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La ‘maldición’ de los veteranos atrapados en la maquinaria de la deportación de Estados Unidos

Más de 100.000 exmiembros de las fuerzas armadas no tienen ciudadanía estadounidense y están en riesgo de ser expulsados del país

El sargento Jose Barco y el cabo Zahid Chaudhry.
Nicholas Dale Leal

Después de 15 años entre rejas, el sargento Jose Barco, veterano condecorado y herido en la guerra de Irak, salió de prisión el segundo día de la segunda presidencia de Donald Trump. La libertad, sin embargo, apenas le duró instantes. Afuera lo esperaban agentes migratorios. Desde entonces, ha estado en centros de detención, contando hacia atrás hasta el momento de una deportación que a estas alturas representa a la vez un alivio y también la última desgracia en una lista que no ha hecho más que alargarse desde que se unió al ejército con 17 años. Su esposa, Tia Barco, solo tiene una explicación: tiene que ser una “maldición”.

El sargento, que hace unas semanas cumplió 40 años en silencio en una celda y entre decenas de indocumentados, en realidad nunca ha conocido la libertad plena en su vida adulta. Nacido en Venezuela de padres cubanos que huyeron del régimen castrista, se mudó con cuatro años a Miami, donde creció como residente legal al ser hijo de refugiados. Como adolescente, se enlistó y cumplió dos estancias en Irak. Volvió unos años después a casa y en una noche de fiesta se metió en una riña donde hubo disparos. Fue condenado a 55 años de cárcel por intento de asesinato. Cumplió más de una década de su sentencia como un preso ejemplar antes de recibir la libertad condicional, pero pasó inmediatamente a engrosar la lista de detenidos por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés).

El caso del sargento Barco no es tan extraordinario. En Estados Unidos hay más de 100.000 veteranos sin ciudadanía y, por lo tanto, en tiempos de las deportaciones de Trump, en riesgo de expulsión, de acuerdo a cifras del Congreso. Las fuerzas armadas permiten que personas de otras nacionalidades que están legalmente en el país se unan a sus filas y les prometen amplios beneficios. El más atractivo es un camino expedito a la ciudadanía. No es una promesa, aunque muchos lo perciben así.

Pero el servicio militar causa estragos. Si un tercio de todos los veteranos termina arrestado en algún momento, los que no son ciudadanos pierden en ese momento prácticamente todos los derechos que recibieron al firmar sus contratos militares. De repente, dejan de ser honorables excombatientes y se convierten en extranjeros ilegales criminales: los primeros en la lista de las deportaciones.

El sargento Jose Barco durante la guerra en Irak.

Estos casos no se contabilizan oficialmente. Se conocen esporádicamente por alguna campaña mediática o un artículo periodístico. Entre todas las personas con las que ha hablado EL PAÍS, los números que se arrojan van de un puñado de casos activos a cientos de ellos. La cantidad de veteranos deportados asciende con toda certeza a los miles, pues la práctica empezó a mediados de los noventa con la promulgación de una nueva ley migratoria que eliminaba los derechos de excombatientes acusados de una larga lista de delitos, aunque fueran declarados inocentes más adelante.

El abandono oficial de estos veteranos se contrarresta, mínimamente, por una comunidad solidaria que ha tomado esta situación como propia, en muchas ocasiones porque lo es. Hay varias organizaciones en el país y en el extranjero, pero su capacidad es limitada, especialmente considerando la opacidad de los casos y su variedad geográfica. Una de ellas, Unified U.S. Deported Veterans Resource Center, presente a cada lado de la frontera de San Diego y Tijuana, calcula que hay veteranos en riesgo de deportación en cada rincón de Estados Unidos y ya expulsados en, por lo menos, 40 países.

El veterano apátrida

En el caso del sargento Barco, sin embargo, no hay ningún país al que enviarlo. En abril, tras un intento fallido de deportarlo a Venezuela, se volvió, a efectos prácticos, apátrida. “Las autoridades venezolanas se iban a encontrar con los estadounidenses en Honduras para entregar a personas. Pero los venezolanos empezaron a sospechar. Decían: ‘¿Este quién es? No parece venezolano. Y hablaron con él y estaban más convencidos: ‘Escúchenlo hablar, habla como cubano’. Pero [aunque nació en Venezuela], él creció en Miami, y su familia es cubana. Así que, por acortar la historia, de los más de 200 hombres en el avión, los agentes del ICE tuvieron que volver a Texas con él”, recuenta Tia, su esposa, por videollamada desde su casa en Houston.

Casi seis meses después de aquello, Barco permanece detenido, flotando en un limbo legal difícil de solucionar. A raíz del rechazo de Venezuela, su abogado, un veterano también que tomó su caso sin cobrar, ha logrado reabrirlo y el objetivo es que se cancele la orden de deportación y se pueda quedar en el país como residente legal. Pero el Gobierno insiste en deportarlo y ha emitido otra orden de expulsión, en primera instancia a Venezuela de nuevo, si no, a Cuba, y finalmente a México.

