Espacio urbano con mujer al fondo: las mujeres que hicieron habitables los barrios periféricos españoles
“La vivienda de los trabajadores que postulaba la modernidad (incluso la más progresista) estaba pensada como la de un trabajador masculino. Para las mujeres quedaba la labor, no reconocida y no pagada, de hacer habitables aquellos entornos en los que su hogar era, en realidad, su trabajo”

El paisaje de las periferias es común en las grandes ciudades españolas. Bloques de pisos de gran altura, construidos en ladrillo visto, con grandes espacios libres entre ellos. Frente a la ciudad tradicional, organizada en manzanas que coinciden con las calles, en estos barrios hay un espacio intermedio entre las vías de circulación y los bloques. El diseño recuerda al del urbanismo de la modernidad que la dictadura y, sobre todo, quienes la sostenían y medraban en sus cenagales, supieron aprovechar en sus peores aspectos. Los obreros, propietarios antes que proletarios, accedieron casi por mandato a una vivienda en propiedad, precaria en muchas ocasiones. Una celda que se repetía en bloques uniformes que formaban núcleos aislados de la ciudad, sin servicios públicos. El caso de estos barrios nos recuerda que la vivienda de los trabajadores que postulaba la modernidad (incluso la más progresista) estaba pensada como la vivienda de un trabajador masculino. Para las mujeres quedaba la labor, no reconocida y no pagada, de hacer habitables aquellos entornos en los que su hogar era, en realidad, su trabajo. Sin lugar para el descanso, sin espacio para sí mismas. Fueron estas mujeres trabajadoras quienes hicieron habitables estas periferias y quienes aún hoy en día siguen haciéndolo.
Como señala Aida dos Santos, las personas que viven en el centro no necesitan desplazarse a las periferias, y por tanto las desconocen. No son ni siquiera un recurso narrativo. Apenas ha habido relatos sobre la vida de las mujeres que lograron hacerse hueco en las ciudades tras emigrar desde el campo, ni sobre las condiciones en las que vivieron durante décadas.
“No había vida. Me sentí vacía, muerta. Porque yo necesitaba estar con gente. Vino mi hermana a visitarme y me dijo, esto es feísimo, aquí no hay historia. Con marido nada más, ¿esta es la vida que me espera a mí aquí?” se pregunta Toñi Vidal en Ellas en la ciudad, el documental de la arquitecta Reyes Gallegos sobre las mujeres que llegaron a las barriadas de Sevilla recién construidas en los años setenta. Quienes pasaban el día allí eran ellas, encargadas de compensar la falta de servicios públicos y de equipamientos. Su lucha ha sido silenciada durante décadas pese a que las corrientes feministas tenían como objetivo desde sus orígenes la ocupación del espacio público de representación en condiciones de igualdad. La ‘marcha del barro’ de las sufragistas londinenses trasladó la reivindicación por el voto de los espacios privados de salones a las calles. Entendían las feministas de aquella primera ola que cuando no existe un espacio público para expresarse ni hay lugares comunes de reunión para establecer lazos de unión la situación de las mujeres se vuelve más vulnerable.
Así, si en las reivindicaciones de Betty Friedan en los años 1960 se señala “el problema que no tiene nombre” vinculado a la falta de un lugar (físico y vital) de las amas de casa estadounidenses, la situación en ciudades dormitorio como las que muestra Ellas en la ciudad resultaba aún más complicada para las mujeres que comenzaban, en esa misma época, a habitar estos barrios. Para Friedan y las feministas de la segunda ola los suburbios americanos habían permitido apartar a la mujer de la vida pública mediante la romantización de las tareas de cuidados y a las aparentes facilidades que aportaban los electrodomésticos y que solo eran, como ha estudiado la arquitecta e investigadora Irene González, mecanismos de control camuflados. El vacío que relataba Toñi Vidal es equivalente al de las housewives americanas reflejadas en ficciones como Vía revolucionaria o Mad Men. Sin embargo, comparada con su equivalente estadounidense, la vivienda de las barriadas de expansión ofrecía unas condiciones más precarias a las mujeres españolas. La cocina y el ámbito doméstico eran mucho más limitados y a estas restricciones se unía la falta de espacios urbanos en los que poder relacionarse y cuyo acceso les estaba vedado salvo para un uso estrictamente utilitario y profundamente tutelado. La mujer española, que respondía únicamente al rol de ángel del hogar y era responsable de los cuidados de la familia, carecía en aquellos momentos de voz en el ámbito público, el de los movimientos vecinales, ya de por sí restrictivos y mayoritariamente integrados por hombres y en los que su papel era subsidiario de la actuación de las figuras masculinas. Si en el suburbio norteamericano la ausencia de espacio público se debía a una configuración urbana en la que primaba la vivienda aislada y el desarrollo extensivo, en las ciudades dormitorio esta falta de espacio público era el resultado de las dinámicas de especulación y falta de control sobre el crecimiento urbano propias del desarrollismo.
