Juan Fortea y Luis Gandía, investigadores: “En alzhéimer debemos avanzar hacia una medicina personalizada, como en oncología”
Un neurólogo clínico y un farmacólogo especialistas en demencias neurodegenerativas analizan el enorme impacto de la llegada de los primeros tratamientos: la Agencia Europea del Medicamento acaba de retirar su negativa previa para comercializar el donanemab


La investigación sobre el alzhéimer atraviesa un momento transformador. Por primera vez, existen fármacos —los anticuerpos monoclonales lecanemab y donanemab— que logran ralentizar el deterioro cognitivo en fases tempranas, aunque su eficacia, efectos adversos y elevado coste siguen generando un intenso debate. El polémico lecanemab cuenta con autorización para su comercialización en Europa desde abril, y el pasado 25 de julio, la Agencia Europea del Medicamento (EMA) ha recomendado también aprobar donanemab, tras reevaluar su negativa inicial.
Salvado ese obstáculo clave, la autorización definitiva, o no, por parte de la Comisión Europea tendría que llegar en los próximos meses. Paralelamente, los avances en biomarcadores, genética y diagnóstico precoz abren paso a una medicina más personalizada. Según la OMS, más de 57 millones de personas viven con demencia en el mundo, y hasta un 70% de los casos corresponden a esta enfermedad. En España, afecta a unas 800.000 personas.
Al término del curso El alzhéimer, ¿un enigma patogénico y terapéutico en vías de solución?, celebrado del 14 al 18 de julio en Santander, en el marco del programa estival de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), y antes de que se conociera la última decisión de la EMA sobre donanemab, EL PAÍS conversó con sus dos coordinadores: Juan Fortea (Salamanca, 46 años), neurólogo y director de la Unidad de Memoria del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau de Barcelona, experto en demencias y en la relación entre alzhéimer y síndrome de Down; y Luis Gandía (Elda, 62 años), catedrático de Farmacología en la Universidad Autónoma de Madrid, investigador de referencia en los mecanismos de comunicación neuronal alterados en enfermedades neurodegenerativas. Desde la investigación clínica y desde la ciencia básica en el laboratorio, respectivamente, ambos analizan los avances, los retos y las preguntas aún sin respuesta en torno a uno de los grandes desafíos sanitarios del siglo XXI.
Pregunta. ¿Qué sabemos hoy sobre las causas del alzhéimer?
Juan Fortea. La causa última del alzhéimer esporádico sigue sin conocerse, como ocurre en muchas otras enfermedades. Deberíamos dejar de tratar el alzhéimer como algo excepcional. En las formas genéticas —como las autosómicas dominantes o en síndrome de Down—, el exceso de amiloide cerebral desencadena una cascada que lleva a la neurodegeneración. Aunque en el alzhéimer esporádico no hay mutaciones claras, los biomarcadores, la historia natural y los mecanismos son muy similares, lo que refuerza el papel central del amiloide. Pese a las críticas a esta hipótesis, los resultados positivos de los nuevos tratamientos antiamiloide —lecanemab y donanemab—, la respaldan.
P. ¿Qué vincula el síndrome de Down con el alzhéimer?
JF. El cromosoma 21, triplicado en el síndrome de Down, contiene el gen APP, que produce la proteína precursora del amiloide. Tener tres copias de este gen basta para desarrollar alzhéimer, lo que deja muy claro de que el exceso de amiloide puede desencadenar la enfermedad. Este año comenzarán en EE UU ensayos clínicos con terapias antiamiloide en personas con Down, lo que abre la esperanza de modificar este riesgo.
Luis Gandía. Además, es una población muy predecible en cuanto a la edad de inicio de la enfermedad. Sin embargo, siguen estando excluidos injustamente de muchos ensayos clínicos, pese a que, por desgracia, son un modelo excelente para estudiarla.
P. La inflamación crónica se relaciona con muchas enfermedades. ¿Qué papel desempeña en esta?
JF. Es fundamental. Ya en 1906, el psiquiatra Alois Alzheimer describió en el cerebro de Auguste Deter, la primera paciente diagnosticada, una activación de la glía [el tejido que da soporte a las neuronas], es decir, una inflamación cerebral, junto a las placas de amiloide. Hoy conocemos muchos genes implicados en la respuesta inflamatoria asociados a la enfermedad. Una microglía [las células inmunitarias cerebrales] eficiente puede contener el daño, pero si falla, la enfermedad progresa. Además, en breve sabremos si los análogos de GLP-1, fármacos usados en diabetes y obesidad (como el Ozempic), también son neuroprotectores.
LG. La neuroinflamación es central en la investigación básica, pero no actúa sola, interactúa con múltiples vías patológicas. Es clave mantener una visión integradora del proceso neurodegenerativo porque es la combinación de múltiples factores lo que genera la enfermedad.