“No creo que Venezuela lo acepte. Cuba tampoco, porque aunque es cubano de sangre, no tiene la nacionalidad. Y México es posible, pero se ha puesto más estricto allá también. Entonces ahora tememos que lo envíen a África adonde han estado mandando gente”, teme Tia, convertida ella misma en una experta en asuntos migratorios, pero consumida por el pesimismo que se vuelve reflejo con la costumbre de la derrota.

Jose Barco (al centro sosteniendo un arma) durante un operativo en Irak.

Ha acompañado a su marido en la distancia desde que él entró en prisión en 2009. En ese momento, estaban recién casados y Tia tenía tres meses de embarazo. Su hija, adolescente ahora, nunca ha podido tener una relación cercana con su padre, aunque él, a través de su pensión como veterano, ha podido proveer para su familia, aunque nunca hayan podido ser una del todo. Lograrlo es la mayor motivación de Barco para seguir luchando.

Luchar es lo que ha hecho el sargento su vida entera, desde que se uniformó, enfundó un fusil y se fue a Irak con 19 años. El 11 de noviembre de 2004, el Día de los Veteranos, un explosivo improvisado hizo volar la camioneta en la que se estaba moviendo con varios integrantes de su pelotón. Barco logró liberar a dos compañeros que estaban atrapados debajo de las ruinas del automóvil incendiado. Pero su comandante murió y él sostuvo graves heridas, incluyendo cerebrales, además de quemaduras en gran parte del cuerpo. Lo enviaron de regreso a Estados Unidos para recuperarse, pero Barco solo quería volver a acabar su misión incompleta.

Tras una recuperación física básica, volvió a Irak por 15 meses. Acabado ese periodo de servicio y de regreso en Estados Unidos, él y varios de sus compañeros se metieron cada uno por su cuenta en problemas con la ley. La situación más grave fue la del sargento Barco.

Una noche de 2008, en una fiesta en Arizona, se metió en una pelea con el anfitrión. Lo acusaron de estar robándole alcohol y lo rodearon y comenzaron a intimidar y golpear. Entonces, el sargento recientemente regresado de la guerra, sacó una pistola, para la cual tenia licencia, y disparó al techo. Salió de la casa mientras le lanzaban piedras y, una vez dentro de su coche y mientras arrancaba, disparó en dirección del porche de la casa. Una bala alcanzó la pierna de una joven de 19 años que estaba embarazada. Lo sentenciaron a 32 años por eso, 20 años más por el primer disparo y otros tres por utilizar un arma de forma amenazante: 55 años en total.

Para Tia, se tendría que haber tenido en cuenta su situación personal a la hora de dictar la sentencia: “Si alguien tiene estrés postraumático y traumatismo craneoencefálico, ahora se sabe, se pueden ver las lesiones. Pero entonces simplemente les estaban arrojando pastillas, sin saber ni importarles cómo interactuaban. La noche de esa fiesta, Barco estaba bebiendo alcohol y tomando Ambien [un somnífero potente similar a las benzodiazepinas]. La gente que lo toma para dormir a veces no se acuerda de las cosas y él no recuerda mucho de esa noche. Parece una excusa, pero en serio no lo es”.

Los documentos del tribunal muestran que el Gobierno reconoce el servicio de Barco y se toma en serio iniciar acciones de deportación a alguien que haya formado parte del Ejército de Estados Unidos. “Sin embargo, el implicado no estaría actualmente en procedimientos si no hubiese disparado a múltiples personas”, recalcan. El Departamento de Seguridad Nacional, el acusador en el caso migratorio, no respondió a la solicitud de comentario de este diario.

El veterano sin crimen

A veces, ni siquiera hay un crimen. Es lo que denuncia Melissa Chaudhry, esposa de Muhammad Zahid Chaudhry, de 52 años y veterano en silla de ruedas detenido por el ICE en el Estado de Washington desde finales de agosto. Su historia comienza en los noventa, cuando emigró de su Pakistán natal a Australia. Allí estudió informática y trabajó como taxista. En ese trabajo vivió abusos y palizas racistas, pero lo que no lo abandonaría sería la condena por supuestamente robar un pasaporte y una tarjeta de crédito que pasajeros habían dejado en su auto.

Zahid Chaudhry en diciembre de 2022.

A finales de los noventa se mudó a Estados Unidos y, en 2001, recibió su permiso de residencia. Ya casado con su primera esposa, se unió a la Guardia Nacional, donde se distinguió como especialista en salud mental. Luego sucedió el atentado a las Torres Gemelas y fue activado para el servicio regular. “Ahí estaba, un hombre moreno llamado Muhammad con acento en el Ejército de Estados Unidos. El tono cambió considerablemente”, recalca Melissa en una videollamada desde su coche acompañada por sus dos hijos menores de dos años y en medio de las diligencias legales que ahora llenan su día a día.

