Cómo la batalla ideológica sobre el aborto desvía el foco de sus verdaderos problemas
La Comunidad de Madrid incumple la ley al no hacer registro de objetores, pero el Ministerio de Sanidad también lo hace al no garantizar la prestación en Ceuta y Melilla, los únicos territorios que administra


El aborto no es un problema social o personal para los españoles. En las encuestas del CIS no aparece entre las principales 20 preocupaciones y, sin embargo, está en el centro de la polémica política. Forma parte de una batalla ideológica en la que derecha e izquierda abanderan posiciones que no siempre tienen que ver con lo puramente sanitario: la prestación no es perfecta, pero funciona razonablemente bien (mucho mejor que otras), y los problemas no siempre están donde a menudo se señala.
Un hecho incontestable es que la Comunidad de Madrid está incumpliendo la ley al no crear una lista de objetores de conciencia, un protocolo al que su propia consejera de Sanidad votó a favor, y que ya existe para la eutanasia sin que generara polémica alguna. Pero el Ministerio de Sanidad también la incumple, de forma quizás menos evidente: no existe un acceso equitativo a la prestación en todo el país, tal y como mandata la norma de 2023.
Cientos de mujeres se ven obligadas cada año a abandonar sus provincias de residencia para abortar por no encontrar dónde le practiquen la intervención. Dos de los territorios afectados son Ceuta y Melilla, los únicos en los que la sanidad está gestionada por el Gobierno central. Allí no pueden ejercer su derecho, ni por la pública ni por la privada.
Los registros de objetores, destinados al uso interno y cuyos datos permanecen confidenciales, tienen como objetivo organizar los hospitales públicos para poder realizar la prestación. Y esto, que es obligatorio en todos, en toda España, resulta crítico precisamente en aquellas provincias donde las mujeres tienen dificultades para abortar.
Madrid no es una de ellas. En la comunidad, las mujeres cuentan con opciones de sobra para interrumpir voluntariamente su embarazo de forma gratuita en clínicas privadas concertadas con la administración.
Lo tienen (en Madrid) mucho más difícil para hacerlo en la pública, donde, según los últimos datos publicados, solo se practican un 0,47% de los abortos, aunque este periódico ha constatado que a lo largo de los últimos años se han realizado interrupciones voluntarias del embarazo en hospitales públicos que no se han contabilizado en las estadísticas oficiales.
La ley, que este Gobierno reformó en 2023, no dice nada de que la prestación se tenga que realizar en centros de titularidad pública: “La prestación sanitaria de la interrupción voluntaria del embarazo se realizará en centros de la red sanitaria pública o vinculados a la misma”.
En un primer borrador de la norma sí que aparecía esta premisa. Pero en su tramitación fue el propio Ejecutivo el que reculó, habida cuenta de la dificultad para los centros públicos de absorber una actividad que se hace mayoritariamente en la privada desde la primera ley del aborto, de 1985.
La cifra ha ido bajando, del 88,2% de hace 10 años, hasta el 78,7% actual de abortos en la privada. En la pública no han crecido mayoritariamente porque más hospitales hagan abortos, sino porque se recurre al método farmacológico, que es el que recomienda el manual de buenas prácticas del Ministerio de Sanidad.
De nuevo, esto no lo mandata ley que, al respecto, dice lo siguiente: “Los centros sanitarios en los que se lleve a cabo esta prestación proporcionarán el método quirúrgico y farmacológico, de acuerdo a los requisitos sanitarios de cada uno de los métodos”. Es decir, tienen que ofrecer ambos.
Sanidad defiende el farmacológico “por su eficacia, seguridad y facilidad de implantación”. Y, en parte, lleva razón. Es menos invasivo y tiene menos riesgos de dejar secuelas a largo plazo. Pero no es perfecto.
Mientras en el método quirúrgico la mujer tiene un acompañamiento sanitario constante, en el farmacológico está sola (o con la compañía que ella busque). Reciben medicamentos que acaban con la gestación y otros que sirven para expulsar al feto. Pero todo esto sucede en sus casas. Y, mientras para algunas es como una “mala regla”, para otras es “traumático”.
María lo recuerda como “lo peor” que le ha pasado en su vida. “No me informaron bien, no sabía qué me iba a pasar, estaba en mi casa con unos dolores terribles, llamando constantemente al número de urgencias de la clínica para saber si aquello era normal”, relata a este periódico bajo la premisa de permanecer en el anonimato. Se sintió maltratada tanto en los centros públicos que le informaron como en los privados que le administraron la medicación.
Los abortos farmacológicos son así mucho menos demandantes de recursos y personal, lo que hace más fácil que la pública pueda asumirlos: las comunidades donde han subido de forma espectacular los abortos en la pública son también las que más han aumentado este método, que puede ser muy adecuado para muchas mujeres, pero que no es necesariamente siempre el mejor.
El problema de la prestación en la pública
Varios ginecólogos explican a EL PAÍS que el problema de los abortos quirúrgicos en la pública va más allá de una verdadera objeción de conciencia, aquella que por determinadas creencias hace que los profesionales rechacen practicarlo. Es que muchos profesionales que sí estarían dispuestos a realizarlos cuando fuera necesario, creen que si son de los pocos en su servicio que practican abortos, pueden quedar relegados a esta tarea. Y no quieren: no es la parte de la profesión que les motiva. La mayoría de los ginecólogos no se hacen obstetras para practicar interrupciones voluntarias del embarazo.
Los problemas que provoca que no haya abortos en la pública dependen mucho del territorio. Si escasean o no hay clínicas privadas, el derecho se ve comprometido. En una docena de provincias no se practicó el año pasado ningún aborto, según los últimos datos del Ministerio de Sanidad.
Otro problema añadido es el de las mujeres que están siendo atendidas por un centro y se ven obligadas a irse a otro a abortar. Esto no es tan frecuente en los abortos a petición de la mujer (el 95%): en la mayoría de ocasiones en este supuesto son directamente derivadas a centros donde sí las realizan, ya sean públicos o privados, y no se encuentran en su recorrido sanitario con que la objeción sea un obstáculo.
En los casos de interrupciones voluntarias a causa de riesgos de la salud de la madre o el feto (el 5% restante), sí se pueden dar casos en los que una mujer que quería llevar a término su gestación, que está siendo revisada por un ginecólogo, tome la decisión de abortar en su embarazo deseado y tenga que abandonar su circuito asistencial para ir a una clínica privada. En un momento tan vulnerable, esto puede suponer un golpe anímico adicional.
Es lo que le ocurrió en 2020 a una médica del hospital Clínico San Carlos de Madrid, que tuvo que abortar y sus propios compañeros se negaron a realizarle la prestación. Su denuncia sirvió para visibilizar la negativa sistemática de muchos hospitales públicos a realizar abortos, incluso por motivos terapéuticos.
Existen, como este, muchos motivos legítimos por los que promover el aborto en la pública, al menos como opción. Pero el legal no es uno de ellos. Madrid incumple la ley con los objetores, pero no lo hace por derivar las interrupciones voluntarias del embarazo a la privada.
Las banderas en torno a un derecho están acaparando la conversación pública, que agitan grupos extremistas con síndromes inventados para coaccionar a las mujeres para que no aborten. Se habla menos de los problemas de algunas mujeres migrantes para acceder a la interrupción del embarazo, de los problemas del estigma que todavía perviven y de la imposibilidad para muchas mujeres de ejercer su derecho en su lugar de residencia, cuando tienen que coger un barco, un avión, un tren o un coche para irse a abortar a otro lado.
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