No es nada
Vivimos listos para la hostilidad, pero la amabilidad espontánea desata una reacción en cadena


Aterrizo a las cinco de la tarde, hora local. Las once de la noche para mí, y en el trayecto que me lleva a la ciudad —primero el AirTrain hacia la estación de Jamaica, después el tren J–, Nueva York se revela despacio. Aparece entre la maraña de vías elevadas que serpentean por Queens, entre tejados bajos y talleres de chapa. La luz dorada de la tarde reverbera en las fachadas de ladrillo y tiñe todo de un color tibio y oxidado. A medida que el tren avanza, la urbe se condensa. En el horizonte, los edificios del downtown se recortan como una hilera de dientes. Luego, el puente de Williamsburg: el tren cruza suspendido sobre el río y, al otro lado, Manhattan aparece de golpe, inevitable, definitiva. En mi otra vida, hace tantos años ya, habría llegado a casa. Ahora, volver a esta ciudad siempre supone visita, cierta extrañeza.
A vueltas con el jet lag, en esa hora frágil en que el cuerpo no sabe bien en qué huso habita, entro en un café idéntico a tantos otros: luz medida, hilo musical que no estorba. Pido un espresso doble para mantenerme despierta hasta la noche. Al ir a pagar, la barista niega con la cabeza y creo entender que la tarjeta no funciona. Le muestro otra. Ella repite el gesto, sonríe: “Te lo regalo. No es nada”. Me quedo quieta, sin comprender. Un café cuesta cuatro dólares, así que no es exactamente nada. Paso la media hora siguiente intentando descifrar el motivo, el porqué. Pero no lo hay. La chica, quizá incómoda ante mis insistentes miradas, termina preguntándome si quiero también leche. En realidad, lo que deseo es una explicación.
Tampoco la obtengo dos días más tarde, cuando me pierdo en las entrañas del metro. Me acerco a la ventanilla de información y le explico mi torpeza al hombre que está dentro. Se levanta, sale del cubículo –¿será su hora de pausa y me dejará ahí sola?–, pero, contrariamente a lo que adelantan mis pensamientos, sin decir palabra, me abre el torno para que no pague de nuevo y camina conmigo, ayudándome con las bolsas hasta el andén correspondiente. “Es aquí”, me informa. “En dos minutos pasará el tren”. Le doy las gracias y me quedo, de nuevo, sin saber qué decir. Lo observo con la misma perplejidad que a la barista. Me habría sorprendido menos que me ignorara o que me soltara un bufido, que aquella amabilidad: la de un extraño que me acompaña solo por el puro placer de acompañarme.
Estamos más habituados a la hostilidad, supongo, porque el ser humano es, al fin y al cabo, un ser de costumbres. A este respecto, años atrás, en un libro breve y luminoso, Mi patria era una semilla de manzana, de la premio Nobel de Literatura Herta Müller, leí unos pasajes que me impresionaron. El libro, una suerte de memorias en las que la escritora rumana conversa con la periodista Angelika Klammer, reflexiona sobre su vida e infancia y cuenta la dureza con que su madre la golpeó durante toda la niñez: ya fuera con trapos, con palos, con las manos. Las excusas daban igual; todos los días la golpeaban, sin importar el motivo. En ese contexto, explica, no habría podido ser capaz de interpretar una caricia, acostumbrada como estaba a la violencia. “Creo que la ternura inesperada puede asustar igual que la violencia inesperada, por no decir que más todavía”. El niño al que pegan a diario se acostumbra al dolor, pierde el miedo y el sentimiento de dignidad se invierte; aparece entonces algo así como un deseo de percibirse a sí mismo en el dolor, de sobreponerse a la humillación con una especie de orgullo altivo que proclama que está a salvo, que ya no pueden hacerle daño.
Quizá por eso vivimos preparados para la hostilidad, adelantándonos a lo negativo, como si la desconfianza fuese una forma de defensa (que lo es). Sin embargo, hace poco me topé con un fenómeno dentro de la psicología de la memoria llamado priming, que describe cómo la exposición previa a un estímulo —una palabra, una imagen, un sonido o una experiencia— influye en la respuesta a los estímulos posteriores. Existe incluso algo conocido como priming de la amabilidad: la idea de que un gesto de bondad, como que te regalen un café, puede predisponer a ver el entorno con más benevolencia y a actuar de forma más generosa.
La amabilidad, cuando se da sin cálculo, tiene un efecto encadenador. Habita en los gestos, en lo aparentemente nimio: en saludar, en decir buenos días, en mirar a los ojos. Algunos dirán que son obviedades, tópicos, verdades de Perogrullo. Quizá tengan razón. Pero a lo largo de cuarenta y ocho horas, en mi llegada a esa ciudad que suelo llamar hostil, dos desconocidos me recordaron que cuesta lo mismo ser amable que no serlo. Que la amabilidad, cuando ocurre, no pretende cambiar el mundo, pero lo sostiene un instante. Y que quizá ese instante, en medio del ruido, sea la forma más discreta de esperanza.
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