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El desafío de tratar el menospreciado síndrome de intestino irritable: “No te mueres de esto, pero no te deja vivir”

Una revisión concluye que algunas terapias psicológicas pueden ser eficaces para tratar este trastorno digestivo que afecta al 5% de la población y merma profundamente la calidad de vida

Jessica Mouzo

El cerebro y el intestino están siempre en contacto, conversando constantemente a través de vías endocrinas, inmunes y neuronales que llevan y traen mensajes claves para la vida. Esa interconexión es fundamental para la salud y cuando algo falla ahí, pueden aparecer problemas y enfermedades. Como el síndrome de intestino irritable (SII), una compleja dolencia digestiva vinculada a distorsiones en esa red de comunicación. Este trastorno, que afecta al 5% de la población y merma profundamente la calidad de vida, se caracteriza por presentar frecuentemente dolor abdominal y alteración en las deposiciones, sea en forma de diarreas o estreñimiento.

Es una dolencia atravesada por el estigma. El del propio paciente, que ve su vida limitada por unos síntomas a menudo invalidantes, y también el de la comunidad médica, que no siempre acierta en las respuestas cuando los enfermos llaman a la puerta. El digestólogo Fermín Mearin, especialista en este síndrome, asegura que hay muchos mitos alrededor de este trastorno y avanza que, aunque “no tiene una curación definitiva, sí hay tratamientos”. Hay fármacos disponibles para mejorar los síntomas y también psicoterapia, aunque los resultados son desiguales. En este sentido, una revisión publicada este jueves en la revista The Lancet Gastroenterology & Hepatology, ha revelado que, en efecto, varias terapias psicológicas conductuales —sobre todo aquellas centradas en modificar patrones de conducta, cómo el cerebro procesa sensaciones intestinales y la respuesta al estrés— son eficaces para tratar el SII, aunque la evidencia es limitada en algunos casos y serán necesarios más ensayos para afinar los pacientes que más se beneficiarían.

“Los pacientes no se mueren, pero la enfermedad no les deja vivir”, sintetiza Mearin, que es director del servicio de Aparato Digestivo de Centro Médico Teknon de Barcelona. Es una dolencia, en ocasiones, incomprendida, dice, porque no tiene marcadores orgánicos para detectarla y no hay pruebas específicas para diagnosticarla. “Al final, el diagnóstico más frecuente acaba siendo: ‘Usted no tiene nada’. Es una enfermedad estigmatizada. Pero eso se debe más a la ignorancia y a la incapacidad del propio médico que a otra cosa: son pacientes complejos fisiopatológicamente [para entender los mecanismos detrás de su malestar] y, a veces, también conductualmente; y como al médico le es complejo, lo ignora”, lamenta el facultativo.

Francisco Guarner, digestólogo y miembro del comité científico del Consorcio Internacional del Microbioma Humano, coincide en que no es una dolencia “fácilmente identificable”. “Aunque sigue sin haber una lesión orgánica, sí hay algo detectable: tienen hipersensibilidad visceral [sensibilidad exagerada en los órganos internos], alteraciones en el microbioma y trastornos de la motilidad, como más propensión a tener espasmos”. Es real la percepción de malestar que tienen, el retortijón o que el microbioma suele estar alterado, insiste. No es una ficción o un invento. “A veces, todo empieza por una gastroenteritis grande y otras, un gran disgusto. No hay una vía única. La fisiopatología [los mecanismos que producen la dolencia] es diversa”, defiende. Y eso complica el abordaje.

Factores desencadenantes

Lo que ocurre en el síndrome de intestino irritable es que, por alguna razón, los movimientos del tubo digestivo están alterados y la sensibilidad, aumentada. Se han descrito cambios cerebrales en pacientes con síndrome del intestino irritable asociados al dolor abdominal, también alteraciones en algunos neurotransmisores y cambios en el microbioma. El SII es más frecuente en mujeres, pero Guarner descarta que haya una gran influencia hormonal en el desarrollo de este cuadro.

Mearin explica que puede haber determinados genes que favorezcan el desarrollo de esta dolencia y también factores desencadenantes, como una gastroenteritis aguda, algún fallo mecánico en el funcionamiento del tubo digestivo —como que lleguen excesivos ácidos biliares al colon—o un elemento emocional. “Hay SII postestrés, por ejemplo, en mujeres que han sufrido abuso sexual en la infancia, mujeres maltratadas… Ahí es donde la terapia cognitiva conductual ayuda”, apunta.

En la revisión publicada en The Lancet Gastroenterology & Hepatology, los investigadores concluyen que varias terapias psicológicas conductuales son eficaces para los síntomas globales del SII, aunque la mayor evidencia la tienen con las clasificadas como terapias conductuales cerebro-intestino. Esto es, un tipo de abordaje psicológico en la que se intenta modificar la forma en que el cerebro procesa las sensaciones intestinales y las respuestas al estrés para mejorar los síntomas del SII.

