche blanco, en crema o curao. Tomaseca, tumbacatre, arrechón. Si Cali es la casa grande del Pacífico, como se la ha denominado, esta calle a la que tantos temen acercarse quizá sea su sala, su chimenea, el lugar en el que los anfitriones y los visitantes se reúnen, se ponen cómodos y disfrutan.

Después del cierre del festival, Nidia llega a Ciudad Córdoba y toma su posición de anfitriona, a la que todos saludan, a la que todos admiran. Embriagada de una noche repleta de alegría, se une a la fiesta, canta, baila, goza. Departe en una terraza con Francia Márquez. Todos se desinhiben, el tiempo no importa. Aquí negros, blancos y mestizos son todos amigos —o, en el decir del Pacífico, sobrinos— en una misma fiesta y con el gesto de agitar los pañuelos al ritmo de la música como idioma común.
Nidia Góngora recuerda que en los arrullos nunca ha habido un acto violento. Esta fiesta de ritmos, colores y sabores que anula todos los temores de acercarse al distrito de Aguablanca parece darle la razón. “Les estamos demostrando a través del arrullo que pueden ir a vivir una fiesta tranquila, en paz y a salir felices y con el corazón lleno”, decía. Así ocurrirá hasta el amanecer, el único capaz de mandar a dormir a los vecinos, a la ciudad, al festival, a la celebración de la música del Pacífico. El Petronio Álvarez duerme, y Cali esperará, paciente, el año que queda por delante para que vuelva a despertar.
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