Esa huella del barro
La memoria se sostiene en las cosas tangibles, como las fotografías familiares dañadas por la dana


En la casa no había álbumes de fotos. Tampoco había, en su mobiliario escueto, estanterías en las que los álbumes hubieran podido alinearse junto a los lomos de los libros, ni mesas bajas de café en las que desplegarlos para las visitas. Había esas fotos grandes enmarcadas de matrimonios antiguos que inspiraron tanto a Antonio López García, y que tenían una severidad de retratos funerarios etruscos. Una de aquellas mujeres de caras como de terracota, moños tensos, vestidos negros abotonados hasta el cuello, había tenido 18 hijos de cuatro maridos distintos. Que el último de aquellos 18 descendientes hubiera sido mi abuelo desconcertaba mi conciencia de niño: era raro imaginar a esa mujer de otro mundo y de otro tiempo como mi bisabuela, pero lo era más todavía imaginar a mi abuelo como un niño. En la infancia uno cree que las edades son inalterables, y esa es una de las razones por las que es capaz de vivir en el paraíso. Había fotos de estudio, con marcos dorados y baratos, de mis padres recién casados, con esas sombras esfumadas de los años cincuenta, y yo intuía en aquellas sonrisas imperfectas, un poco atemorizadas, cuyo motivo inmediato debió de ser la formalidad de la postura, en personas que apenas habían posado alguna vez para una foto, y sobre todo la timidez de mostrar unos dientes dañados.
Pero donde había más fotos, amontonadas, sin orden alguno, era en los fondos de aparadores o armarios, muy apretadas dentro de cajas de lata, o guardadas como medio escondidas por los cajones, debajo de la ropa doblada. Uno se sumergía en aquellos depósitos de una memoria en gran parte anterior a su nacimiento como un arqueólogo furtivo. Y como un arqueólogo encontraba por sorpresa rastros de vidas y caras olvidadas, y pruebas desconcertantes de que su padre, su madre, sus tíos, sus abuelos, habían sido mucho más jóvenes, tanto que a veces les costaba reconocerlos. Ahora, en un tiempo en el que todo está saturado a cada instante de imágenes, será difícil imaginar el impacto que podía tener una sola foto, mirada y remirada, porque no había muchas más.
La que más me atraía estaba rasgada por la mitad, de arriba abajo. En la aspereza de los bordes había un gesto implícito de furia. En una mitad estaba mi padre, muy joven, vestido de domingo; en la otra, mi madre, igual de joven, con tacones blancos, con la mirada tímida, en una mañana o una tarde de paseo, en la que debieron de cruzarse con uno de aquellos fotógrafos de calle que llamaban minuteros. Yo ponía con mucho cuidado una mitad de la foto junto a la otra, como el que junta los fragmentos de una vasija rota, procurando que los dos filos rasgados coincidieran, de modo que las dos figuras volvieran a estar juntas, reconciliadas, separadas tan solo por una línea de sutura casi invisible. Quizás pensaba reconciliar retrospectivamente a mis padres, y evitar el riesgo de que no naciera yo. La foto me seducía y me daba pena, por ese sexto sentido que avisa a los niños de cosas de adultos que no pueden comprender. Era una sola foto y eran dos, mis padres muy jóvenes paseando juntos un día de fiesta señalada, o bien siguiendo cada uno su camino, separados por una desgarradura como una cicatriz, destinados a un porvenir en el que se volverían extraños el uno para el otro, y en el que yo no existiría.
Captada hasta hace poco sobre un rollo de película, revelada al sumergirse en un baño químico, la fotografía ha tenido una materialidad más precaria que las otras artes, ha sufrido con más facilidad los estragos del tiempo. En la plata pulida de los daguerrotipos los muertos y los lugares de hace casi dos siglos poseen una tridimensionalidad espeluznante, pero es preciso protegerlos con mucho cuidado de la luz. Una foto puede ser igual de transitoria que las claridades y las sombras de las que está hecha. Pero el azar del deterioro o del simple paso de los años, en vez de anularla, le puede añadir una belleza inesperada, una cualidad involuntaria de revelación. El virado al marrón y al amarillo débil que han sufrido las fotos de los años setenta parece que nos devuelve la luz exacta de la época.
