Las reglas del juego y el acceso a la cultura
Todos los españoles viven cerca de una biblioteca pública, hay una red de museos excelentes, casi todas las ciudades tienen un auditorio capaz de programar espectáculos de primer nivel


Cuando el ministro Ernest Urtasun habla de mejorar el acceso a la cultura, me pregunto si ha echado un vistazo al país en el que vive, porque en la España democrática hay muchísimas puertas de acceso a la cultura. Todos los españoles viven cerca de una biblioteca pública, hay una red muy densa de museos excelentes, casi todas las ciudades tienen un auditorio capaz de programar espectáculos de primer nivel, y no faltan los teatros públicos ni tampoco las filmotecas. No hay pueblo sin su festival, su ciclo de conferencias o sus exposiciones.
El problema en este país no es de oferta, sino de demanda: hay infinidad de material y recursos gratis o a precios de risa, pero no se usan. Usted, lector, podrá poner muchas excusas para no desasnarse, pero decir que no tiene dónde ni con qué es mentira: si no se reboza en cultura es porque no quiere.
Incluso RTVE, que en otros aspectos es la casa de tócame roque, es ejemplar en el acceso a la cultura y lleva tiempo ofreciendo su archivo prodigioso a todo el mundo. En ese patrimonio encontramos portentos como Las reglas del juego, una serie documental de 1975 que intenta explicar por qué los seres humanos somos tribales. Un ensayo de antropología dura en forma de espectáculo de gran presupuesto, con viajes por todo el mundo y lecciones tan descacharrantes como profundas del profesor José Antonio Jáuregui. En TVE se han hecho cosas de una vanguardia y una inteligencia dignas de un cabaré de Zúrich en 1915.
Díganme si un país en el que cualquier ciudadano con un móvil puede ver algo así es un país con problemas de acceso a la cultura. Jáuregui —que murió hace veinte años, fue profesor mío en la universidad, y sobre quien he escrito un epílogo muy personal y breve en la reedición de su gran obra, Las reglas del juego, homónima del programa que le hizo famoso en los setenta— me reprocharía que esta columna es un ejemplo de pensamiento tribal. Que me peleo por la honra cultural española, y que, bajo una apariencia de sofisticación literaria, me comporto como un cavernícola ante las burlas de la tribu rival. Tendría razón, pero también puedo ponerme despectivo y decir que un país que tuvo la grandeza de darle un programa de antropología en un medio de masas a alguien como él también ha tenido la mezquindad de olvidarlo y sustituirlo por una programación idiotizante y roma. Lo uno por lo otro.
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