Volvamos a hablar de la bomba atómica
A los ‘hibakusha’, los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki, no les queda mucho tiempo, y cuando las personas mueren se diluye también nuestra comprensión del pasado. Se abre, entonces, la posibilidad de repetirlo


Escribo esto en la mañana del 9 de agosto, 80 años después de que la bomba atómica estallara en Nagasaki. Leo que en la ciudad se ha llevado a cabo una ceremonia, como ha ocurrido cada vez que se cumple un aniversario, y leo que las autoridades y los supervivientes han hecho un nuevo llamamiento de paz: como ha ocurrido cada vez que se cumple un aniversario. Sin embargo, esta conmemoración no es como otras –la que se hizo hace diez años, por ejemplo, o hace veinte–, porque el mundo ha cambiado. Sí, se han dicho las mismas frases de otros años: las peticiones de abolición de las armas nucleares en el mundo entero; el deseo de que se recuerden los bombardeos para que nunca se repitan. Son frases necesarias, como han sido siempre, y han venido envueltas en la rara y triste autoridad moral que tiene Japón por el hecho simple de ser el único país del mundo que ha sufrido un bombardeo nuclear. Pero esas frases necesarias hoy parecen además urgentes: porque en nuestro mundo desastrado de repente ha dejado de ser imposible que las armas nucleares vuelvan a usarse.
Es lo que parece temer el alcalde de Nagasaki, que en la ceremonia de hoy (según la noticia que dio este periódico) habló de “crisis existencial”, de “riesgo inminente” para el planeta entero, de un mundo atrapado en un “círculo vicioso de confrontación”. Y no he podido no pensar en las otras noticias del día. No he podido no pensar en los planes militares del gobierno asesino de Benjamin Netanyahu, que lleva dos años exterminando a un pueblo entero mientras en Europa se debate la etimología de la palabra genocidio (y el gobierno de Estados Unidos le vende armas y le promete balnearios). No he podido no pensar en la cita que tendrán en Alaska Donald Trump y Vladimir Putin, cuyo objetivo ostensible es terminar con la guerra de Ucrania y cuyo resultado previsible será un nuevo desmantelamiento del orden internacional, una nueva abdicación del Pentágono frente al Kremlin y un nuevo memorando de que la ley de hoy es la ley del más fuerte. Ese principio que parecía invulnerable desde 1945 –que un país no puede invadir otro para quitarle territorio por la fuerza de las armas– ha quedado inservible, y no a pesar de Estados Unidos, sino con el consentimiento pleno de su gobierno de matones.
Estados Unidos, Rusia e Israel son tres de los nueve países que tienen bombas nucleares. Los otros son Corea del Norte, que está a un capricho de su líder megalómano de usarlas; India y Pakistán, dueños de una frontera inflamable donde todos los días alguien se levanta hablando de guerra y alguien más se acuesta maravillado de que la guerra no haya sucedido; China, una potencia más opaca e impredecible de lo que a veces nos gustaría aceptar; e Inglaterra y Francia, cuyos líderes han vuelto a hablar de armas nucleares con una intención que nadie había tenido desde –digamos– 1989. Hace apenas unos días que Emmanuel Macron propuso la necesidad de un “debate estratégico” sobre la protección de Europa o de la Unión Europea. Es decir, se preguntó en público, y con total seriedad, si el paraguas nuclear de la bomba francesa puede servir de disuasión en un mundo peligroso donde Estados Unidos no sólo se ha ausentado de la OTAN, sino del orden internacional, y lo sabotea cuando no se pone del lado de los saboteadores.
De manera que tiene razón el alcalde de Nagasaki cuando habla de crisis existencial, de riesgo inminente, de círculos viciosos de confrontación. Pero también tuvo razón cuando pronunció otra frase, menos concreta que sus preocupaciones legítimas por el estado del mundo pero igual de importante, y, para mí, extrañamente conmovedora: “A los hibakusha no les queda mucho tiempo”. Los hibakusha son, como sabe todo el mundo, los supervivientes de los bombardeos de 1945: la palabra significa literalmente “persona bombardeada”. ¿Qué quiere decir que no les quede mucho tiempo? Sencillamente, que quienes sufrieron en carne propia los horrores sin cuento de los bombardeos atómicos son cada vez menos, y con su muerte definitiva desaparecerá también el testimonio vivo de lo sucedido; y la misión que se han echado sobre los hombros desde hace décadas –llevar su testimonio por el mundo, compartir esa experiencia que es imposible de imaginar para quien no la ha vivido– quedará clausurada y sólo contaremos con los documentos.
Esto es inevitable, por supuesto: las vidas humanas son finitas. Pero basta echar una mirada al Holocausto para saber que la desaparición de los testigos directos no carece de consecuencias: hace unos años, cuando los ataques terroristas de Hamás y el genocidio perpetrado por Israel en Gaza no habían cambiado todavía la conversación, muchos comenzábamos a notar que la desaparición de las últimas víctimas del Holocausto nazi estaba coincidiendo en varios lugares con un auge de nuevos antisemitismos. Las personas mueren y muere también, o se diluye, nuestra comprensión del pasado. Eso lo saben los hibakusha, y por eso, porque saben que no les queda mucho tiempo, están preocupados. Cuando muera el último sólo quedarán los documentos, y los documentos no son el testimonio vivo. Tendremos que acudir a ellos, claro, y serán imprescindibles y agradeceremos que existan; pero algo se pierde de la presencia del pasado entre nosotros cuando mueren quienes lo vivieron.
Hace cosa de 15 años, durante una visita demasiado breve a Tokio, conocí a uno de esos hibakusha. No fue un encuentro fácil, porque ninguno hablaba la lengua del otro, y he olvidado los detalles; pero recuerdo bien cómo le cambió la cara a aquel hombre cuando le conté, más por hacer conversación que por otra cosa, que yo había traducido al español Hiroshima, el libro célebre de John Hersey. Se le aguaron los ojos y me dio las gracias, pero nunca supe si había algo más detrás de su gratitud: tal vez se emocionó simplemente por la ayuda que ese reportaje le ha prestado siempre al recuerdo correcto de la bomba y a la causa antinuclear; tal vez recordó algo o a alguien. Me estremece pensarlo. Ahora he vuelto a ojear el reportaje de Hersey y a conmoverme con sus imágenes brutales y con las historias de valor y resistencia de sus protagonistas, y pienso: aquí viven memorias que no deberían desaparecer nunca.
Hersey hizo el reportaje durante tres semanas de mayo de 1946; Hiroshima se publicó en la revista The New Yorker –toda la revista ocupada por ese único artículo– el 31 de agosto. En los años siguientes, Hersey siguió en contacto con los seis supervivientes a los que había entrevistado, y acabó escribiendo un último capítulo que hace parte desde entonces del libro publicado: “Las secuelas del desastre”. El capítulo se cierra con Kiyoshi Tanimoto, pastor de una iglesia metodista, que tiene 70 años en ese momento: ocho más que el promedio de los hibakusha. Es un hombre que ha dedicado parte de su vida a dar conferencias para abogar por el desarme y denunciar las armas nucleares. Lo que lee en los periódicos lo preocupa. Una encuesta entre los hibakusha arroja este dato: el 54,3% cree que las bombas atómicas se usarán de nuevo. Pero el señor Tanimoto trata de pasar sus días con normalidad: conduce un Mazda fabricado en Hiroshima, come demasiado, sale a caminar con su perro. Y entonces Hersey escribe: “Su memoria, como la del mundo, se estaba volviendo selectiva”.
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