Mientras Chaudhry completaba su entrenamiento, le ofrecieron entrar en contrainteligencia dado su origen y dominio de numerosos idiomas, pero él se negó. Como respuesta, le dijeron que su petición de ciudadanía no sería concedida nunca y que harían de su vida un infierno, según dice su familia. Melissa cree que lo más probable es que haya sido incluido en un programa secreto que se estaba empezando a implementar en ese momento, a pesar de no ser autorizado por el Congreso, llamado CARP. Esencialmente, es una lista de individuos musulmanes considerados un riesgo de seguridad nacional y a los cuales se ordena sistemáticamente rechazar cualquier solicitud migratoria.

Además, poco antes de que debía partir a la guerra, sufrió lo que describe como tortura por parte de sus compañeros, después de la cual no ha podido caminar. Esa lesión definitiva fue adicional a otra sostenida un poco antes en un entrenamiento nocturno en el que, al bajar de un camión cargando todo su equipo, se tropezó y fue pisoteado por su pelotón entero. Desde entonces, Chaudhry vive con una columna vertebral rota y lesiones cerebrales severas que le causan migrañas paralizantes. Más adelante, desarrolló una enfermedad de tiroides que amenaza con dejarle ciego.

Fue dado de alta del Ejército en 2005 con honores —su propio reclutador lo describió como un soldado ejemplar y con potencial de liderazgo—, pero ahí comenzó su largo periplo migratorio. Su proceso de ciudadanía fue rechazado a raíz de aquella acusación de robo en Australia y en 2008 recibió su primera orden de deportación, que ha estado luchando desde entonces. En 2018, logró que se desestimaran todos los argumentos en su contra y la jueza le otorgó residencia legal retroactivamente desde 2001. Parecía que lo había logrado, pero el Gobierno en ese momento apeló sin dar la notificación debida y el caso se reabrió. Ahora, el caso ha llegado a la Novena Corte de Apelaciones, un escalón debajo del Supremo.

Fue en este contexto que fue citado a una entrevista con las autoridades migratorias a finales de agosto. Melissa le suplicó que no fuera, él ya había dado todas las declaraciones que debía dar y desde hacía unos meses el ICE estaba arrestando gente en los juzgados migratorios. Acudió a la cita de buena fe, pero salió bajo custodia.

Fotografía familiar de Zahid Chaudhry en junio de 2025.

Desde entonces lleva detenido en condiciones paupérrimas en una de las cárceles para migrantes más grande del país, el Northwest ICE Processing Center en Tacoma. No está recibiendo medicación y sus migrañas son insoportables, denuncia su esposa. También está perdiendo la visión al no tener acceso a su tratamiento. Mientras tanto, su proceso legal no tiene una resolución a la vista hasta que la corte de apelaciones decida; previsiblemente, a principios del año entrante.

Melissa, que ha asumido gran parte de su defensa, ha presentado 183 cartas de la comunidad que verifican su carácter. Chaudhry es un miembro muy activo, ayuda a la gente con sus computadores, hace parte de juntas directivas de varias fundaciones, da refugio a mujeres y niños abusados, ofrece apoyo psicológico gratuito, entre otras cosas. Por ahora, sin embargo, solo puede escuchar a los hombres que están detenidos con él.

La puerta abierta

Consciente de que la suerte rara vez está del lado de personas como él, miles de kilómetros al sur, en Ciudad Juárez, México, Francisco López tiene su puerta abierta para Barco, Chaudhry o cualquier otro veterano deportado. Su organización, Deported Veterans Support House, da apoyo a quien llegue con una historia similar. El segundo piso de su casa es un refugio para cualquier expulsado por el país por el que estuvo dispuesto a entregar la vida.

A sus 80 años, el recuerdo de cuando tenía 23 y se integró al Ejército para luchar en Vietnam bajo la promesa de la ciudadanía es tan vívido y amargo como el de cuando fue deportado en 2003. En ese momento, decidió quedarse a vivir en una ciudad en la que, si uno se para junto al Río Bravo, alcanza a ver los edificios, carreteras y casas de Estados Unidos.

En 2023 se aprobó su solicitud para regresar a Estados Unidos y ahora vive unos días al otro costado de la frontera en El Paso, y otros en su casa-refugio. La campaña de deportaciones masivas del presidente Trump lo llevó a decidir quedarse con un pie en cada lado. “Aquí estoy todavía con las puertas abiertas para los veteranos que deporten, porque nunca se sabe cuándo llega uno”, dice frente a la bandera estadounidense que tiene doblada y que se quedará así hasta que el último veterano deportado vuelva.

Francisco López en Ciudad Juárez el 7 de octubre.

Sobre la firma

Nicholas Dale Leal
Periodista colombo-británico en EL PAÍS América desde 2022. Máster de periodismo por la Escuela UAM-EL PAÍS, donde cubrió la información de Madrid y Deportes. Tras pasar por la Redacción de Colombia y formar parte del equipo que produce la versión en inglés, es editor y redactor fundador de EL PAÍS US, la edición del diario para Estados Unidos.
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