Cerrado por trumpismo
La negativa de la Casa Blanca a negociar sus políticas con el Congreso comienza a impactar en la economía diaria de Estados Unidos


Aunque transmite la sensación de ser un torbellino, el Gobierno de Estados Unidos dejó de funcionar con normalidad hace ya 38 días. La financiación del Ejecutivo depende de la renovación recurrente en el Congreso de una ley de gasto. La anterior expiró el pasado 1 de octubre por la negativa de los demócratas a prestar sus votos para una cuestión que en condiciones normales sería un mero trámite. El llamado cierre de la Administración es ya el más largo de la historia por el servilismo de los legisladores republicanos hacia Donald Trump y su negativa absoluta a negociar con los demócratas, animados en su estrategia por los buenos resultados en las elecciones de esta semana.
Casi todas las autorizaciones de gasto, incluyendo las del Ejecutivo, necesitan 60 votos sobre 100 —los republicanos tienen 53— para aprobarse en el Senado, lo que otorga ‘de facto’ capacidad de veto a la minoría. Ambos partidos han utilizado ese poder para condicionar las prioridades políticas de la Casa Blanca, pero siempre como un gesto de oposición a corto plazo y sujeto a demandas específicas, pues los votantes no aceptan que se use como bloqueo por sistema. Un cierre del Gobierno supone dejar de pagar las nóminas a los 750.000 empleados federales. Se nota inmediatamente en lugares como, por ejemplo, los parques nacionales porque el personal se va a casa. Según va afectando a más servicios públicos, el nerviosismo se extiende a industrias y mercados. Este jueves, la gravedad de la situación se hizo patente cuando la autoridad de transportes anunció una reducción del 10% en los vuelos en el país. Igualmente, el trumpismo pretende aprovechar para cortar los fondos de los cupones de comida que reciben 41 millones de personas.
El Partido Demócrata sufrió un desgarro interno cuando aprobó la actual ley de gasto del Ejecutivo el pasado marzo. El líder en el Senado, Chuck Schumer, pensó que no se podía bloquear el nuevo Gobierno republicano nada más arrancar porque se interpretaría como una venganza pueril por la derrota electoral. Primó la responsabilidad, pero un sector de su partido lo consideró una humillación. Hoy ya está claro que este no es un Gobierno republicano, sino otra cosa. La embestida autoritaria de Trump está demoliendo el equilibrio de poderes y destruyendo vidas de personas por el color de su piel. Es legítimo que los demócratas utilicen el poco poder que tienen para frenarlo.
Pero lo que hace este cierre distinto es el desprecio del presidente de Estados Unidos hacia las instituciones. Donald Trump, admirador de autócratas, solo entiende el poder como un sistema en el que sus deseos se ejecutan al instante sin rechistar, ya sean aranceles, asesinatos en el extranjero a supuestos sospechosos o deportaciones masivas. Cuando recibió en la Casa Blanca a los líderes demócratas, en vez de plantear una negociación honesta los ofendió con un chiste racista. Los demócratas son conscientes de que los ciudadanos no toleran que se dañe la economía por puro politiqueo, lo único que piden para dar sus votos es que no se eliminen los subsidios para los seguros de salud, algo que tiene un amplísimo respaldo. Si encuentran una mano tendida, deben ser fieles a su palabra y ceder. Pero en vez de negociar, Trump ha pedido a los republicanos que cambien la histórica norma de las mayorías para imponerse. Los ciudadanos están empezando a sufrir en su bolsillo el ego frágil de su presidente ante cualquier dificultad. Muchos factores han confluido en este cierre, pero Trump es el único responsable de que se haya enquistado de esta manera. Y de sus consecuencias a largo plazo.
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