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Nicolás Maduro
Columna
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Venezuela, un año más de dictadura y silencio internacional

La destrucción de Venezuela no puede convertirse en “parte del paisaje” para Estados Unidos ni para la región

El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro durante una marcha en Caracas.

El pasado 28 de julio se cumplió un año desde que Venezuela vivió una farsa electoral: Edmundo González Urrutia ganó la presidencia en las urnas, pero el dictador Nicolás Maduro se aferró al poder. Lo hizo, entre otras razones, por la falta de acción de la comunidad internacional y ante la mirada atónita de quienes aún creemos en la democracia y la sonrisa complaciente de otros sátrapas —o aspirantes a serlo— en América Latina y más allá, que lo reconocen, lo aplauden y hasta se asocian con él como si de verdad representar al pueblo venezolano.

Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos, recordó ese nefasto aniversario con un trino demoledor: “Maduro NO es el presidente de Venezuela, y su régimen NO es el gobierno legítimo. Maduro es el jefe del Cártel de Los Soles, una organización narcoterrorista que se ha apoderado de un país”. En medio del ruido global, fue un campanazo. Un recordatorio de que la tragedia venezolana no ha terminado.

Aunque la oposición, liderada por María Corina Machado, y el Centro Carter demostraron con actas el fraude, Maduro se quedó tan campante y continúa destruyendo su país, poco a poco y sin consecuencias.

Las cifras lo gritan: el Instituto Nacional de Estadística proyectaba en 2015 que en 2020 el país tendría 32,6 millones de habitantes. En 2024, apenas llegó a 28,5 millones, según Worldometers. La Organización Internacional para las Migraciones estima que unos 2,8 millones de venezolanos han emigrado solo a Colombia. ACNUR calcula que han salido del país 7,9 millones. Una pérdida demográfica devastadora.

La violencia y el colapso institucional son el corazón de esta debacle. La tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes pasó de 21 en 1998 a 92 en 2017. El régimen asegura que hoy está en 4,1 —menos que en Uruguay o EE UU—, pero la opacidad de los datos oficiales impide darle credibilidad. La mortalidad infantil, que había mejorado de 22 muertes por cada 1.000 nacidos vivos en 1994 a 14,2 en 2014, se disparó nuevamente a 24,9 en 2023, superando incluso los niveles de hace tres décadas.

La corrupción acompaña el deterioro. En 1998, Venezuela ocupaba el puesto 27 entre 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción. En 2024, se ubicaba en el lugar 178, solo por encima de Somalia y Sudán del Sur. Este caldo de impunidad y miseria ha alimentado organizaciones criminales como el Tren de Aragua, con unos 7.000 miembros que operan en Venezuela, Colombia, Perú, Chile, Brasil, Ecuador, Bolivia, México y Estados Unidos.

Todo esto ocurre en un país con las mayores reservas probadas de petróleo del planeta. La producción pasó de 3,2 millones de barriles diarios en el año 2000 a 527.000 en 2020. En 2024, apenas alcanzó los 873.000. Y con el colapso petrolero se vino abajo también la economía.

Aun así, el 28 de julio de 2024, más del 66% de los venezolanos votaron por Edmundo González Urrutia. Pero Maduro desconoció abiertamente los resultados. Y nada pasó. La indiferencia —o la complicidad— de algunos gobiernos de la región dejó sin respaldo a millones de venezolanos que creyeron en las urnas. Como si fuera poco, antes y después de la elección, el régimen ha perseguido, encarcelado y hasta torturado a sus opositores. Ni la madre octogenaria de María Corina Machado, Corina Patiño, se salvó del acoso. Periodistas, activistas, líderes políticos, ciudadanos comunes. Nadie.

Según Human Rights Watch, entre el 29 de julio y septiembre de 2024, el régimen detuvo a 1.580 presos políticos; 114 de ellos eran niños.

Por eso no podemos normalizar lo inaceptable. Mantener el foco internacional en Venezuela, presionar por la restauración de su institucionalidad y castigar a quienes la han destruido, es esencial. Estados Unidos debería revisar su política de deportaciones. En lugar de castigar a venezolanos trabajadores y sin antecedentes ni cuentas pendientes con la justicia, Washington podría ayudar a crear condiciones para su retorno digno y seguro y desbancar a Maduro.

Las sanciones de OFAC, la recompensa de 25 millones de dólares por Maduro, la designación del Cártel de Los Soles como organización terrorista: todo eso puede ser útil si se aplica con rigor. No es momento de bajar la guardia. La destrucción de Venezuela no puede convertirse en “parte del paisaje” para Estados Unidos ni para la región.

Un venezolano me dijo una vez, medio en broma, que “Chávez nos llevó al borde del abismo. Pero con Maduro dimos un paso adelante”. Y cuando se revisan los datos con frialdad, se entiende que la tragedia venezolana no es solo política: es demográfica, económica, sanitaria, ética y humana.

Y Maduro es su rostro.

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