P. ¿Qué relación existe entre la diabetes y el alzhéimer?
JF. El alzhéimer implica alteraciones metabólicas importantes: los pacientes pierden peso hasta 10 años antes de los síntomas —es una manifestación no cognitiva de la enfermedad—, presentan hipometabolismo cerebral precoz y una mala utilización de la glucosa. Además, el amiloide y la insulina comparten una enzima degradadora. Por todo ello, algunos investigadores lo denominan “diabetes tipo 3”.
LG. Las neuronas en el alzhéimer responden mal a la insulina, lo que refuerza esa idea. Aun así, es clave recordar que, aunque la diabetes puede empeorarla, sin beta-amiloide no hay alzhéimer.
P. También se conocen vínculos con ciertas infecciones. ¿Qué sabemos sobre esta relación?
JF. La denominada inflamación crónica de bajo grado puede empeorar muchas enfermedades, como las cardiovasculares o las del cerebro, donde sobrecarga a la microglía, la célula inmunitaria que ya intenta lidiar con el amiloide. Un buen ejemplo es la periodontitis, una infección de las encías que mucha gente subestima, pese a que puede equivaler por superficie afectada a tener una herida del tamaño de la palma de la mano. También hay teorías minoritarias sobre infecciones como causa directa; por ejemplo, la sífilis o el herpes virus. No debemos descartarlas si abren vías terapéuticas.
LG. Hace décadas ya se intentó tratar la inflamación con antiinflamatorios clásicos (los AINEs), sin éxito. Hoy, el foco está en la neuroinflamación, con abordajes más específicos. Volvemos a ideas antiguas, pero con mejores herramientas.
JF. Aquellos intentos fueron ingenuos: algunos de esos fármacos no llegaban bien al cerebro y no teníamos biomarcadores. Hoy, con los biomarcadores PET [alteraciones cerebrales visibles mediante técnicas de imagen] y de sangre, empezamos a acertar con algunas teclas. Como cuando tocas un piano de oído y no logras la melodía, pero suena algo. Por ejemplo, un ensayo con una diana microglial (TREM2) fracasó por producir efectos adversos (edemas cerebrales), pero demostró que podemos intervenir en mecanismos clave, como el amiloide. Y eso me da esperanza, ya empezamos a tener resultados...
LG. ...Y ese tocar teclas, pronto parecerá una melodía. Tras 20 años de sequía, empieza un cambio de paradigma.
JF. Antes, mi respuesta a los pacientes solía ser: “No hay nada nuevo”. Pero ahora, gracias a años de inversión, hay avances tangibles. Los biomarcadores en sangre, que cuestan unos 50 euros, pueden revolucionar el diagnóstico. Espero que en tres o cuatro años pasemos de un 10-20% de diagnósticos con biomarcadores a un 80-90%.
P. ¿Se pueden usar en población general?
JF. En pacientes con síntomas, contar con un biomarcador que confirme o descarte el alzhéimer es fundamental. Pero en la población general aún no se recomienda el cribado. ¿La razón? No tenemos todavía un tratamiento preventivo eficaz. Sin una intervención clara ni una comunicación precisa del riesgo individual, generar incertidumbre sería irresponsable. Ahora bien, esto podría cambiar en dos o tres años si mejoramos en ambos frentes: capacidad de estratificar el riesgo y disponibilidad de terapias eficaces en fases muy tempranas.
P. ¿Qué implicaciones tienen los estudios recientes sobre perfiles proteómicos financiados por la Fundación Gates?
JF. Son una vía complementaria a los biomarcadores actuales. En lugar de buscar dos o tres biomarcadores concretos implicados en la enfermedad, mediante la proteómica se analizan miles de proteínas a la vez para detectar patrones asociados a diferentes enfermedades. Esto no solo puede mejorar el diagnóstico, sino también revelar mecanismos comunes entre patologías. Es plausible que en el futuro existan fármacos dirigidos a rutas biológicas compartidas por el párkinson y el alzhéimer.
P. ¿En qué punto estamos en cuanto a tratamientos?
JF. Además del lecanemab y el donanemab [ya recomendados por la EMA], en noviembre se conocerán los resultados de ensayos con análogos del GLP-1, una vía distinta vinculada al metabolismo. Es decir, podríamos tener en los próximos años varios fármacos con eficacia clínica y capaces de modificar de forma clara la biología de la enfermedad, según los biomarcadores.
LG. Y son precisamente los biomarcadores los que permitirán seleccionar mejor a los pacientes que realmente se puedan beneficiar. No todos responden igual, hay que afinar.
JF. Exacto. Por eso insistimos en su papel clave. Como en oncología, en alzhéimer debemos avanzar hacia una medicina personalizada. Aunque todos los pacientes tengan amiloide, no todos los casos son iguales. Las terapias antiamiloide probablemente no sirven en fases avanzadas, pero ya se están ensayando en etapas preclínicas. Si ahí demuestran eficacia, podríamos pasar de tratar el alzhéimer a prevenirlo. Eso sí sería una revolución.
