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Donar plasma o vender tamales: así sobreviven los indocumentados que nadie quiere contratar

Sin documentos legales, millones de migrantes buscan alternativas para trabajar y evitar la deportación

Jornada de donación de plasma, en Seattle, en septiembre de 2020.

La crisis comenzó cuando tuvieron que mudarse de casa. Su hijo mayor era el único que trabajaba y ese dinero no alcanzaba para todos los gastos de la familia. Ella, una mexicana de 53 años que lleva 25 en Estados Unidos, intentó conseguir empleo formal, pero, sin papeles, las opciones eran pocas. El contexto tampoco la ayudaba: cada vez es más difícil para los inmigrantes encontrar trabajo estable y el miedo al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) flota sobre el país como la neblina. Ella, además, tiene dos hijos con autismo que requieren terapias permanentes.

Entonces, con ayuda de su hermana y de los miembros de su iglesia en Dallas, Texas, empezó a hacer tamales. Los verdes de pollo y los rojos de puerco. “Se venden rápido”, explica. “Aquí la gente tiene mucha nostalgia de los tamales. Les gustan mucho a los mexicanos, pero también a casi todos los latinos, incluso a los gringos”.

El proceso no es fácil. Hay que pasarse al menos un día entero comprando ingredientes: masa, tomates, jitomates, carne de res, carne de puerco. “Tienes que escogerla bien, a buenos precios pero de muy buena calidad, porque no te puedes arriesgar a que alguien se enferme por tu comida. Sobre todo porque no tienes permiso, es algo casero”, señala la mujer, que prefiere no ser identificada por miedo a acabar detenida y deportada.

Inmigrantes en Estados Unidos

Luego hay que hacer las salsas, cocer la carne durante cinco horas, preparar el chile, molerlo, colarlo, amasar, rellenar cada tamal, envolverlo con cuidado, acomodarlos en vaporeras grandes. El trabajo empieza desde las tres de la mañana y termina por la noche. Toda la familia participa: la hermana, el padrino, los sobrinos. “Es muy laborioso. Terminas muerto”, afirma la migrante.

La iglesia les dio permiso para poner una mesa en el espacio entre la salida y el estacionamiento. Ahí, cada domingo después de misa, la familia vende las docenas a 20 dólares. “Los tamales de Dios”, pregonan los niños. En las dos ventas más grandes que han tenido hasta ahora hicieron 1.200 tamales un día y 900 al siguiente.

Con los tamales la madre ha podido pagar la renta y también las terapias de sus niños, de 12 y 23 años, con autismo. También, eventualmente, usará ese mismo dinero para solicitar la residencia legal a través de sus hijos, que nacieron en Estados Unidos y son ciudadanos.

De acuerdo con un estudio del Pew Research Center, casi 10 millones de indocumentados formaban parte de la fuerza laboral de Estados Unidos en 2023. Datos preliminares del mismo informe apuntan a un crecimiento continuo de esa cifra en 2024. Sin embargo, reportan una disminución en 2025. La política de deportaciones masivas de Donald Trump ha provocado, por una parte, que muchos empleadores eviten contratar a personas sin documentos, y, por otra, que los propios migrantes teman cada vez más salir a buscar empleo. Para millones de personas sin papeles, conseguir trabajo formal se ha vuelto prácticamente imposible.

“Un peso es un peso”

Después de semanas sin encontrar trabajo, Manuel vio un anuncio en Facebook: “Busco driver para repartir paquetes de Shein en Austin”. Ofrecían 1,75 dólares por entrega. “Menos la gasolina, me quedaba con bastante poco. Pero como no tenía nada, dije: bueno, un peso es un peso”. Llamó. Le preguntaron sus datos. “No tengo licencia [de conducir]”, aclaró. “No importa”, le respondieron.

Manuel es cubano y llegó a la capital texana hace poco más de un año, mediante el parole humanitario. También pidió ocultar su nombre real, como todas las personas entrevistadas para este reportaje. El primer mes, ya tenía licencia y permiso de trabajo. Sin embargo, los perdió cuando el presidente Trump eliminó los beneficios que tenían quienes llegaron por esa vía.

Desde entonces su vida ha sido un caos y le ha tocado vivir del invento. Chapea jardines, pasea perros, hace lo que sea. Ha aplicado para trabajos en restaurantes, pero nunca lo llaman. “Estoy aquí peor que en Cuba”, dice. Sin embargo, no quiere regresar. Tiene esperanza de que, cuando logre regularizar su estatus, le irán mejor las cosas.

A las seis de la mañana estaba en un almacén, listo para hacer las entregas. Le asignaron 60 paquetes para repartir ese día, a dos horas de distancia. “Tienes hasta las diez de la noche”, le advirtieron. Cuando revisó la ruta, se dio cuenta de que le habían dado más de cien paquetes. “Un desorden fatal. Un desastre”, recuerda.

Empezó a entregar. Pero había direcciones falsas, casas sin número, condominios donde perdía media hora buscando dónde dejar un envío. Después de hacer 54 entregas, llamó a la encargada. “No me da tiempo”. Entregó lo que pudo y devolvió lo demás. Ella le dijo: “Tienes que esperar 21 días para que te paguen”.

Al final nunca le pagaron, asegura. “Ese tipo de negocios no tienen control, no hay nadie que dé la cara”, dice Manuel. “Y cuando vas sin papeles, no tienes ni derecho a reclamar nada”.

Donar plasma

En Oakland, California, Juliana, mexicana de 25 años, no encontraba trabajo estable, por lo que una amiga la llevó a un centro de donación de plasma. “La primera vez me sentí muy nerviosa porque tenía miedo de desmayarme”, recuerda.

La pasaron a un cuarto para revisarle la presión arterial, luego a una sala de espera con sillas reclinables. Una enfermera le buscó la vena, pero no dio con ella, así que le hizo apretar una bola de goma mientras le amarraba una liga en el antebrazo. Cuando finalmente le metieron la aguja, Juliana empezó a temblar de miedo. La calmaron, lo intentaron de nuevo. Todo el proceso tomó una hora. Le pagaron 250 dólares en efectivo. Juliana fue a donar una vez al mes durante tres meses.

Donación de plasma, en Seattle, en una imagen de archivo.

La Administración de Alimentos y Medicamentos, que regula las donaciones de plasma, no prohíbe que lo hagan las personas indocumentadas. Solo exige que los centros verifiquen la identidad y el domicilio del donante. Hay centros que también piden un número de Seguro Social, aunque es algo que depende de las políticas internas de cada uno.

A Camila también le parece una buena opción desde que comenzó a ver anuncios de ese tipo en las redes sociales. La venezolana, de 21 años, renunció a su trabajo después de que le llegara una orden de deportación. Hasta ese momento era mesera en un restaurante. Sin embargo, de un día para otro, por miedo a que el ICE la encontrara, se quedó sin ingresos y con facturas pendientes. “Comenzaron a salirme publicidades sobre donar plasma, escuché a algunos latinos en mi entorno hablando sobre eso, y comencé a considerarlo para ganar dinero de forma rápida y segura entre comillas”, cuenta. “Pero me preocupa el impacto físico y emocional que pueda tener eso”.

Camila sacó cita en una clínica, pero no fue. No se decide todavía. Está viviendo de sus pocos ahorros y comiendo gracias a bancos de alimentos. Dice que se siente cada vez más cerca de decidirse a donar, aunque batalla con ello: “No estaría donando con un fin altruista, es que me veo prácticamente obligada. Nadie debería verse obligado a hacer algo así por necesidad”.

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