Miroslav Tichý, el fotógrafo mendigo que rondaba en los años sesenta por una ciudad de provincias de Checoslovaquia, se hizo una cámara como se la podría haber hecho un náufrago, con piezas que incluían una chapa de cerveza, una goma elástica, varios trozos de aglomerado, algún muelle recogido por ahí. Revelaba las fotos en un barreño y las imprimía sobre cualquier papel, pegándolas luego a un rectángulo de cartón, y a continuación las dejaba por cualquier parte en la chabola donde vivía. Las manchas de humedad o de comida, lo chapucero de la cámara, el polvo y las imperfecciones de la lente que había pulido él mismo (con una mezcla de pasta de dientes y ceniza de las colillas que recogía por la calle), dan a sus fotos clandestinas de mujeres, tomadas siempre a media distancia y al azar, una fuerza expresiva, una bruma como de espionaje fantasmal, que no habrían tenido si Tichý hubiera poseído una cámara y un laboratorio decentes, y si se hubiera ocupado de guardar negativos y fotos en buenas condiciones. Su extrema imperfección es uno de los rasgos de su originalidad.
Podrían ser de Tichý algunas de las fotos que pueden verse estos días en el Centre del Carme de Valencia, según cuenta Ferran Bono en una crónica en la que se transparenta la emoción de lo vivido, lo que verían sus propios ojos en la riada apocalíptica del 29 de octubre del año pasado, que se llevó, además de tantas vidas, viviendas, enseres, negocios, muchos miles de álbumes de fotos, de fotos enmarcadas de bodas y reuniones familiares, fotos olvidadas en cajas de trasteros, testimonios más dolorosos de perder porque habrían sido el ancla para los recuerdos de los muertos. En una iniciativa cívica admirable, las universidades públicas de Valencia se concertaron para recoger y restaurar el máximo número posible de fotografías recuperadas, con una meticulosidad científica que era un empeño fervoroso de restitución. La memoria se sostiene en las cosas tangibles. Las personas que habían traído sus álbumes embadurnados por el cieno, arrastrados por las aguas en su caudal indiscriminado de destrucción, encuentran de nuevo las caras que creyeron perdidas, las escenas de la vida común —comuniones, bodas, cumpleaños, vacaciones— que de repente recobraban una nitidez mucho más precisa que en los recuerdos.
Pero las que dejan una impresión más imborrable son las fotos tan dañadas que no se han podido recuperar del todo. La cara de una niña pensativa vestida de comunión está atravesada y medio tachada por un turbión de manchas verdes, rojas y azules, como si el confuso horror de la tragedia se hubiera sobreimpreso a la dulzura escolar de la niña. Hay un retrato de una mujer con peinado de los años sesenta que parece haber sido restregada con arena o lija hasta casi borrarse, un fantasma en trance de disolverse en el olvido. Hay una página de un álbum con 21 fotos de niñas o mujeres jóvenes en las que los colores se disgregan por debajo de la superficie de plástico adhesivo, y parecen series de caras deformadas de Francis Bacon. Un padre con una niña en brazos es apenas un bosquejo de sombra. Una mujer que posa de pie delante de un coche, en el porche de una casa, queda decapitada y anónima bajo una capa endurecida de barro. “Esa huella que deja el barro, esa carga de tragedia que hace que la impresión sea más profunda”, le dice a Ferran Bono la fotógrafa Sofía Moro, que ha documentado los procesos de la restauración. Más que una imagen, la foto dañada, rasgada por la mitad, sucia de barro, es un objeto igual de imperioso que la prueba de un crimen.
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