La idea es que este tipo de psicoterapias ayuden a mejorar el cuadro sintomático. Se trata de intervenciones estructuradas a corto plazo diseñadas para ayudar a los pacientes a controlar sus síntomas modificando los patrones de pensamiento, los comportamientos y las respuestas al estrés. En el caso del SII, su objetivo es reducir los síntomas abordando los factores psicológicos y conductuales que pueden influir en la función intestinal.

Los científicos vieron, por ejemplo, que la hipnoterapia dirigida al intestino, en la que el terapeuta usa la hipnosis para tratar de mejorar los síntomas, o la terapia cognitivo conductual, que intenta cambiar los patrones de pensamiento y comportamiento con el mismo fin, pueden ser efectivas. En la revisión encuentran también que las estrategias de relajación y gestión del estrés pueden ser favorables para algunos pacientes.

Los autores admiten, eso sí, que la confianza en los hallazgos fue baja o muy baja porque los ensayos analizados tenían un alto riesgo de sesgo, entre otras cosas, porque el número de participantes era reducido y los pacientes eran conscientes de la terapia que recibían —esto significa que podrían haber exagerado los beneficios—. Los científicos defienden la necesidad de estudiar también el impacto a largo plazo de estas psicoterapias y de identificar subgrupos con mayor probabilidad de beneficiarse.

Evolución “oscilante”

Mearin aboga por desplegar “un modelo abierto biopsicosocial” para dar respuesta a estos pacientes. Es decir, entender los factores predisponentes y los desencadenantes, y actuar en consecuencia, de forma personalizada, pues no es lo mismo el abordaje y el pronóstico de un caso originado tras una gastroenteritis de otro en el que hay un factor emocional espoleando ese cuadro sintomático. “La evolución, además, es oscilante y puede haber casos en los que el tratamiento tenga que ser constante y otros en los que la medicación se use cuando tiene más episodios de dolor o diarrea, por ejemplo”.

En el arsenal terapéutico, aparte de las terapias conductuales, hay espasmódicos, que son unos fármacos que se usan para paliar el dolor cuando este es muy mecánico. Cuando el dolor es por hipersensibilidad, conviene Mearin, “es mejor usar antidepresivos, pero no porque el paciente tenga depresión, sino porque son fármacos que actúan contra el dolor”. También hay laxantes no irritantes para los cuadros de estreñimiento y tratamientos eficaces, como la colestiramina, para tratar la diarrea que se produce por un exceso de ácidos biliares en el intestino.

“Hay un 50% de pacientes que tienen una buena respuesta a los tratamientos; un 35% que responden de forma moderada y un 15% que son refractarios”, asume el digestólogo. Para estos últimos, las opciones terapéuticas pasan por intentar combinaciones de fármacos con terapia cognitiva para intentar paliar los síntomas en la medida de lo posible. El prometedor trasplante de heces, que ha encontrado su hueco terapéutico para infecciones resistentes por la bacteria Clostridioides difficile, ha tenido “escaso éxito”, admite el médico, en el SII.

“Los tratamientos para estas personas son muy variados. No hay algo que siempre funcione. En ensayos con un brazo al que se le da placebo, la respuesta al placebo es del 50%”, ejemplifica Guarner para cristalizar la complejidad del abordaje.

El papel del microbioma

Hay todavía muchas lagunas de conocimiento alrededor del síndrome de intestino irritable. Mearin destaca la necesidad de “saber cuáles son las vías de esa conversación” entre el cerebro y el intestino para identificar el origen de esas alteraciones. Pero también las claves pueden estar en el estudio del microbioma, que es todo ese ecosistema de microorganismos que puebla el intestino e interfiere en la salud y en la enfermedad. Guarner asegura que ya se han identificado alteraciones asociadas a este síndrome y, de hecho, en los pacientes que tienen diarrea, se ve un patrón de bacterias alterado y a estos les suelen funcionar mejor los probióticos. Pero la investigación en este campo está todavía “en el comienzo del comienzo”, puntualiza Mearin: “Desconocemos cuál es la interacción entre unas bacterias y otras. Cuando sepamos más sobre el efecto del microbioma, podremos abordar cómo actuar sobre ello de forma más potente”.

La falta de curas definitivas o soluciones infalibles para una dolencia tan limitante abona el campo para la aparición de pseudoterapias y gurús que prometen el éxito de tratamientos que carecen de evidencia científica. “Es el área donde hay más engaño a las personas. Les hacen pruebas innecesarias y les venden productos superfluos y, a veces, pueden empeorar. La mayoría de dietas para la salud intestinal que atraen a estas personas son dietas restrictivas que pueden empeorar sus síntomas a largo plazo”, lamenta Guarner.

El digestólogo admite que “cuando la medicina no resuelve bien algo, hay un campo en el que determinadas personas se aprovechan con procedimientos alternativos de eficacia dudosa”. Mearin hace autocrítica también entre la profesión: “A veces, los pacientes llegan después de pasar por test de intolerancias, de disbiosis, después de ver a un psiconeuroinmunólogo, a un gurú… Pero la culpa es del digestólogo. Nos quejamos de que haya intrusismo, pero cuando les llega un paciente, le dicen ‘usted no tiene nada”.

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Sobre la firma

Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.
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