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las otras vidas
Tribuna
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Memorias del hambre

El drama central de las generaciones de nuestros padres y abuelos fue la hambruna de los peores años del franquismo

Antonio Muñoz Molina

Ahora que el hambre de la posguerra está desapareciendo de la memoria viva, los historiadores proyectan sobre ella sus investigaciones. Extinguidas las voces, quedan los archivos, en los que el espanto se diseca en la prosa de los informes administrativos, en los legajos sepultados donde sin embargo es posible auscultar su rastro infame. Los niños que conocieron el tormento del hambre no lo olvidaron nunca, pero en muchos casos prefirieron callar, por ese esfuerzo de amnesia que puede ser un método de supervivencia, y quizás por no transmitir un maleficio a sus hijos. Vivieron el hambre de niños, y en su última vejez a muchos de ellos les fue reservada la otra desgracia colectiva del coronavirus, que terminó de borrarles la memoria ya muy debilitada y les deparó una muerte a solas en las camas de las residencias de ancianos. Algunos quedan, vigorosos y lúcidos, todavía no despojados de una fortaleza que les había permitido sobreponerse a los peores infortunios de la historia española. Pero en muy poco tiempo todos habrán desaparecido, y de sus huellas solo se ocuparán los historiadores, sobre todo los dedicados a esa materia tan frágil que es la vida cotidiana, porque sus documentos son los más precarios, parecidos a las muestras de una cultura antigua que desaparecen por su muy escasa perdurabilidad: los tejidos, los objetos no hechos de piedra o de cerámica o metal; y más todavía lo del todo intangible, la atmósfera peculiar de un tiempo, los sonidos y olores específicos, lo que fue omnipresente y muy poco después dejó de existir. Por eso, la sensación plena de un tiempo pasado solo puede apresarse gracias a un golpe de azar, o a un objeto o un documento que fue a la vez cotidiano y banal: un anuncio de la radio o de la televisión, una entrada de cine, un chiste rancio, una canción del verano de 1970.

Hay historiadores con la sensibilidad suficiente como para apreciar el valor arqueológico de esta clase de hallazgos. En su estudio tremendo sobre los años del hambre, La hambruna española, Miguel Ángel del Arco Blanco ha explorado todo tipo de fuentes documentales por hemerotecas y archivos, pero se nota mucho que también tuvo tiempo de entrevistar a algunos ancianos dotados de muy buena memoria, y tiene un oído muy agudo para los testimonios más reveladores sobre la tonalidad vivida de los años negros que estudia: canciones, poemas, coplas callejeras, cartas, chistes de Franco. Los datos que acumula sobre las peores fases de hambruna, entre el final de la guerra y 1946, son aterradores, desde las muertes por pura inanición a las provocadas por las enfermedades que el hambre hizo mucho más graves —el tifus, la pelagra, la tuberculosis—, pero la desolación verdadera de aquellos años puede estar contenida en una carta escrita en la prisión por Miguel Hernández, hambriento y moribundo, o en una canción de humorismo macabro, con música triunfal de himno americano, que yo llegué a escuchar de niño, con una letra algo distinta de la que recoge del Arco: “Somos los tuberculosos / los que más, los que más nos divertimos. / Cuando salimos al campo / echamos sangre, echamos sangre y escupimos...”.

Quizás he leído con más entrega La hambruna española porque encuentro en ella muchas resonancias con mi memoria personal. En muchas cosas, la gente de mi generación ocupa un lugar intermedio en el tiempo: nacidos hacia la mitad de los cincuenta, conocimos la escasez, pero no el hambre, y sin embargo crecimos rodeados por los relatos de quienes conservaban muy fresca su experiencia traumática. Escuchábamos a la generación de nuestros abuelos, que habían participado en la guerra, y a la de nuestros padres, que habían sido niños en ella y la recordaban muy bien, aunque el drama central de sus vidas, el que determinó su formación, fue el hambre que pasaron o vieron de cerca en los años peores, esa hambruna española que del Arco Blanco define en términos estrictos: “El hambre en nuestro país no fue accidental, algo provocado por la guerra civil, factores internacionales o la escasez de lluvias: fue una hambruna y estuvo especialmente motivada por decisiones humanas. Tuvo lugar entre 1939 y 1942 y en 1946, y, sin despreciar las consecuencias de la guerra, se debió principalmente a las funestas medidas económicas adoptadas por el franquismo: la política autárquica”.

