La lucha de Nadia Murad contra la violencia sexual: “Tenemos que dejar de culpar a las supervivientes por lo que les ha ocurrido”
La Premio Nobel de la Paz, una superviviente del genocidio yazidí de 2014, fue violada durante su cautiverio por los integrantes del Estado Islámico


Sentada frente al público que escucha su historia esta semana en Madrid, la laureada con el Premio Nobel de la Paz (2018) Nadia Murad (Sinjar, Irak, 32 años) impresiona. Esta superviviente del genocidio yazidí perpetrado en 2014 por el autodenominado Estado Islámico (EI), que durante meses la sometió a esclavitud sexual antes de que pudiera escapar, es una de las mujeres más amenazadas por la organización terrorista, incluso después de ser esta derrocada en Irak en diciembre de 2017.
Llega rodeada de medidas de seguridad desplegadas por su visita el pasado 10 de junio a La Casa Encendida de Madrid, como invitada al ciclo de encuentros Mujeres contra la Impunidad. El auditorio en el que ella se encuentra está abarrotado de oyentes y prensa. Por momentos, parece que esta mujer delgada, impecable por fuera con su vestido oscuro, las piernas cruzadas, sus gestos a cámara lenta, quisiera salir corriendo. Pero Nadia Murad permanece. Lo hace porque tiene un mensaje y no va a irse sin darlo: “Tenemos que dejar de culpar a las supervivientes de violencia sexual por lo que les ha ocurrido”.

Durante los más de diez años transcurridos desde aquel mes de agosto de 2014, cuando las hordas del EI atacaron a la minoría religiosa yazidí en el norte de Irak, arrasando con todo, matando a los hombres y secuestrando a las mujeres y a los niños para usarlos cruelmente, haciéndola a ella prisionera para pegarle y violarla durante días, Murad ha experimentado también el juicio y la revictimización. Ha tenido que soportar preguntas incómodas, titulares de prensa poco éticos y estigmatizantes; ha dado su nombre real y ha prestado su imagen más veces de lo que le hubiera gustado.
Ahora sabe que todo esto puede y debe evitarse: “No se dan testimonios a cambio de apoyo”, dice la activista durante su intervención en Madrid, donde avisa de que la ayuda a las mujeres que sufren hoy en día lo que ella ha sufrido en el pasado —víctimas de genocidios, de guerras y de la brutalidad asociada a ellos— debe venir sin que ellas tengan que volver a contestar preguntas innecesarias y recordar los tormentos brutales a las que se las sometió. “En muchos países, en muchas partes del mundo, las mujeres son silenciadas por la vergüenza y el estigma que a menudo se asocia a la violación”, explica la Nobel de la Paz en un breve encuentro anterior con la prensa.
“Cada vez menos mujeres cuentan lo que les ha pasado”, advierte Murad quien, para garantizar un acercamiento más ético a las supervivientes de estos abusos, pide a las organizaciones que trabajan con ellas y a la prensa que sigan lo que se conoce como Código Murad, una guía para recabar pruebas y testimonios en casos de delitos sexuales en conflictos bélicos, que garantice la protección de las víctimas y facilite la persecución de los verdugos, que tantas veces salen impunes.
Murad es, de la mano de la abogada de Derechos Humanos Amal Clooney, la cara más visible de una misión internacional para erradicar la violencia sexual como arma en los conflictos de todo el mundo. Durante su exposición en el ciclo organizado por La Casa Encendida junto a la Asociación de Mujeres de Guatemala AMG, la activista, que ahora vive en Alemania, explica cómo se ha instrumentalizado a las mujeres por parte de los islamistas radicales. Lo hace con un ejemplo tan simple como escalofriante: “Al principio, tras la masacre de 2014, el EI no quería que las mujeres a las que violaba se quedaran embarazadas y ponían los medios para ello. Pero cuando se dieron cuenta de que estaban perdiendo [frente las tropas iraquíes], cambiaron de idea: tener hijos era una forma de perpetuar su legado”.
Actualmente, miles de mujeres que han sido violadas y humilladas se esconden en los campos del norte de Siria, donde el miedo de perder a sus hijos, fruto de esas violaciones, les impide identificarse como yazidíes para poder volver a su comunidad, en la que no siempre se las espera con los brazos abiertos y hasta donde les persigue la estigmatización, a pesar de ser las víctimas. “Una generación entera de niños criada en los campos de refugiados” es una de las consecuencias más tristes de los conflictos armados, señala Murad.
La historia que Nadia Murad no querría haber contado
Antes de agosto de 2014, de aquel acto de odio hacia la minoría religiosa yazidí, Murad solo era una niña más de la aldea de Kojo, la más pequeña de sus hermanos y, por eso mismo, la que pudo acceder primero a la escuela y después al instituto; era una joven normal que, sabiendo que su familia no podría mandarla a la universidad, soñaba con abrir su propio salón de belleza para las mujeres de su pueblo. Y esto, cuenta, ya la hacía feliz porque, aunque aún no había viajado, aunque no había conocido el tormento y las injusticias que vendrían luego, sí sabía que un espacio propio para las mujeres es importante. No por la peluquería o por el maquillaje, sino por la posibilidad de conexión que significa para ellas: contarse, aprender, compartir.
Quizás de aquella idea, de ese compromiso, sacó luego el valor para contar después lo que le había pasado a ella, y a las demás (más de 6.000 mujeres y sus hijos fueron capturados por el EI; casi 2.800 siguen desaparecidos): “Nunca fue solo mi historia, se lo debía a ellas”, relata que sintió cuando se le brindó la posibilidad de representar a su pueblo internacionalmente y detallar los abusos y el dolor.

Murad recuerda que solo un puñado de miembros del EI han respondido por sus crímenes, en realidad “menos que los familiares que perdí durante la masacre” [sus hermanos y su madre fueron asesinados durante el asedio a su pueblo]. La iraquí exige soluciones: pide a los líderes mundiales que asuman su responsabilidad sobre las comunidades vulnerables, especialmente sobre las mujeres y los niños. A los líderes religiosos, además, les exhorta a que condenen con más vehemencia el terrorismo: “Me he dado cuenta de que son quienes tienen el poder de influir”, asegura.
Pero Murad sabe muy bien que un mensaje o una condena que llega tarde no les salvará de que vuelva a ocurrir otra masacre: “Durante dos semanas mi pueblo estuvo rodeado por el EI. Durante doce días [de asedio] le pedimos al mundo que lo impidiera. Vi a seis de mis hermanos morir en pocas horas, mi madre a la hora siguiente. Después, mis sobrinos y sobrinas fueron llevados a diferentes lugares. Nosotros solo necesitábamos que el mundo los parara, pero no vino nadie”. Esta es su historia, pero hay muchas más.
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