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Inteligencia artificial
Tribuna
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Los riesgos de la inteligencia artificial en tiempos de oligarquía tecnológica

El desarrollo de la IA está promovida, en gran medida, por las grandes corporaciones tecnológicas que lideran su desarrollo, y forma parte de un proyecto de concentración de poder sin precedentes

Inteligencia artificial

En medio de crisis ambientales, desigualdades crecientes y el deterioro de las instituciones democráticas, la inteligencia artificial se presenta como una promesa de solución universal. Una herramienta casi mágica, capaz de transformar radicalmente nuestras sociedades. Sin embargo, esta narrativa es falsa e interesada. Está promovida, en gran medida, por las grandes corporaciones tecnológicas que lideran su desarrollo, y forma parte de un proyecto de concentración de poder sin precedentes.

Conviene preguntarse, entonces, no solo qué puede hacer la inteligencia artificial, sino quién la controla, para qué fines se despliega y con qué consecuencias. Porque no estamos ante un fenómeno neutro ni inevitable, sino ante una tecnología que se está construyendo bajo lógicas privadas, opacas y excluyentes. Y eso tiene implicaciones políticas de enorme calado.

Microsoft, Google, Meta o Amazon no solo dominan el mercado de la IA: controlan también los datos, las infraestructuras, el talento y los recursos computacionales que hacen posible estos sistemas. La aceptación pasiva de esta concentración de poder implica entregar a actores privados el diseño de herramientas que afectan ya a la educación, la salud, la justicia o la seguridad. Implica permitir que decisiones cruciales se tomen a puerta cerrada, mediante algoritmos que no rinden cuentas y cuyos criterios no conocemos.

Esta situación no es fruto del azar. Es el resultado de políticas públicas permisivas, décadas de desregulación y una visión tecnocrática del progreso que confunde eficiencia con justicia. Y sus efectos ya están a la vista: la automatización precariza el trabajo, los servicios públicos se privatizan o desmantelan bajo la promesa de mayor eficiencia, y los recursos energéticos se desvían para alimentar centros de datos que poco tienen que ver con las necesidades reales de las comunidades.

El desarrollo de la IA se ha visto condicionado, además, por un paradigma que equipara inteligencia con escala: cuanto más grandes sean los modelos, los conjuntos de datos o la infraestructura, mayor sería la supuesta inteligencia artificial. Esta lógica, lejos de estar demostrada científicamente, beneficia únicamente a quienes pueden permitirse sostenerla: las grandes tecnológicas. El caso de OpenAI es ilustrativo. Nació como un proyecto abierto y sin ánimo de lucro, y hoy está plenamente integrado en el modelo corporativo de Microsoft. Lo mismo ocurre con Anthropic, financiada por Amazon y Google. El mito de las startups disruptivas se desmorona al comprobar su dependencia de las infraestructuras de los gigantes que pretendían desafiar.

La propia investigación académica no escapa a esta dinámica. Grandes laboratorios empresariales financian conferencias, publicaciones y departamentos universitarios, orientando las agendas científicas hacia sus propios intereses comerciales. Lo que se está consolidando no es un ecosistema innovador y abierto, sino una estructura oligopólica que bloquea alternativas y reproduce su dominio bajo el disfraz de una supuesta “carrera” por la supremacía de la inteligencia artificial.

Más allá del mercado, los impactos sociales de esta tecnología son profundos. La automatización de tareas está transformando el trabajo humano, desplazando a profesionales de sectores como la educación, el derecho o el periodismo, y empujándolos hacia una dependencia creciente de herramientas digitales que reducen su autonomía y aumentan la vigilancia. Las decisiones sobre acceso a servicios sociales, evaluaciones de riesgo o distribución de recursos se están delegando en sistemas automatizados que operan sin transparencia ni posibilidad de apelación por parte de las personas afectadas.

Esto configura una nueva forma de exclusión: no solo basada en la falta de acceso, sino en la imposibilidad de intervenir en los sistemas que nos gobiernan. Bajo la apariencia de modernización, se consolida un régimen de control tecnocrático que margina a los sectores más vulnerables y amplifica las desigualdades preexistentes.

A pesar de su imagen de éxito, la industria de la IA presenta también graves problemas financieros. Muchos de sus modelos de negocio dependen de subsidios públicos, contratos con fuerzas militares o narrativas hiperinfladas sobre supuestas futuras inteligencias artificiales generales. Al mismo tiempo, estas empresas pierden miles de millones al año, sin lograr una rentabilidad estable. Desde el punto de vista técnico, los modelos actuales presentan fallos notables: producen información falsa, reproducen sesgos, requieren corrección humana constante y, sin embargo, se implantan en sectores críticos sin los mecanismos de supervisión adecuados. A esto se suma un impacto ambiental alarmante: el entrenamiento de grandes modelos consume enormes cantidades de energía, contradiciendo cualquier compromiso serio con la sostenibilidad.

Ante las críticas, la industria responde con una mezcla de espectáculo, promesas de salvación y advertencias apocalípticas. Se habla de superinteligencias artificiales capaces de salvar a la humanidad… o de destruirla. Todo esto contribuye a distraer la atención del problema principal: la falta de gobernanza democrática en el desarrollo y uso de estas tecnologías.

Frente a este panorama, el escepticismo es comprensible, pero no debemos resignarnos. Hay señales de resistencia y propuestas en marcha: demandas antimonopolio en varios países, debates sobre soberanía tecnológica en Europa, y movimientos que reclaman infraestructuras digitales públicas, auditables y orientadas al bien común. Lo que necesitamos no es solo “usar bien” la IA, sino cambiar las condiciones estructurales en las que se diseña y se despliega. Disputar el sentido mismo del progreso tecnológico.

La inteligencia artificial no es un destino inevitable, sino una construcción política. El futuro que se perfila dependerá de nuestra capacidad colectiva para desafiar el poder de la oligarquía tecnológica y recuperar el control democrático sobre las decisiones que moldean nuestras vidas. Esa es, en última instancia, la batalla que tenemos por delante.

Ramón López de Mántaras es investigador en el Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial, CSIC

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