En Úbeda, en mi familia, entre la gente del campo, el año que se recordaba con terror era 1945. Era “el año del hambre”, igual que un tiempo después hubo otro, a principios de los sesenta, que se llamó “el de la cosecha grande”, porque en él se recogió en la comarca más aceituna que nunca hasta entonces. Del Arco subraya que el hambre se cebó sobre todo en los vencidos, en los más pobres, en los trabajadores que ya no tenían sindicatos que los defendieran, en los expulsados por venganza política de sus oficios o sus profesiones. Mi abuelo materno, recluido en un campo de concentración al final de la guerra, hablaba de los montones de chuscos de pan negro volcados sobre la tierra y de los presos hambrientos que se arremolinaban para atrapar alguno. Se acordaban de gente que comía hierbas del campo y que moría retorciéndose en el suelo con la barriga hinchada, y de hombres que iban a paso lento por la calle y de pronto se desmoronaban y caían fulminados por el hambre. Mi padre, con 14 o 15 años, pasaba un día entero cavando la tierra, sin más alimento que un duro pan de estraperlo más caro que su jornal. Nos enseñaban a comer sin rechazar nada, apurándolo todo. Roían las tajadas de pollo o de conejo del arroz del domingo hasta chupar la última brizna de carne adherida al hueso. Decían medio en broma un refrán: “Desde que hay papas no hay hombres”. Quería decir que la abundancia comparativa de alimentos de los últimos años estaba reblandeciendo a la gente, y a los jóvenes nos fastidiaba su cantinela reprobadora. Se habían alimentado de algarrobas, de bellotas, de castañas. El pan blanco y de picos crujientes sobre la mesa tenía siempre para ellos algo de milagro eucarístico.

Viajando en mulo de noche por caminos apartados, para eludir la vigilancia de la Guardia Civil, que perseguía a los estraperlistas pobres, no a los acaparadores y corruptos del régimen que se hicieron de oro con el negocio del hambre, mi abuelo iba a Guadahortuna, un pueblo en la frontera de Jaén con Granada, donde alguien le suministraba patatas y pan recién hecho, que luego mi abuela revendía clandestinamente en su casa. Viajaba la noche entera por el monte para estar de vuelta antes del amanecer. Un día, llamaron a la puerta y mi abuela vio por la rendija la silueta de un guardia con capa y tricornio. Era una mujer grande y animosa, pero decía que temblaba al abrir la puerta. “No señor, yo no vendo pan, ni patatas. Lo que tengo es para que coman mis hijos”. El guardia se inclinó sobre ella, y en su mirada y en su voz no había amenaza, sino súplica: “Señora, por lo que más quiera, yo no vengo a detenerla. Vengo por si puede venderme algo de pan, porque yo también tengo hijos, y pasan hambre”.

Era pecado tirar algo de pan. Si el pan se caía al suelo, al recogerlo había que darle un beso. Pasó el tiempo, y mejoró la vida, incluso en nuestra Andalucía interior, y los niños y los jóvenes, para escándalo de nuestros mayores, no queríamos trabajar con la misma abnegación gracias a la cual ellos habían sobrevivido y nos habían sacado adelante. Había comidas que no nos gustaban, tajadas que no apurábamos, platos que dejábamos a la mitad, con la misma prisa con que dejábamos sin acabar una tarea en el campo, irrespetuosos hacia todo lo que ellos nos habían enseñado. Entonces decían, los más sentenciosos: “A vosotros lo que os haría falta es un 45”. De tanto haber escuchado aquellas voces a las que ya no hacíamos caso, ahora nos parece que tenemos recuerdos anteriores a nuestras propias vidas.

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