En estas expansiones periféricas las mujeres quedaban aisladas en su entorno por la falta de comunicaciones y su vida pública se desarrollaba en un espacio urbano que no estaba pensado para relacionarse, sino que era un resto sin edificar. Se producía, por tanto, un doble fenómeno de precarización: en la esfera privada de la vivienda, en la que los cuartos destinados a los cuidados eran exiguos en tamaño y medios técnicos; y en la esfera pública de la ciudad, donde transcurría su vida sin un lugar en el que poder desarrollarse como ciudadanas. Tanto el espacio político como el físico de aquellas mujeres, en sus distintas escalas (de lo vecinal a lo estatal y de lo privado e interior a lo público y exterior), eran espacios residuales. En los espacios intermedios de las ciudades es donde se produce, en palabras de Anna Bofill, la relación entre el hogar y la vida en la calle. Son los lugares donde se desarrolla la vida cotidiana de las mujeres. La especulación provocó que estos espacios no fueran producto de un diseño meditado, sino el resto del que ya no se podía extraer rendimiento económico. La promotora Urbis, presente en Nunca voló tan alto tu televisor de Silvia Nanclares, ocupó los solares previstos para equipamientos en Moratalaz con torres de mayor altura (objeto de deseo de la madre de la narradora). La ciudad del futuro que prometían los carteles publicitarios solo se hizo presente en esos reclamos, y aquellos barrios tuvieron que esperar a que, muchos años después, los primeros ayuntamientos democráticos les dotaran de servicios. A pesar de que aquella espera pudo parecer larga, ha tenido que pasar mucho más tiempo para que se reconozca que la vida en aquellas periferias fue posible gracias a las madres de familia que se dedicaron en cuerpo y alma a convertirlos en lugares habitables. Los libros de Aida dos Santos y Silvia Nanclares y documentales como Ellas en la ciudad son necesarios para hacer justicia.
En la academia, en la universidad pública que se nutrió de las generaciones crecidas en estos barrios, esta realidad está viva y su análisis es un elemento fundamental. En la Universidad Rey Juan Carlos se ha desarrollado el proyecto VIVIDA (De la vivienda a la ciudad, análisis y propuesta feminista), financiado por el Instituto de las Mujeres del Ministerio de Igualdad y dirigido por la doctora e investigadora Irene Ros Martín, que ahora se extiende a través del Grupo de Investigación PENTHA, en el que se han dedicado dos años a analizar el entorno de los barrios de expansión de Fuenlabrada. La evolución de sus torres que escondían, detrás de un diseño moderno, unas relaciones de poder patriarcal antiguas que ocultaban la presencia de las mujeres. En este entorno las viviendas eran centros de trabajo al servicio del hombre, los espacios públicos les estaban vedados y los bares, uno de esos espacios de resistencia que define James Campbell Scott, pertenecían a la esfera de lo masculino. En ese lugar, con esas condiciones, con todo en contra, aquellas mujeres hicieron habitables las periferias. Cuidaron, tuvieron tiempo de buscar su propia agencia y de empoderarse ellas y empoderar a sus hijas y nietas. Aquella fue una labor titánica, que solo hoy empezamos a analizar desde la admiración. Desde el respeto y desde la reflexión sobre la situación de estos barrios cuando toda esta generación de mujeres desaparezca. Y, con ella, el empuje para conseguir una ciudad digna que es —hoy como lo fue en los años sesenta— una necesidad imperiosa.
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