P. El NICE británico —la agencia que decide qué terapias financia el sistema público, y que es referencia para sus homólogas europeas— ha decidido no costear ni lecanemab ni donanemab. Alega que su beneficio clínico es modesto, y que su administración mediante infusiones intravenosas, junto con el seguimiento mediante resonancias periódicas por el riesgo de edemas cerebrales, suponen un gasto excesivo. ¿Cuál es su valoración?
JF. Me gustaría ser muy claro. Primero, pongámoslo en contexto: al igual que ha hecho la EMA en Europa con el lecanemab [y acaba de hacer con el donanemab], las agencias regulatorias de EE UU (FDA), Japón, Corea del Sur, China o Reino Unido han aprobado estos fármacos. Es decir, han concluido que el balance riesgo-beneficio es favorable. Lo que ha hecho el NICE es distinto: reconoce su eficacia, pero no los financia porque el beneficio obtenido no justifica el coste que comportan. Sin embargo, Medicare y Medicaid en EE UU ya cubren el 80% del coste, y también lo hacen los sistemas públicos de Japón o China. Otras agencias financiadoras europeas aún no se han pronunciado.
Además, el NICE ha achacado al coste del tratamiento unos recursos que ya deberían estar disponibles, como biomarcadores, evaluaciones neuropsicológicas o unidades especializadas. Es como argumentar que no se puede recetar un fármaco porque habría que construir hospitales, no tiene sentido. Esas infraestructuras son necesarias de todos modos y no deberían cargarse al precio del medicamento.
LG. Ese riesgo lo tenemos también en España: que la EMA los apruebe, pero luego aquí no se financien. Hay que hacer ver a los responsables políticos que lo que hoy parece caro, dentro de unos años se compensará por los costes directos e indirectos que nos ahorraremos.
JF. Exacto. Y sería un drama que no se financiaran. Estos fármacos están dirigidos a una fase muy concreta de la enfermedad, cuando aparecen los primeros fallos de memoria, y aun así, solo entre el 5% y el 15% de esos pacientes cumplirán los criterios para recibirlos. Pero el impacto irá mucho más allá: mejorará el diagnóstico precoz, los circuitos de atención, el acceso a biomarcadores… Es una inversión en todo el sistema.
P. Durante el curso de la UIMP, ustedes han hablado de una “terapia integral” para el abordaje del alzhéimer. ¿A qué se refieren?
LG. Lo explicó la neuróloga Mercedes Boada. Se trata de ofrecer una atención global que combine apoyo psicológico, estimulación cognitiva, ejercicio físico y socialización. Un buen ejemplo son algunos centros de día que no funcionan como simples “aparcamientos”, sino que ofrecen programas personalizados para mantener a los pacientes activos y frenar el deterioro. Por desgracia, este modelo ideal es todavía muy poco frecuente. En muchas residencias o centros privados, la atención se limita al acompañamiento, pero sin una estimulación real, que es clave para preservar funciones.
JF. El alzhéimer es probablemente la enfermedad grave con más inequidad en nuestro sistema sanitario. El recorrido del paciente —quién lo diagnostica, qué pruebas se le hacen, si accede o no a biomarcadores— cambia incluso dentro de una misma ciudad, dependiendo del centro o del profesional que le atienda. Necesitamos un plan nacional dotado de recursos que garantice calidad y equidad en toda la atención.
P. ¿Qué podemos hacer como población general para reducir el riesgo de alzhéimer u otras demencias?
JF. Llevar un estilo de vida saludable es clave. Hay evidencias muy sólidas —como las recogidas por la comisión de demencia de la revista The Lancet— de que muchos casos podrían prevenirse con mejor educación, una dieta equilibrada, actividad física regular, control de los factores de riesgo cardiovascular y evitando el aislamiento social. También es fundamental estar atentos a los primeros síntomas y acudir pronto al médico. Además, animo a participar en investigación. Los tratamientos de hoy existen gracias a quienes colaboraron en ensayos clínicos.
LG. Mantener una vida social activa también protege el cerebro. El aislamiento, pasar el día solo frente al televisor, es muy perjudicial. Hay ejemplos muy ilustrativos en pueblos de Japón donde la interacción cotidiana entre vecinos ayudaba a retrasar el deterioro cognitivo.
P. ¿Qué le dirían a quien acaba de recibir un diagnóstico de alzhéimer?
JF. Que es un diagnóstico grave, pero que no deben perder la esperanza. La enfermedad suele avanzar lentamente y muchas personas mantienen una buena calidad de vida durante años. Muchos pacientes ni siquiera son plenamente conscientes de su deterioro, lo que se conoce como anosognosia; y eso, aunque parezca paradójico, puede aliviar parte del sufrimiento familiar. Además, cada vez hay más razones para el optimismo gracias a los avances científicos.
LG. No hay que esconder al paciente ni aislarlo. Al contrario, mantenerlo activo y socialmente integrado mejora claramente su bienestar. Un centro de día adecuado, con programas de estimulación, puede ser mucho más beneficioso que cuidar al paciente en casa sin esos apoyos. Y es importante recordar que, en muchos casos, se puede convivir con el alzhéimer durante muchos años sin que sea la causa directa de la muerte.
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