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Ayuda al desarrollo
Tribuna
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La cooperación para el desarrollo ante un incierto futuro

Países como China, India, Brasil y Turquía han activado sus propios sistemas de ayuda al desarrollo que compiten con los donantes tradicionales, como la OCDE, que parece atrapada en la inercia institucional

Cooperación para el desarrollo

El sistema internacional de ayuda al desarrollo parece sumido en la que puede ser la más grave crisis de su historia. Una crisis que es, en primer término, presupuestaria, activada por los agresivos recortes de la Administración Trump y por las reducciones en los fondos de ayuda anunciadas por un nutrido grupo de países europeos. Como consecuencia, se prevé que el sistema pierda entre un quinto y un tercio de sus recursos. Esas decisiones se producen, además, en un contexto político poco favorable. Con la ascendente presencia de partidos (y gobiernos) nacionalistas y ultraconservadores, afines a la extrema derecha, que son refractarios a la acción multilateral y cuya agenda confronta con los objetivos de sostenibilidad ambiental, equidad social y respeto a los derechos humanos que inspira la acción de desarrollo. Definitivamente, son malos tiempos para la lírica.

Pero, por importantes que sean estos factores, conviene no engañarse, la crisis de la ayuda trasciende esa dimensión presupuestaria y es previa a Trump y al auge de la extrema derecha. Su origen está en la incapacidad del sistema para responder, con la radicalidad que se requiere, a los cambios tectónicos que se han producido en el entorno internacional.

Para empezar, las premisas teóricas que dieron origen a la ayuda han superado mal la prueba del tiempo. La suposición de que el modelo de crecimiento de los países ricos podía ser exportado al resto del mundo a través de transferencias dosificadas de capital y de conocimiento, se demostró demasiado simple. Hoy sabemos que la experiencia de los países industrializados está lejos de ser modélica y que el desarrollo es un proceso básicamente endógeno, que admite muchas variantes, de acuerdo con las especificidades de cada país.

Se prevé que el sistema internacional de ayuda al desarrollo pierda entre un quinto y un tercio de sus recursos

Ha cambiado, también, el universo de los potenciales beneficiarios. Países que antes eran receptores de ayuda hoy son prósperas economías y escenarios atractivos para la inversión. Ha crecido la heterogeneidad del mundo en desarrollo y la pretérita dualidad Norte-Sur (donante-receptor) resulta hoy poco expresiva de la realidad internacional. Habitamos, sin duda, un mundo desigual, pero entre los extremos convive un colectivo amplio de países, que pueden ser, al tiempo, proveedores de cooperación y necesitados de ayuda.

En todo caso, la crítica más acerba a la ayuda la protagoniza el tipo de relaciones que promueve, discrecionales, por un lado, y de dependencia y subordinación, por el otro. Se cuestiona, por tanto, la estructura jerárquica del sistema, dominado por los donantes, y el lenguaje neocolonial que promueve, mezcla de paternalismo y arrogancia tecnocrática, empatía y cálculo estratégico.

En esencia, la crisis expresa la pérdida de hegemonía de las potencias occidentales, que fueron las que crearon la ayuda internacional. Frente a ellas se alzan hoy nuevos poderes procedentes del mundo en desarrollo (como China, India, Brasil o Turquía), con visiones distintas de la acción internacional. Todos ellos han activado sus propios sistemas de cooperación, que compiten con la acción de los donantes tradicionales. Así pues, mientras la ayuda promovida por la OCDE parece atrapada en la inercia institucional, a su lado prospera el fluido campo de la cooperación para el desarrollo que protagonizan los nuevos proveedores del Sur: un mundo rico en experiencias, pero poco proclive a normas ¿Cómo afrontar el futuro y dar orden a este sistema?

Aunque no es un escenario deseable, no cabe descartar el progresivo declive de la ayuda de la OCDE, condenada por el desinterés de quienes la crearon, mientras nuevos donantes (como China), con limitados estándares compartidos, adquieren mayor protagonismo. Ello terminaría por amplificar el desorden y la fragmentación del sistema. Pero, podría pensarse en tres modelos alternativos a los que idealmente se podrían enfocar las reformas.

Mientras la ayuda promovida por la OCDE parece atrapada en la inercia institucional, a su lado prospera el fluido campo de la cooperación para el desarrollo que protagonizan los nuevos proveedores del Sur

El primero partiría de reconocer la heterogeneidad del mundo en desarrollo y las nuevas restricciones presupuestarias, tratando de restablecer la dualidad donante-receptor, pero en el contexto de una agenda simplificada y una selección más exigente de los países beneficiarios. Se trataría de un retorno a lo básico, concentrando los esfuerzos allí donde son más necesarios. Su agenda gravitaría sobre la atención a las crisis humanitarias, el combate contra la vulnerabilidad y la pobreza y el fortalecimiento de las instituciones en países con Estados frágiles. El objetivo de este modelo, que gravita sobre el combate contra la pobreza extrema, es el que suscita más apoyo de la opinión pública, a juzgar por los resultados de las encuestas. A cambio, esta opción comportaría la renuncia de la cooperación a una mayor ambición transformadora.

El segundo modelo descansaría en la idea de que, una vez difuminada la brecha Norte-Sur, la cooperación debería centrarse, no en las diferencias entre países, sino en aquello que les une: la gestión de los desafíos compartidos. Se desplaza, así, la cooperación desde el ámbito de la solidaridad y la redistribución al propio de los intereses comunes y la gestión de las interdependencias (como pueda ser el cambio climático). Esta agenda es mejor comprendida en los ámbitos académicos que por la opinión pública, aunque la idea de aunar esfuerzos para enfrentar desafíos comunes puede ser muy persuasiva. Dada la dimensión de los problemas, la cooperación, en este caso, habrá de trascender los límites de la ayuda internacional, implicando a nuevos actores y recursos. Aunque bien alineado con los debates sobre gobernanza global, este modelo puede relegar algunos desafíos centrales del desarrollo —como la desigualdad o la pobreza— que no constituyen bienes públicos globales en sentido estricto.

El tercer modelo buscaría una transformación más ambiciosa e integradora del sistema de cooperación. Supondría asumir que la cooperación es un instrumento para acompañar y estimular los procesos nacionales de desarrollo, con una perspectiva transformadora (y no meramente asistencial) de medio y largo plazo. Para ello se requiere una agenda compleja que se adecue a las condiciones de cada cual, desde cubrir necesidades básicas, en contextos de pobreza, a actuar como catalizador del cambio, en situaciones más avanzadas. A esa tarea estarían convocados todos los países, y no solo los donantes tradicionales de la OCDE, cada cual acorde a sus capacidades, al tiempo que se activa un diálogo para fijar normas y estándares compartidos, con niveles de exigencia diferenciados de acuerdo a la situación de los países. Un sistema así exige una gobernanza inclusiva y representativa, que debería estar anclada en las Naciones Unidas.

Tres modelos futuros, pues, que responden a tres estrategias diferenciadas frente a la crisis: defensiva la primera, para salvar lo básico; de desplazamiento de la agenda la segunda, para concitar más apoyos; y de ambición transformadora la tercera, para democratizar el sistema y hacerlo incluyente, afrontando la nueva complejidad del mundo actual. Explorar estos y otros escenarios debería ser materia de una comisión internacional y de un diálogo intergubernamental, como en su día alentaron la Comisión Pearson, en los sesenta, o la Comisión Brandt, en los ochenta. Nunca más justificado que ahora.

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