‘El minuto heroico’: las que tienen que servir
Todos hemos conocido a alguien del Opus, pero el aislamiento en el que viven –amén del poder social que conserva la organización– ha hecho que estas historias, hasta hace no mucho, fueran solo secretos a voces


Venía conmigo a clase, en la facultad. No recuerdo su nombre, pero su retrato robot sería el de una chica con sonrisa afable, casi beatífica. Andaba casi siempre sola, hasta que un día se me acercó y empezamos a hablar. Al poco, me contó que vivía en un colegio mayor de la Obra y comenzó a invitarme tímidamente a ir a estudiar allí con ella o a asistir a alguna charla que daban, actividades que yo siempre declinaba con cortesía. Luego entendí que quizá se acercó a mí porque yo en aquella época llevaba una cruz al cuello y formaba parte del grupo juvenil de la parroquia de mi barrio. A veces se marchaba del aula en mitad de clase sin dar explicaciones. Cuando le preguntamos por qué lo hacía, contestó que se iba cuando se proyectaba alguna secuencia de alguna película impía. Y con el paso del tiempo, fue respondiendo a alguna pregunta más. ¿Usaba cilicio? Sí, un par de horas al día. ¿Le gustaban los chicos? Sí, pero si se cruzaba por la calle a alguno que le parecía atractivo, bajaba la mirada de inmediato para perderle de vista y entonces sentía que Dios, desde el cielo, le sonreía por el sacrificio hecho. Porque ella podía apartar la mirada de los hombres, pero Dios nunca apartaría la suya de ella.
Me he acordado mucho de ella mientras veía los dos primeros episodios de El minuto heroico (The Mediapro Studio para Max), la serie documental dirigida por Mònica Terribas, que cuenta con los testimonios de 13 mujeres que formaron parte del Opus Dei y lograron abandonarlo. El minuto heroico, cuentan, son los segundos que transcurren entre que sonaba su despertador, saltaban de la cama, se arrodillaban en el suelo, lo besaban y susurraban “Serviam” (Serviré). Estamos ante un escalofriante relato en primera persona de las coerciones y la manipulación que sufrieron todas ellas desde la adolescencia para acabar aceptando entrar en el Opus y, a partir de ahí, soportar todo tipo de humillaciones y mortificaciones ―muchas más que sus homólogos masculinos—. “Hay que ser alfombra para que los demás pisen en blando”, les decían. Todos hemos conocido a alguien del Opus, pero el aislamiento en el que viven —amén del poder social que conserva la organización— ha hecho que estas historias, hasta hace no mucho, fueran solo secretos a voces. Es justo y necesario que, como su dios, no apartemos la mirada de ellas.
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