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gustavo petro
Columna
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Petro en Nueva York: ¿opinión protegida o delito?

La línea que traza la justicia norteamericana es consistente: protestar es legítimo, pero llamar a la insubordinación constituye delito

El presidente de Colombia, Gustavo Petro, en Nueva York, en una protesta por Palestina, el 26 de septiembre.

Las palabras de Gustavo Petro en Nueva York, frente a la sede de Naciones Unidas, deberían encender alarmas en Bogotá y en Washington. En medio de una protesta propalestina, el presidente de Colombia exhortó a los soldados estadounidenses a “desobedecer las órdenes de Trump y obedecer las órdenes de la humanidad”. Independientemente de la posición que se tenga frente a la situación en Gaza y las actuaciones de Israel y Hamás, lo que para algunos puede sonar a consigna política o a gesto de audacia retórica, en realidad cruza un límite legal y diplomático muy delicado: en Estados Unidos, pedir a miembros de las Fuerzas Armadas que desobedezcan órdenes legítimas es, potencialmente, un delito federal.

La legislación estadounidense no deja dudas. El Código Penal, en su sección 18 U.S.C. § 2387, sanciona con hasta diez años de prisión a quien incite la insubordinación, la deslealtad, el motín o la negativa a cumplir deberes en el seno de las Fuerzas Armadas. La norma diferencia claramente entre la crítica política —protegida por la Primera Enmienda— y la incitación directa a la desobediencia militar, que no goza de esa protección.

Los antecedentes históricos lo demuestran. En 1919, Charles Schenck fue condenado por repartir panfletos contra el reclutamiento en la Primera Guerra Mundial; ese mismo año, Eugene Debs, líder socialista y candidato presidencial, fue encarcelado por elogiar a los objetores de conciencia. Durante la guerra de Vietnam, varios activistas enfrentaron juicios por aconsejar a soldados no cumplir órdenes. Más recientemente, en 2006, Adam Gadahn, portavoz de Al Qaeda, fue acusado de traición por instar a militares estadounidenses a desertar. La línea que traza la justicia norteamericana es consistente: protestar es legítimo, pero llamar a la insubordinación constituye delito.

La gravedad del caso se multiplica por quién pronunció esas palabras. Cuando un ciudadano estadounidense cruza esa frontera, enfrenta los tribunales. Si lo hace un extranjero en territorio estadounidense, se expone además a la deportación y a la revocación de su visa, como en este caso. Pero si quien lanza ese llamado es un jefe de Estado extranjero en ejercicio y desde suelo estadounidense, el problema escala a un nivel diplomático sin precedentes.

En el terreno jurídico, Petro cuenta hoy con un blindaje indiscutible: goza de inmunidad diplomática plena hasta el 7 de agosto de 2026, por ser jefe de Estado, conforme a la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961. Esa inmunidad lo protege de cualquier proceso penal en el extranjero. Pero una vez deje el poder, esa cobertura se extingue. Aquí surge la pregunta crucial: ¿qué ocurrirá después? El derecho internacional reconoce una inmunidad residual por actos oficiales (acta iure imperii); es decir, si lo que dijo se interpreta como un “acto de Estado”, no sería viable perseguirlo judicialmente. La incógnita es si los tribunales estadounidenses considerarán que llamar a la insubordinación militar contra Donald Trump —en una manifestación callejera en Nueva York— fue un acto oficial —y por tanto protegido— o una conducta personal potencialmente criminal. De esa respuesta dependerá si se abre o no la puerta a un proceso penal posterior.

Políticamente, el contexto no podría ser más sensible. Petro gobierna un país en el que la producción de drogas ilícitas está en su máximo histórico, cuyo gobierno fue descertificado por su falta de resultados en la lucha antinarcóticos y en donde operan grupos armados catalogados como terroristas, como el ELN y las disidencias de las FARC. Al mismo tiempo, se ha alineado con el dictador Nicolás Maduro, acusado de liderar el Cartel de los Soles y de brindar refugio en Venezuela a organizaciones terroristas extranjeras como Hezbolá y a los mencionados y otros grupos terroristas de Colombia. Esto sin mencionar sus estrechas relaciones con regímenes hostiles a Estados Unidos, en particular Irán, señalado como patrocinador global del terrorismo.

A todo esto se suma un factor geopolítico inmediato: en este momento hay una importante presencia militar de Estados Unidos desplegada en el Caribe, precisamente para contener las operaciones del Cartel de los Soles y posiblemente frenar los ánimos expansionistas de Maduro en la región.

Es en ese escenario, con tropas norteamericanas ya movilizadas, que Petro lanza un llamado a la desobediencia de soldados estadounidenses. Un gesto que, lejos de la retórica idealista, constituye una intromisión directa en la seguridad nacional de la principal potencia militar del planeta, que es además el socio más importante de Colombia en seguridad y comercio.

Como si lo anterior fuera poco, en el contexto multilateral este episodio es solo un abrebocas. Con la entrada de Colombia al Consejo de Seguridad de la ONU en enero de 2026, en plena campaña presidencial en Colombia, el gobierno Petro seguramente utilizará esa tribuna global para escalar su confrontación con Estados Unidos y sacar réditos electorales localmente, terminando de dinamitar la relación bilateral. Lo que vimos en Nueva York fue un anticipo de cómo Colombia está a punto de convertirse en la plataforma de una narrativa personal, ideológica y de campaña, por encima los intereses de la Nación.

Más allá de las consecuencias inmediatas, lo que está en juego es la credibilidad de Colombia en el mundo y la estabilidad de su relación con Washington. En un momento de tensiones globales y de creciente incertidumbre regional, Petro debería reforzar alianzas, en vez de seguir tratando de lograr un esquivo liderazgo en la izquierda internacional, por encima del interés nacional.

Estados Unidos no puede ignorar todo esto, pero ojalá mantenga la cabeza fría. Colombia tendrá que dedicarse más adelante a reconstruir su política exterior y la confiabilidad de sus alianzas estratégicas. Desafortunadamente, este episodio, otros que lo precedieron y los que siguen en los próximos meses, trascienden lo retórico: seguirán dejando cicatrices cada día más profundas en la relación bilateral y aislarán más y más a Colombia en el escenario internacional.

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